Saliendo volando de Rio de Janeiro
GUILLERMO CABRERA INFANTE
Pocas melod¨ªas modernas tan evocativas de un futuro que se presenta como ¨²nico pasado como La Carioca, o¨ªda por primera vez en Volando hacia R¨ªo de Janeiro en el pobre cine de mi pueblo en 1933. El encanto era Ginger Rogers bailando, una ilusi¨®n, pero tambi¨¦n de R¨ªo, una promesa. Ocurri¨® hace m¨¢s de medio siglo, pero el doble embrujo perdura todav¨ªa. Siempre vol¨¦ hacia R¨ªo de Janeiro.
La Carioca era, cualquiera pod¨ªa reconocerlo, una rumba y no la samba a que aspiraba, y de Brasil s¨®lo ten¨ªa un leve aire atrasado de machicha. Pero esa noche se hizo memorable. Las mujeres m¨¢s espl¨¦ndidas (lo ense?aban todo), m¨¢s audaces, hero¨ªnas del cine y del siglo, bailaban en las alas de aviones que volaban hacia el sortilegio sobre playas de v¨¦rtigo. Al otro d¨ªa todo el pueblo cantaba La Carioca, reconociendo que la rumba era tan falsa brasile?a como Dolores del R¨ªo en R¨ªo. Pero Dolores tambi¨¦n era genuina porque era m¨¢s bella que las orqu¨ªdeas a la luz de la luna y la melod¨ªa, un falso tango, que memoraba el momento. Hoy la belleza inmortal, bella en movimiento, es Ginger Rogers, una rubia verdadera que deja sospechar que debajo de su bata de chacona que muestra su vientre vertical, sus nalgas nuevas y su busto botado hay una versi¨®n oculta de su cabello rojo y sus pecas pardas reproducidas en todas las zonas er¨®genas de un cuerpo hecho para el baile. Dolores la de R¨ªo es la perfecci¨®n de un rostro, Ginger Rogers es la belleza que no cesa: la bailarina que con cada paso hace de su parlenaire, Fred Astaire, un bailar¨ªn invisible.
Vine a ver todas esas cosas en mi primer viaje a R¨ªo en abril de 1959: y las vi, creo que las vi. Ahora trat¨¦ de verlas de nuevo. Grave error: la nostalgia se hizo neuralgia.
Ning¨²n armador en su sano juicio manda sus naves a combatir a los elementos, pero la historia propone y la geograf¨ªa dispone. R¨ªo, francamente, fue un fiasco. Llegamos a las tres de la tarde, y la ciudad estaba envuelta en una niebla hosca que dur¨® m¨¢s all¨¢ de la puesta del sol, convirtiendo la tarde en prematura noche. La naturaleza conspiraba contra un viaje que hab¨ªa hecho muchas veces en la mente y la memoria. Ah¨ª estaba la eterna geograf¨ªa: la bah¨ªa de Guanabara, una de las m¨¢s pintorescas del mundo, con su Pan de Az¨²car en el agua, versi¨®n femenina del pe?¨®n de Gibraltar: una roca de az¨²car que el oc¨¦ano no pod¨ªa derretir. Un San Sebasti¨¢n mejor que San Sebasti¨¢n. Arriba, haciendo pendant, deb¨ªa de estar El Corcovado, con su Cristo en concreto. Pero ambos promontorios eran apenas visibles en la niebla. Al otro d¨ªa llovi¨®, no como llueve en el tr¨®pico, sino como llueve en Londres, donde la lluvia llega a ser un estado de ¨¢nimo. O del alma.
