El esc¨¢ndalo
Una reciente resoluci¨®n judicial ha supuesado el procesamiento del subcomisario Amedo y del inspector Dom¨ªnguez. El terna es apasionante, y lo natural es que apasione a los ciudadanos.En un r¨¦gimen pol¨ªtico totalitario ser¨ªa ontol¨®gicamente imposible que los medios de comunicaci¨®n, primero, y, con el retraso habitual, los jueces, despu¨¦s, tuvieran algo que decir sobre las presuntas o reales actividades desarrolladas por el novelesco gremio de los esp¨ªas. Incluso en reg¨ªmenes democr¨¢ticos como el nuestro es en verdad bastante ins¨®lito que estos conspicuos personajes abandonen las rom¨¢nticas estanter¨ªas de las bibliotecas, las funcionales pantallas de los cines y, con cierto descaro, se cuelen en la rutina naturalista de nuestros d¨ªas de carne y hueso. Tiene algo de invasi¨®n de nuestra intimidad, mucho de conducida francamente inconveniente y, sobre todo, nos crea la inc¨®moda sensaci¨®n de que, no se sabe por qu¨¦, aquellos canosos y elegantes horribles que soportaban sobre sus espaldas el solitario oficio de otorgar o denegar licencias para matar han perdido la seguridad en s¨ª mismos, qui¨¦n sabe si por torpeza o por una inoportuna crisis de conciencia, como si tuvieran necesidad de repartir entre todos la excesiva carga de sus culpas.
Es in¨²til tratar de aparentar una fr¨ªa calma, sea con m¨¢scara de acatamiuento a las resoluciones judiciales, sea con disfraz de analista objetivo o notario (le la historia. S¨®lo los jueces y tribunales el cargados del caso tienen la obligaci¨®n, por raz¨®n de su oficio, de conservar escrupulosamente la frialdad, la objetividad y la imparcialidad. Y no lo tienen f¨¢cil. Ni siquiera es saludable que, por oscuros mecanismos psicol¨®gicos, casi todos sintamos la constricci¨®n de aparentar ser jueces. Est¨¢ bien que se opine, y que se opine con pasi¨®n, que, frente a lo que generalmente- se dice, no excluye una cierta forma de mesura justamente la indispensable para que la pasi¨®n no se diluya en bajas pasiones. Est¨¢ bien sentirse escandalizado. Aunque no todos nos escandalicemos por las mismas cosas. Habr¨¢ quien lo haga por considerar una ofensa a la inteligencia que hechos as¨ª puedan llegar a ser de conocimiento p¨²blico. Para quien as¨ª se escandaliza, lo penoso ser¨ªa la falta de profesionalidad.
Habr¨¢ quien se escandalice por el excesivo celo de unos profesionales de la informaci¨®n y de unos concretos jueces. Para ¨¦stos lo escandaloso es la ruptura de un t¨¢cito compromiso de limitar la curiosidad profesional, cuando lo que est¨¢ en juego es nada menos que la seguridad nacional o as¨ª.
Habr¨¢ quienes encuentren la piedra de esc¨¢ndalo en la real o supuesta torpeza pol¨ªtica con que el asunto se est¨¢ llevando. Para ellos el an¨¢lisis central girar¨¢ en tomo a la falta de imaginativas respuestas a la hora de abordar las preguntas imparables que una investigaci¨®n judicial en marcha produce.
Habr¨¢ quienes se escandalicen porque, a lo peor con raz¨®n, se sienten traicionados. Estos individuos, que siempre se valieron de la infamia expl¨ªcita en el axioma de que "el fin justifica los medios" para ni siquiera cuestionarse la eticidad de su conducta, refuerzan hoy su ego maltratado con la apremiante sensaci¨®n de que s¨®lo ellos son actores de una pieza, s¨®lidos, consecuentes y serios, dentro de una tragedia tan mal escrita como interpretada.
M¨¢s pr¨®ximo me siento a quienes, sin disfrutar del esc¨¢ndalo, se escandalizan ante el temor de que -qui¨¦n sabe- estemos asistiendo al nacimiento de una nueva filosof¨ªa pol¨ªtica que pretenda redefinir las bases mismas del Estado de derecho, que pretenda convencernos de que la institucionalizaci¨®n de la perversidad es la mejor garant¨ªa frente a la maldad. Quienes reducen su visi¨®n de la pol¨ªtica democr¨¢tica a un problema estad¨ªstico de c¨®mputo de votos podr¨ªan llegar a sostener, con cierta coherencia, la conveniencia de crear una Direcci¨®n General de Instituciones Perversas. S¨®lo as¨ª, en verdad, se podr¨ªa dar respuesta, con profesionalidad, habilidad y tecnolog¨ªa, a las pasiones colectivas de venganza justiciera.
