Al alba
Majestades.Para salir del laberinto de la perplejidad y del asombro, para hacerme visible y hasta reconocible, permitidme que, una vez m¨¢s, acuda a la palabra luminosa de la ofrenda: gracias.
Gracias por concederme, en esta hora de Espa?a y en la universidad de Alcal¨¢ de Henares, la ocasi¨®n de haber sido la primera mujer galardonada con el Premio Cervantes. Y gracias, asimismo, por otorgarme la oportunidad de compartir la siempre leal penumbra de alg¨²n recuerdo claro o, a lo menos, ¨ªntimamente verdadero: el recuerdo de los espacios, pues mal puedo olvidarme de todos ellos; y el recuerdo de las palabras, pues desdecirme de ellas tampoco quiero.
Por amor a tales recuerdos y a vuestra generosa compa?¨ªa, seguidme hasta una hermosa ciudad de M¨¦xico, Morelia, cuyo camino no busqu¨¦, sino que ¨¦l mismo me llev¨® a ella, igual que a tantos otros espa?oles reci¨¦n llegados al destierro. All¨ª me encontr¨¦ yo, precisamente a la misma hora que Madrid -mi Madrid- ca¨ªa bajo los gritos b¨¢rbaros de la victoria. Fui sustra¨ªda entonces a la violencia al hallarme en otro recinto de nuestra lengua, el colegio de San Nicol¨¢s de Hidalgo, rodeada de j¨®venes y pacientes alumnos. Y, ajena desde siempre a los discursos, ?sobre qu¨¦ pude hablarles aquel d¨ªa a mis alumnos de Morelia? Sin duda alguna, acerca del nacimiento de la idea de la libertad en Grecia.
La Espa?a del fracaso
Era una forma natural de acordarme de Espa?a y del ya melanc¨®lico, resignado y esperanzado fracaso. Era la forma de situarse en aquella hermandad de una cultura que anunciaba la Espa?a del fracaso: la m¨¢s noble tal vez, la m¨¢s ¨ªntegra. La que forzosamente tuvo que fracasar, porque hab¨ªa ido m¨¢s all¨¢ de su ¨¦poca, m¨¢s all¨¢ de los tiempos. Y es que posee la historia un ritmo inexorable que condena al fracaso a todo aquello que se le adelanta o que le desborda. Fracaso en raz¨®n de su misma nobleza y de su insobornable integridad; tambi¨¦n, porque en el fracaso aparece la m¨¢xima medida del hombre, lo que el hombre tiene tan desprendido de todo mecanismo, de toda fatalidad, y que nada puede quit¨¢rselo. Lo que en el fracaso queda es algo que ya nada ni nadie pueden arrebatarnos. Y este g¨¦nero de fracaso era entonces y sigue siendo ahora la garant¨ªa de un renacer m¨¢s completo. El que adviene cada vez que un hombre ¨ªntegro vuelve a salir, al alba, al camino.
"Ser¨ªa la del alba...", dice Cervantes que era cuando Don Quijote sali¨® al camino. "Ser¨ªa", dice, con la incerteza propia del alba, del alba que cuando alguien la mira y la sigue es un alborear. No un estado de la luz, una hora fija del d¨ªa, como lo son las otras horas del d¨ªa, aun las del crep¨²sculo, cuando es largo. Y las horas, seg¨²n vienen del alba, van ganando tiempo. El alba se dir¨ªa que no lo tiene; que ese su alborerar no se lleva tiempo, no lo gasta ni lo consume; que es su aparici¨®n, que, trat¨¢ndose del tiempo, no puede darse m¨¢s que as¨ª, en una especie de labilidad como de agua a punto de derramarse. Como si el oc¨¦ano del tiempo y de la luz -del tiempo-luz- se asomara de par en par al filo del desbordarse y del retirarse. Pues, por clara que sea, el alba es siempre indecisa.
El alba da la certeza del tiempo y de la luz, y la incerteza de lo que luz y tiempo van a traer. Es la representaci¨®n m¨¢s adecuada que al hombre se le da de su propia vida, de su ser en la vida, pues que el ser del hombre tambi¨¦n siempre alborea. Ante el alba, el hombre se encuentra consigo y ante s¨ª, en ese su ir a desbordarse e ir a ocultarse, en esa su indecisa libertad semiso?ada. Y ante el alba, la suya, la del d¨ªa, se despierta yendo a su encuentro. Es su primaria, su primera y trascendental acci¨®n.
