El c¨ªrculo de la muerte
La capital libanesa, un infierno cuyos habitantes luchan por la supervivencia
MARUJA TORRES, ENVIADA ESPECIAL, Los ojos de Beirut, que han visto tanto, han tenido que estrenar una mirada nueva para enfrentarse con la devastaci¨®nque los implacables bombardeos del domingo, cruzados rabiosamente entre el Ej¨¦rcito del general Michel Aoun -presidente del llamado Gobierno cristiano, con sede en el Este- y las fuerzas musulmanas, reforzadas, y c¨®mo, por el Ej¨¦rcito sirio de ocupaci¨®n, contra el que Aoun dirige su enloquecida campa?a de liberaci¨®n, aunque sea a costa de provocar el exterminio de todos los libaneses.Nadie calcula cu¨¢nto tiempo cayeron las bombas sobre la bien amada, pero peor odiada, ciudad tenida en otra ¨¦poca por la Suiza de Oriente Pr¨®ximo. Esos c¨¢lculos pertenecen a los primeros d¨ªas de esta guerra feroz, que entra ya en su jornada n¨²mero 38 y ha dejado a los libaneses sin fe y sin esperanza, encogi¨¦ndose de hombros ante las tentativas de tregua y ante las treguas mismas, ocupados tan s¨®lo en la m¨¢s cruda y dura tarea de la supervivencia.
La sa?a con que el domingo, la peor jornada, los proyectiles se abatieron sobre Beirut oeste, as¨ª como sus caracter¨ªsticas -cohetes de media distancia y los llamados ¨®rganos de Stalin, que pueden enviar 36 de estos mortales artilugios, que se despliegan en abanico al alcanzar el objetivo-, hace pensar que el ataque de anteayer es una demostraci¨®n de poder¨ªo militar de la milicia cristiana Fuerzas Libanesas, del superderechista Samir Geagea, hoy aliado de Aoun, pese a que hace s¨®lo unos meses se combatieron a muerte. As¨ª son en este pa¨ªs los se?ores de la guerra.
Entretanto, el pueblo muere o contempla desolado la huella que la muerte dej¨® en su ciudad unas horas antes. Y, entre los muertos, el embajador espa?ol, Pedro Manuel de Ar¨ªstegui, su suegro, su cu?ada y un guardaespaldas.
Madrugada, mediod¨ªa y atardecer parecen ser los per¨ªodos favoritos para lanzar las andanadas, lo cual no significa que el resto del d¨ªa resulte tranquilo. Los beirut¨ªes aprovechan el breve lapso intuido -jam¨¢s confirmado-, durante el cual siempre cae una bomba u otra, para salir a constatar el desastre, enterrar a sus muertos, visitar a sus heridos, realizar lasurgentes compras del d¨ªa en los escasos puestos de fruta y alimentaci¨®n que se atreven a abrir sus puertas o instalar sus humildes tenderetes, siempre cerca del refugio subterr¨¢neo en el que la familia aguarda y donde los ni?os resisten el peso de una infancia penada por tantas guerras. Entretanto suenan proyectiles aislados.EscasezLos refugiados se organizan como pueden, a un paso de la alienaci¨®n. Entre el aullido de los gatos hist¨¦ricos tratan de encontrar medicinas para sus familiares realmente enfermos o atacados por la somatizaci¨®n del pavor. La suciedad, la falta de medios ... ; escasean los alimentos, no hay electricidad, pero tampoco hay dinero para comprar. Ni siquiera los famosos ch¨®feres de guerra, salvo alguna excepci¨®n, se atreven a ganarse la vida a su peligrosa manera. "Cr¨¦eme", me dec¨ªa Sarni, que me ha acompa?ado en tantas ocasiones a trav¨¦s de L¨ªbano, "no vale la pena. Todo es peligroso", y para conmoverme me mostraba a su hija menor, Diana, de cinco a?os. Sami ha trabajado como un perro durante los 14 a?os de guerra para mantener a su familia y enviar a su primog¨¦nito a estudiar mec¨¢nica en Niza. Nunca habr¨ªa desde?ado un d¨®lar. Hoy se esconde en su casa y me muestra a su hija peque?a para que no le obligue a circular.