En la ma?ana del siguiente d¨ªa decidimos salir aprovechando un alto en la lluvia y fuimos a la otra esquina, apenas a 100 metros del hotel, en busca de charutos (como en Cuba, los cigarrillos se llaman en Brasil cigarros), despu¨¦s de un nuevo encuentro con los puros Suerdieck que conoc¨ª, la coincidencia es inevitable, en Los ?ngeles en 1970. Precedidos por la propaganda de un productor, ahora en forma de puritos, eran los finos de Beira Mar. Esperando regresar con meu tesouro, caminamos por la misma avenida Atl¨¢ntica, la calle cogida entre la amplia acera variopinta y la ancha franja de arena luminosa con las olas del Atl¨¢ntico rompiendo como si la playa fuera una costa brava. No encontr¨¦ los Suerdieck, pero si tuvimos un mal encuentro inolvidable. No hab¨ªa siquiera 200 metros entre la aparatosa verticalidad del hotel Meridien, 38 pisos, y la m¨¢s humilde presencia del hotel Ouro Verde, donde nos hosped¨¢bamos. Pero el Ouro Verde, de meros 12 pisos, debe de ser uno de los hoteles m¨¢s agradables del mundo, con su estructura art d¨¦co tard¨ªa, su vest¨ªbulo que parece el lobby de un club de caballeros de Londres y un bar que da a la acera (guardado por una verja de hierro y un portero que parece un futbolista) donde ofrecen el mejor jugo de papaya de Brasil y, supongo, c¨®cteles y tragos que hacen estragos. All¨ª nos dirig¨ªamos cuando vi a un muchacho negro, luego otro y otro. Todos s¨²bitos. Uno de ellos se volteaba la mu?eca como pidiendo la hora (?pero llevaba reloj!). Otro se aproxim¨® por la izquierda. Otro todav¨ªa empez¨® a gritar: "?Merda, merda!", se?alando a mis pies. Mir¨¦ y vi sobre el zapato derecho una mancha que pod¨ªa ser mierda de paloma o un grumo grosero. Los muchachos, ahora crecidos en n¨²mero, pero no en edad, se ofrec¨ªan a limpiar el embarro accidental. Pero no era accidental. Record¨¦ un precedente.
Un d¨ªa, una tarde en Barcelona, reci¨¦n llegados al hotel Calder¨®n, Miriam G¨®mez y yo decidimos irnos al paseo de Gracia a comprar la prensa espa?ola. Luego Miriam G¨®mez quiso ver los escaparates de Loewe. Mirando la ropa de napa ella vio reflejada en el cristal a una pareja que se levantaba de un banco y ven¨ªa hacia nosotros. El hombre, con un acento que no era catal¨¢n, me dijo cort¨¦s: "Se?or, tiene usted manchada la chaqueta. D¨¦jeme ayudarlo". Miriam G¨®mez mir¨® la chaqueta, luego al hombre, y dijo convincente: "?No lo toque! No lo toque o llamo a la polic¨ªa". El peat¨®n servicial pidi¨® perd¨®n y se alej¨® entre la gente. Quise decirle a Miriam G¨®mez que tal vez exageraba. Pero ella hab¨ªa le¨ªdo en un peri¨®dico espa?ol (ella lee todos los peri¨®dicos) que el escritor polaco exiliado, con todas sus consonantes, Czeslaw Milosz estaba admirando la catedral de Barcelona (de la que no pod¨ªa decir qu¨¦ parte era arte y qu¨¦ parte era reconstrucci¨®n), cuando vino un pr¨®jimo a decirle que se hab¨ªa manchado la chaqueta. "Posiblemente las palomas", dijo el viandante, pero el poeta murmur¨®: "No las palomas, nunca las palomas". Luego ech¨® una humanitaria, introspectiva mirada a su vecino y permiti¨® que le ayudara a quitarse la chaqueta con m¨¢culas. Eso fue lo ¨²ltimo que vio el poeta de su indumento, una americana d¨¦ seersucker (era verano). Junto con la chaqueta se fueron tambi¨¦n su chequera de travellers, su billetera, la llave del hotel y hasta su pasaporte. Nunca, desde que le concedieron el Premio Nobel, se hab¨ªa sentido el poeta tan desnudo.