Don Quijote se pone en camino a la hora del alba. No pod¨ªa ser de otra manera en ese personaje que padece, de manera ejemplar, el sue?o de la libertad, ese sue?o que, en cierta hora, tan' incierta, se desata en el hombre.( ... )
Cervantes era as¨ª un hombre ¨ªntegro: hab¨ªa nacido enamorado. Y por eso anduvo tan perdidizo, sin errar. Un d¨ªa err¨® por insistir; al fin, hombre ¨ªntegro. Lo hab¨ªa sido siempre: hombre, var¨®n y hasta un tanto enamoradizo, a lo errante. Insisti¨® cerca, no de una imagen -que hubiera sido el mayor peligro, ya casi a la vejez, hechizarse-, sino de una realidad tangible, algo que entr¨® como la realidad misma en su mundo de ensue?o, donde la realidad m¨¢s real se hund¨ªa como en un nido. Encontr¨® as¨ª la identidad de la persona amada. Y aquella mujer, Aldonza, ten¨ªa m¨¢s realidad que ninguna de las que hab¨ªa visto y entrevisto; era arisca, irreductible, exenta; nunca se ausentaba; dir¨ªase que estaba privada de algo tan com¨²n a todos los seres y cosas como la ausencia.
No pod¨ªa ni so?ar en hacerla suya; era algo desconocido y que no sab¨ªa c¨®mo tratar; ninguna de las mujeres lo hab¨ªa sacado de su distracci¨®n, de su ensimismamiento; ninguna le hab¨ªa dado una sacudida brusca, que es el despertar del son¨¢mbulo en la semivigilia. Lo que llega en ese instante rompe el ensue?o; y aunque sea una sombra, el rumor del ala de una mosca, es real del todo.
Aquella mujer, Aldonza, nada ten¨ªa de sombra ni de alas; su risa, nada de rumor; todo era preciso, estaba, estaba siempre; m¨¢s que existir, estaba, y no hab¨ªa modo de acostumbrarse a esa presencia. Ni la mirada, ni la distracci¨®n, ni siquiera la intimidad inevitable, consegu¨ªan amansar el hecho de su estar; no hab¨ªa en ella esa docilidad de todas las presencias; aun de las pe?as y muros que acaban por adelgazarse cuando son miradoslargamente, cuando se les ha tocado. Pues sucede, sin que de ello nos demos mucha cuenta, que el ver y tocar los cuerpos los usa y los gasta, hasta los idealiza un poco; el uso de los sentidos consigue una cierta desmaterializ aci¨®n de ciertas corp¨®reas realidades. Con Aldonza no suced¨ªa as¨ª; ella segu¨ªa estando ah¨ª, con la brutalidad del hecho, sin m¨¢s, como un hecho irreductible, pues que nunca se despojaba de nada; una fiera sin caverna. Una realidad sin ese hueco del que todo lo real parece emerger.( ... )
Y as¨ª se vino a encontrar rodeado de hechos por todas partes. Se le ofreci¨® la visi¨®n de su propia vida, y sinti¨® su degradaci¨®n al verla compuesta de hechos; su vida degradada en una serie de hechos, haza?as incluidas. Hab¨ªa pasado por la vida suspendido sobre ella, y ahora se le apareci¨® algo peor que el mismo vac¨ªo: el desierto de los hechos. Y desfalleci¨® sintiendo que ten¨ªa que contarlos, sin que se le pasara ninguno; que los ten¨ªa que hacer pasar uno a uno; los ten¨ªa que hacer pasar, porque el c¨¢liz estaba m¨¢s lejos.
En el coraz¨®n, el c¨¢liz
M¨¢s lejos y m¨¢s hondo, all¨ª, en su coraz¨®n, estaba el c¨¢liz: un espacio sagrado, una palabra derramada frente al fracaso. Y hubo de beberse su amargura a solas, solo de verdad, como nunca lo hab¨ªa estado. El c¨¢liz a solas, en lugar de aquella entrevista ¨²nica con un ser ¨²nico, una mujer que ni siquiera se hab¨ªa atrevido a so?ar para no invadir con su sue?o su entera verdad; esa verdad que le estaba prometida.( ... )
Comenz¨® a percibir un movimiento que le hab¨ªa estado escondido, pues que lo hab¨ªa tenido envuelto; y ahora, fijo, lo segu¨ªa y lo pod¨ªa medir; se hizo de repente matem¨¢tico, de esa matem¨¢tica total que es la m¨²sica, la m¨²sica de los hechos que se transforman en sucesos vivientes, la m¨²sica de los n¨²meros que mueven el pensamiento, como venidos de las estrellas. Las leyes de los cielos reg¨ªan ya para ¨¦l, conduc¨ªan su historia, que comenz¨® en seguida a escribir. La escribi¨® en un abrir y cerrar de ojos, como si ella sola se escribiese. Le estaba pasando el mayor suceso de amor que hombre antes viviera. El coraz¨®n, vuelto a su sitio, se le desprend¨ªa una y otra vez, cuando entreve¨ªa aquella blanca forma, que a veces se precisaba en figura de mujer. Crey¨® que le iba a caer muerta en sus brazos; iba a abrazarla en un definitivo silencio. Pero ella hab¨ªa nacido ya suspendida, por encima de la vida y de la muerte; creerla muerta fue un espejismo de su coraz¨®n de hombre, y aun esto le fue negado; no caer¨ªa en sus brazos, ni muerta.