S¨®lo durante ese espacio suspendido en el tiempo, tras los bombardeos del amanecer, circulan los veh¨ªculos indispensables, camino de urgentes asuntos. Van a tal velocidad que son casi tan peligrosos como las bombas. La gente quecamina lo hace en estado de par¨¢lisis, con la aton¨ªa del descubrimiento de que todo puede resultar peor de lo que fue. Circulan entre veh¨ªculos calcinados, alfombras de cristales ro tos, huellas de sangre. Constatan las desapariciones. Yo misma me convierto en parte de su asombro. El domingo compr¨¦ una docena de botellas de agua mineral. Esta ma?ana, ayer para ustedes, he pasado por el hueco en que se ha convertido la tienda en donde las adquir¨ª, y nadie sabe qu¨¦ ha sido del muchacho amable que me ayud¨® a transportarlas hasta el coche.
Tras esta agitaci¨®n, de repente, desaparece la vida. Es una sensaci¨®n aterradora. Nadie en las calles, tratas de llegar lo antes posible a tu reducto, y los neum¨¢ticos chirr¨ªan en las calles desiertas, el miedo empiezaa retumbar contra el cielo como sobre un pandero. Est¨¢n bombardeando nuevamente.
Y lo ¨²nico importante, mientras uno permanece encerrado en su -casa o bajo tierra, es distinguir de d¨®nde vienen los proyectiles y cu¨¢les son sus posibilidades mort¨ªferas. Los pocos corresponsales extranjeros y los enviados especiales lo aprendemos de los libaneses, que son maestros del o¨ªdo, porque serlo puede salvarte un brazo, una pierna o la vida. Hay que saber, primero, qui¨¦n est¨¢ lanzando. Si se trata de un sonido seco, es que el proyectil ha salido en direcci¨®n contraria. Eso significa que inmediatamente habr¨¢ respuesta. Y hay que abandonar los pisos altos, en donde estallan los morteros y tenderse en los pasillos interiores de las casas. Hay que quedarse ah¨ª, mientras la org¨ªa de prepotencia contin¨²a por encima de nuestras cabezas, y maldices la causa, cualquiercausa, que ha podido conducir a este desatino. Porque quienes mueren son los civiles. Siempre civiles. Juegan con ellos al ajedrez, a ver qui¨¦n acojona antes al adversario con su capacidad de destrucci¨®n.
Anoche me asom¨¦ al balc¨®n del piso en el que vivo. Est¨¢ muy alto y no es seguro. Esta noche lo abandonar¨¦ por una primera planta, algo m¨¢s protegida, aunque esta alquimia mental de meterse en un sitio u otro carece de l¨®gica, como todo aqu¨ª. Ese refugio que busco est¨¢ al lado de un hotel convertido en cuartel sirio. Pero uno s¨®lo puede ser solidario en la demencia. Ning¨²n lugar en Beirut, ni en el Este ni en el Oeste, ofrece la m¨¢s m¨ªnima garant¨ªa. Creemos que los sacos de arena y las murallas de ladrillos nos proteger¨¢n, pero que Dios nos ampare. ?sta ya no es la guerra de los francotiradores, de las milicias brutalmente desencadenadas. Son bombas, y su objetivo es la ciudad entera.
Entonces, anoche me asom¨¦ al balc¨®n y vi Beirut reducida a su esencia de pesadilla. Ba?ados ¨²nicamente por la luna, los blancos edificios vac¨ªos mostraban su laberinto de ventanas oscuras. El silencio humano era escalofriante, indescriptible, final. Para entretenerme, empec¨¦ a afinar la oreja, como los beirut¨ªes: "?sta entra, ¨¦sta sale, ¨¦sta ha ca¨ªdo a 200 metros...". Hay que dormir vestido y con un solo ojo. Cualquier instante puede ser hora de correr. No hay agua. La suciedad se acumula. Es una ciudad de camisas conocidas, cada d¨ªa con un nuevo brochazo de historia. Reconozco a mis amigos nuevos por sus ropas, por su olor. Y si hubiera agua, nadie querr¨ªa que la muerte le sorprendiera en la ducha, en su desnudez.
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