Entre el cielo budista y la tierra comunista
ENVIADO ESPECIAL
Las ciudades se conciben para ser contadas, pero hay algunas que parecen hechas para ocultarse. Lhasa es una de ellas. Por eso hablar de Lhasa es traicionarla un poco.
Hay por lo menos dos Lhasas. Una, atiborrada de bicicletas, de triciclos con litera y de camiones Viento del Este y microbuses Mitsubishi: se vive all¨ª al ritmo chino.
La otra, con las hordas de perros (a los que consideran malos monjes reencarnados) pululando entre las inmundicias, los peregrinos que se arrojan una y mil veces al suelo para besarlo y los monjes que se entregan a sutiles disquisiciones de filosof¨ªa budista. Es la Lhasa de Songtsen Gampo, el rey tibetano que en el siglo VII unific¨® las tribus hostiles, adopt¨® el budismo e instal¨® all¨ª la capital. Es la Lhasa de Tsongkhapa, cuya escuela, siete siglos m¨¢s tarde, instaur¨® el sistema de reencarnaciones. Y es la Lhasa del V Dalai Lama, quien en el siglo XVII re¨²ne por primera vez la totalidad de los poderes celestiales y seculares y emprende la construcci¨®n del potala.
Una Lhasa est¨¢ situada en el oeste de China; la otra, a medio andar entre el cielo y la tierra, a 3.600 metros de altitud.
Desde las laderas en que se recuestan los conventos puedo abarcar el circo de monta?as que la guardan y la perspectiva dominada por el potala, sin la obstrucci¨®n de caser¨ªos chinos.
Un joven se me acerca, me pide una foto del Dalai Lama y me pregunta: "?Volver¨¢? ?Cu¨¢ndo volver¨¢?". Una bonzo, poco antes, me llam¨® y condujo a una celda de su convento, lejos de o¨ªdos indiscretos: "Diga, diga cuando vuelva a su pa¨ªs, que en las manifestaciones del Moland (a?o nuevo tibetano, en marzo) mataron a 10 monjes y hambrearon a los detenidos". Llora. Y masculla: "No queremos a ning¨²n chino en nuestra tierra: queremos al Dalai Lama".
Dalai Lama y Mao Zedong
La noche anterior, una dirigente tibetana del partido comunista me recibi¨® en su casa con un delicioso t¨¦ con leche de yack y un alcohol de cebada. De una pared colgaba el retrato del encuentro entre el Dalai Lama y Mao Zedong, en 1954, cuando el oc¨¦ano de sabidur¨ªa fue a visitar al gran timonel para asegurarle la sujeci¨®n del T¨ªbet a China contra la garant¨ªa de una intervenci¨®n m¨ªnima de Pek¨ªn en los asuntos internos. Era la ¨¦poca del idilio, de la liberaci¨®n pac¨ªfica del T¨ªbet.Pero Mao Zedong, que so?aba con reescribir la historia sobre una p¨¢gina en blanco, no pod¨ªa permitir que bajo (o m¨¢s bien sobre) sus narices subsistiera otro culto a la personalidad, otra religi¨®n, otro poder que el suyo. La resistencia fue fatal: el ejercicio de liberaci¨®n popular entr¨® a sangre y fuego en el T¨ªbet en 1959, y el Dalai Lama, con decenas de miles de fieles, se refugi¨® en la India, donde sigue residiendo. En 1966, los fanatizados guardias rojos concluyeron el trabajo: destrucci¨®n de templos, encarcelamientos masivos, prohibici¨®n de profesar otro culto que el del Libro Rojo. Los dem¨¢s eran opio de los pueblos.
Mas el hueso es duro de roer: tibetano y budista son t¨¦rminos tan ¨ªntimamente entrelazados que desentra?arlos podr¨ªa significar el vaciamiento de toda una cultura... o de toda una regi¨®n. Desde que en 1979 se trata de devolver la normalidad al pa¨ªs, Lhasa volvi¨® a inundarse de plegarias. Plegarias colgadas de los ¨¢rboles, en los molinillos con inscripciones -verdaderas m¨¢quinas de plegarias- que interceden ante el buda por quien los hace girar; de ni?os que imitan las prosternaciones de sus padres; de peregrinos y fieles que inundan los templos y mantienen alumbrados los candeleros con ofrendas de mantequilla de yack.
"No hay que confundir creencia y costumbre, como se hizo en la revoluci¨®n cultural", explica la mujer comunista, en cuya biblioteca arde un palo de incienso que -?la creencia o la costumbre?- prescriben para hacer propicia una nueva vivienda. E ilustra: "En los pa¨ªses de Europa, no todos los que festejan Navidad son creyentes".
No todos, en el T¨ªbet, parecen comprenderlo as¨ª. El propio Panchen Lama, segunda autoridad del lama¨ªsmo, que purg¨® varios a?os de c¨¢rcel, hoy aliado de Pek¨ªn, afirmaba tras los disturbios de marzo: "El correcto esp¨ªritu de la pol¨ªtica de enderezar lo torcido aplicada por el Comit¨¦ Central no puede implementarse por el momento, debido a la ideolog¨ªa ultraizquierdista de muchos dirigentes, que crecieron en una atm¨®sfera de ese tipo".
Mi anfitriona reconoce que es as¨ª, mas precisa: "El peligro principal sigue proviniendo de los independentistas, quienes se aprovechan de la flexibilidad de nuestro Gobierno. Antes nadie se atrev¨ªa a abrir la boca".
Problemas graves
"Los problemas son graves, y no vale la pena escamotearlos", me hab¨ªa dicho el mismo d¨ªa D un estudiante chino que, excepcionalmente, aprendi¨® a hablar y a leer el tibetano. "Todos los tibetanos son partidarios del Dalai Lama, y la conciencia de los miembros del partido comunista local no es muy firme, por lo cual ya no se les exige renunciar a los rituales budistas".La situaci¨®n del T¨ªbet, sin duda, es original. Nadie parece, por el momento, aprehenderla cabalmente: son todas visiones.
A la palestina, seg¨²n los que creen que la voluntad de Pek¨ªn es lograr a largo plazo la aceptaci¨®n de una realidad de facto por parte de los tibetanos.
A la boliviana, seg¨²n otros, un poco menos pesimistas, que creen que la independencia condenar¨ªa a este otro altiplano a un atraso definitivo.
A la Hong Kong, seg¨²n el Dalai Lama, quien propuso en junio resucitar los acuerdos de 1950, enriquecidos seg¨²n la noci¨®n de "Un pa¨ªs, dos sistemas", formulada por Deng Xiaoping para recuperar Hong Kong, Macao y Taiwan, garantizando en ellas la preservaci¨®n del sistema capitalista.
E incluso a la espa?ola, seg¨²n un analista extranjero, "pero para ello har¨ªa falta que China concluyese su reforma pol¨ªtica, es decir, la separaci¨®n de poderes entre el partido y el Estado, a fin de que todos puedan buscarse una referencia com¨²n para la unidad".
Para ello no s¨®lo har¨¢ falta que cambien los chinos. Tambi¨¦n deber¨¢n cambiar los tibetanos. Pues, desde la ladera que domina la ciudad, puede uno elegir entre otras dos Lhasas: la del silencio, que parece enmarcar el paisaje en v¨ªsperas de un conocimiento salvador, hecho de paz interior, de ecuanimidad y de simpleza, o la de una liturgia daliniana en que las intrigas palaciegas, los envenenamientos, las traiciones, la servidumbre y la superstici¨®n fueron el lote habitual de sus moradores.
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