No era suya ni de nadie. Pero ¨¦l, s¨ª, tendr¨ªa que pasar un momento junto a ella, para atravesar el extra?o cielo donde ella respiraba y que -lo sab¨ªa yano era tampoco el suyo. No era el cielo ¨²ltimo, sino ese inalcanzable cielo que se ve desde la tierra, espejismo sin enga?o del para¨ªso; el cielo inexistente. ?l venci¨® la tentaci¨®n de sepultarlo, de llevar, como otros finos amadores llevan, el cielo sepultado en su alma, fatalmente endurecida.
El amor y la muerte aparecen siempre juntos, y para algunos que no alcanzan a disociarlos -el amor o la muerte- lo suyo es el decir: "El amor o muero". Y al fin obtiene el amor; el amor inexistente; la inexistencia de lo amado, y del amor mismo, libre de muerte. Y as¨ª le sucedi¨® a Cervantes. A punto ya de morir sin amor, se le apareci¨® al fin la imagen, la verdadera imagen del amor en su inexistencia.( ... )
Cervantes conoci¨®, pues, la inexistencia del amor: la inexistencia del amor en forma de mujer inexistente. No pod¨ªa ser suya ni de nadie; s¨®lo ten¨ªa que aparecer, que mostrarse, que ser llevada a la inexistencia del arte, lugar donde se es revelado sin ser pose¨ªdo, en un remedo humano de la comuni¨®n. El hombre puede revelar tan s¨®lo la verdad pura, en su inexistencia y en una especie de renuncia a existir tambi¨¦n ¨¦l. Y a esto ¨²ltimo Cervantes estaba acosturribrado. ?Hab¨ªa existido ¨¦l acaso? Hab¨ªa vivido y no del todo, o quiz¨¢ s¨ª, quiz¨¢ ¨¦l hab¨ªa vivido en la forma m¨¢s pura, desvivi¨¦ndose, para no entrar del todo en la muerte antes de haber nacido: "Que yo, Sancho, nac¨ª para vivir muriendo". Y la muerte, en este caso, espera.
Espera la muerte y se retira ante los que de verdad quieren nacer del todo, dispuestos a cuanto haga falta. Y les da a padecer la inexistencia: la doble inexistencia de lo amado y del que ama. "La verdad o la vida", dice ella. Y a los que eligen la verdad no les deja vivir, pero les deja el tiempo.
Cervantes hab¨ªa vivido bastante ya o, m¨¢s bien, no hab¨ªa podido vivir enteramente en momento alguno, pues que ese instante se le hab¨ªa negado: verdad y vida, vida verdadera. Le dieron tiempo, un tiempo ¨²nico; un instante, el del suceso que hubiera podido llamarse "el desprendimiento"; le dur¨® tanto como fue necesario para que lo dejara para siempre; para que ese instante tan doloroso y activo como fuego, como espada, no quedara escondido para que se abriera y de ¨¦l se derramaran los mil granos de su historia.
Enamorada
Una extra?a, doble, y ¨²nica historia: la de los hechos transformados en sucesos y la historia no escrita de la inexistencia de la verdad. 0 sea, tanto como decir: la verdadera historia de la verdad. Su coraz¨®n ayun¨® sin esfuerzo. Escrib¨ªa al alba, con la luz que precede al sol, con su silencio. No se desdijo nunca. No tuvo que corregir nada. S¨®lo una frase en la que mencionaba un lugar de La Mancha -un resumen de Espa?a o del mundo enterode cuyo nombre no quiso acordarse. Un punto oscuro, un rencoroso olvido que acusaba, bajo su propio peso, que a¨²n segu¨ªa habitando la tierra.
Al amparo de aquel olvido, yo no he querido olvidarme de un lejano y hermoso lugar: Morelia. Para no desdecirme de mi desvivir. Para acordarme, con la palabra en blanco de Cervantes, de los presentes y de los ausentes, de los que conocieron el fracaso e insistieron en el error.
Y ojal¨¢ que a esta misma hora, que bien pudiera ser la del alba, alguien pueda seguir hablando -aqu¨ª y all¨ª, o en otra parte cualquiera- acerca del nacimiento de la idea de libertad.
Mientras tanto, y una vez pronunciada la de la ofrenda -gracias-, voy a intentar seguir buscando la palabra perdida, la palabra ¨²nica, secreto del amor divino-humano. La palabra tal vez se?alada por aquellas otras palabras privilegiadas, escasamente audibles, casi como murmullo de paloma:
"Dir¨¦is que me he perdido,/ que, andando enamorada, / me hice perdidiza y fui ganada".
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