Ahora, es decir, hacia dos a?os. Miriam G¨®mez y yo march¨¢bamos r¨¢pido rumbo al hotel, evitando calles populosas, abochornados, la espalda embarrada de cr¨¢pulas. Por el camino, una mujer grit¨®: "Se?ora, a usted tambi¨¦n la cagaron". No supimos si otra confederada o solamente una chismosa. La chaqueta de Miriam G¨®mez, como la m¨ªa, estaba manchada con una tacha onerosa. Pero en el hotel comprobamos que era falsa mierda: un simulacro compuesto de chocolate l¨ªquido, espuma y almendra. Afortunadamente para el orgullo patrio catal¨¢n, la polic¨ªa comprob¨® d¨ªas m¨¢s tarde que los autores del embarro eran una banda peruana dirigida por un pintor fracasado.
Fue gracias a este an¨®nimo artista y al poeta polaco que pudimos enfrentar la banda oriental (avanzaban desde el Este en direcci¨®n de la playa) que nos cort¨® el paso. Los Estados Unidos inventaron la delincuencia juvenil. Ahora, en R¨ªo, en un salto que se podr¨ªa llamar hegeliano, hab¨ªan creado la delincuencia infantil. Ninguno de los asaltantes ten¨ªan m¨¢s de 12 a?os, y muchos no llegaban a 10. Pero en Hurac¨¢n en Jamaica (1929), Richard Hughes mostr¨® que la inocencia infantil es una invenci¨®n de la moral adulta, y William Golding, en El se?or de las moscas (1954), demostr¨® que los ni?os se pueden organizar con la cruel eficacia de una manada de lobos en invierno. En el filme Pixote (1981), H¨¦ctor Babenco ilustra c¨®mo esta org¨ªa salvaje ocurre en pleno R¨ªo. Pero el ataque termin¨® en el fracaso, manes de Milosz.
Esa misma tarde fuimos a almorzar al restaurante Le Saint Honor¨¦, en el piso 37 del hotel Meridien, a una escuadra apenas de donde ocurri¨® el asalto. Lo inesperado esperado vino cuando est¨¢bamos ya de nuevo al nivel de la calle.
Cruzando ese tramo del primer asalto, a plena luz del d¨ªa, apenas 100 metros de una garita de la polic¨ªa, fuimos atacados de nuevo. Esta vez no supe c¨®mo uno de los ni?os, saliendo de la calle entre dos autos, pudo colocar la plasta pl¨¢stica en mi zapato izquierdo con una eficacia certera. Se trataba, como ya se hab¨ªa visto antes en el hotel, de una bola de grasa de motor que arruin¨® la piel de mis zapatos. Esta vez aparecieron m¨¢s asaltantes, y Miriam G¨®mez tuvo que defender su bolsa a patadas. Record¨¦ c¨®mo Gulliver, inerme en una playa extra?a, fue derrotado por los belicosos enanos de Liliput. Hicimos lo ¨²nico posible y corrimos a refugiarnos en el hotel. El portero, al ver mi zapato siniestro, exclam¨®, llev¨¢ndose las manos a la cabeza: "Outra veis!". S¨ª, otra vez. Pero seria la ¨²ltima: nos redujimos a nuestros cuarteles, que fueron la habitaci¨®n, el lobbv y el bar en una barricada c¨®moda. M¨¢s all¨¢ de las tazas de caf¨¦ y entre los setos del jard¨ªn estaba la extensa playa de Copacabana, todav¨ªa blanca, todav¨ªa hermosa, todav¨ªa visitada por las olas incesantes. Nadie hab¨ªa venido en nuestra ayuda, nadie hab¨ªa alejado a las hordas del hurto, Nadie hab¨ªa visto nada. O la hab¨ªan visto tantas veces que era un espect¨¢culo familiar. Como las olas.
Hay en Brasil m¨¢s de tres millones de ni?os abandonados a su suerte, que es, por supuesto, su mala suerte. Pululan como insectos por todas partes y a veces se organizan en pandillas. Nacidos de delincuentes, viviendo entre delincuentes, no es extra?o que en vez de infancia vivan —y mueran— en la delincuencia y muestren un arte temprano que los convierte en Mozarts del crimen.
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