Hay en esta historia, con todo, algunas cosas claras. Hay v¨ªctimas perfectamente individuales; hay funcionarios p¨²blicos de los que se sospecha de manera razonable que se han prestado a ejercer de justicieros, qui¨¦n sabe si por cuenta ajena. Hay, en definitiva, unos presuntos delincuentes, unas v¨ªctimas nada presuntas y un juicio en marcha. No es rizar el rizo, por tanto, escandalizarnos de quien se escandaliza por el normal funcionamiento, en este caso, de los mecanismos de que el Estado constitucional se ha dotado, pues lo ¨²nico razonable de esta historia es que hay un proceso penal en marcha y que se van adoptando normales decisiones judiciales.
Una sociedad profundamente democr¨¢tica -de la que no tengo ejemplo- ser¨ªa aquella en que noticias como las que va proporcionando este proceso judicial tuvieran su natural encaje en la secci¨®n de tribunales, con el acompa?amiento, quiz¨¢, de alguna reflexiva y algo aburrida nota editorial. Que hoy sean noticias de primera p¨¢gina es un mal s¨ªntoma. Alude, quiz¨¢, a las carencias del actual "un modelo democr¨¢tico.
Puede ser un ejercicio de cordura, por ello, discriminar cuidadosamente hacia d¨®nde dirigimos nuestro esc¨¢ndalo. Pocos delincuentes -dos, para ser exactos- han logrado, a todo lo largo de mi funci¨®n como juez penal, escandalizarme. Siempre exist¨ªan explicaciones casi convincentes de sus fechor¨ªas o de sus desaguisados. Un juicio penal bien llevado es una biograf¨ªa de urgencia en la que resulta dram¨¢ticamente f¨¢cil advertir las fisuras o los recodos del camino en que se hizo posible el crimen. Su efectiva realizaci¨®n, en demasiadas ocasiones, es una coincidencia precisa y geom¨¦trica. Algo definitivamente anunciado. Y albergo la seria sospecha de que los escasos cr¨ªmenes inexplicables son en realidad cr¨ªmenes mal juzgados. No deber¨ªamos, por tanto, concentrar nuestro esc¨¢ndalo en la presunta perversidad de los presuntos delincuentes, que -no es una f¨®rmula de mera cortes¨ªa- hoy por hoys¨®lo son procesados y, como tales, gozan del derecho constitucional a la presunci¨®n de inocencia.
No pasa de ser, por otro lado, un descuidado ejercicio de cinismo el lamentar la provinciana puesta en escena de este drama, aunque s¨®lo sea porque en este desgraciado g¨¦nero literario la falta de profesionalidad es un consuelo.
Me temo que no se ha valorado sucintamente el riesgo que supone perder credibilidad institucional, aunque no se pierdan votos, aunque se ganen. No puede propiciarse desde el Estado un determinado clima social que aplaude -a¨²n con sordina, afortunadamente- reacciones terroristas contra el terrorismo, reacciones ilegales contra la ilegalidad. Demasiados ciudadanos comprenden a los chicos del GAL, pensando ,que, en el fondo, son o eran, ellos o sus inspiradores, unos patriotas o, al menos, unos servidores ¨²tiles para la causa. La tendencia de la estupidez y del mal a la simetr¨ªa encuentra aqu¨ª un ejemplo de libro. A¨²n est¨¢ demasiado presente en la conciencia de cuantos vivimos en el Pa¨ªs Vasco una id¨¦ntica comprensi¨®n entre buen n¨²mero de ciudadanos, perfectamente decentes, hacia la conducta de los chicos de ETA. Y todos sabemos lo dificil y sangriento que est¨¢ resultando borrar tal pauta moral. Es obligaci¨®n ineludible de un Estado democr¨¢tico detectar y combatir enfermedades sociales tan graves y contagiosas, aunque el coste pueda parecer caro.
En consecuencia, m¨¢s sensato me parece dirigir nuestro esc¨¢ndalo hacia quienes, teniendo responsabilidades pol¨ªticas e institucionales, a¨²n parecen dudar de lo que exige el sentido com¨²n y el decoro, de lo que demanda su aparentemente aletargado sentido democr¨¢tico. Es escandaloso que a¨²n hoy se detecten vacilaciones y hasta intolerables temores. S¨®lo hay una respuesta, tan m¨ªnima como irrenunciable. Hay que abrir de par en par las puertas a la investigaci¨®n judicial, sin trucos, sin demoras, sin reticencias, sin obstrucciones. Ning¨²n l¨ªder democr¨¢tico tiene derecho a que los ciudadanos dudemos de sus intenciones. Se degrada y nos degrada quien as¨ª act¨²a.
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