El titiritero de Madrid
La muchedumbre dominguera en el parque del Retiro se muestra tranquila y perezosa, con la resuelta vitalidad de quien goza con indolencia las horas que pasan caminando sin rumbo: el tiempo se consume como un helado que se tom distra¨ªdamente. En poco tiempo, la noche confundir¨¢ la asimetr¨ªa del jard¨ªn franc¨¦s con las aguas del estanque, y las grandes estatuas de piedra, aunque convencionales, est¨¢n llenas de misterio en su estereotipada monumentalidad. Es un momento de reposo, de pausa indolente en la realidad de un pa¨ªs que est¨¢ viviendo una transformaci¨®n radical y agitada, un crecimiento intenso, e incluso demasiado r¨¢pido. Hoy Espa?a es un modelo ejemplar de lo que sucede en Europa: un lugar donde se destaca con particular evidencia el proceso que en estos a?os ha, cambiado y est¨¢ cambiando el mundo y la concepci¨®n de ¨¦ste.Tradiciones seculares, barreras y luchas para destruirlas se deshacen como escombros sacudidos por la excavadora, y desaparecen muchas definiciones, y par¨¢metros culturales de antigua data resultan completamente inadecuados para un cambio r¨¢pido y capilar que se opone a esquemas ideol¨®gicos. Caen cadenas y tab¨²es al mismo tiempo que valores y verdades; la libertad y la emancipaci¨®n, accesibles a sectores cada vez m¨¢s amplios, se extienden junto a un retrato tenaz, y una euforia de progreso y desarrollo se mezcla con un sentimiento de temor por la r¨¢pida p¨¦rdida de memoria hist¨®rica. La iniciativa econ¨®mica crea posibilidades, hasta ahora desconocidas, de autonom¨ªa y dignidad individual, aunque el yuppie rampante parece no haber dejado sitio ni para Don Quijote ni para Sancho Panza.
Si nuestra etapa posmoderna es este c¨®ctel de progreso y desencanto, hoy Espa?a es un estimulante e inquietante concentrado de ¨¦ste; una renovaci¨®n apremiante que rompe muchas cadenas y adem¨¢s parece querer desprenderse no s¨®lo del pasado, interrumpiendo la continuidad hist¨®rica, sino tambi¨¦n de las ¨²ltimas cosas. En este sentido, Espa?a es hoy un teatro del mundo, un coraz¨®n de Occidente y de su futuro que late. Esta mezcla de pertinaz y anticuado pasado en liquidaci¨®n y de presente ef¨ªmero y vital hacen de Espa?a un pa¨ªs comprometido y agobiante, donde el viajero, como Don Quijote, a menudo no ve lo que espera ver al contemplar la realidad, y se encuentra con el cambiante discurso de una marcada secularizaci¨®n, sin que se pierda el encanto y la verdad inmutable de los libros de caballer¨ªa.
El orden del mundo, dice la inscripci¨®n en el frontispicio del Prado, incluye tambi¨¦n la iron¨ªa, y la iron¨ªa es la de la historia contempor¨¢nea, que abre horizontes cada vez m¨¢s amplios, pero que tambi¨¦n se anula e invalida sin tregua. Espa?a, con su guerra civil, ha sido un s¨ªmbolo de las grandes confrontaciones ideol¨®gicas, de las opciones pol¨ªticas -como la existente entre fascismo y antifascismo-, basadas en ideales vividos como valores absolutos, en visiones globales del mundo, en la lucha entre el bien y el mal. Hoy, a veces, se tiene la impresi¨®n de que aquella guerra podr¨ªa incluso no haber tenido lugar o terminado de otra manera, y que las cosas, en este caso, podr¨ªan tal vez no ser tan distintas de lo que son. Naturalmente, esta sensaci¨®n de irrealidad de la historia -que, en cambio, est¨¢ hecha de carne y hueso, de l¨¢grimas y sangre, de individuos concretos y fes concretas por las cuales ellos lucharon, vivieron y murieron- es una tentaci¨®n intelectual y moral, una enga?osa seducci¨®n de los engranajes y mecanismos sociales que tienden a alejar a los hombres de las preguntas sobre su significado y de la confianza de poderlos cambiar. La odisea en el desencanto, nuestro viaje cotidiano en la realidad, depende de la capacidad de resistir estas sirenas del desencanto, de escuchar sus canciones sin taparse los o¨ªdos y reconocer tambi¨¦n cu¨¢nto hay de cierto en ellas, qu¨¦ aspectos de nuestro ciclo hist¨®rico nos dicen y revelan sin ceder servilmente al halago, sin creer que aquella verdad es definitiva y total, que ya no existen cosas ni preguntas ¨²ltimas.
Por lo dem¨¢s, es precisamente en los momentos de transformaci¨®n global cuando la realidad se deshace y rehace como los decorados en el teatro para un nuevo espect¨¢culo; cuando renacen, entre la polvareda del cambio, las grandes interrogantes sobre el sentido y la insensatez de vivir: la indestructible metaf¨ªsica impresa en nuestro c¨®digo gen¨¦tico. Los caballeros errantes nunca han sido tan intr¨¦pidos y reales como cuando Don Quijote confundi¨® los molinos de viento con gigantes; el yelmo de Mambrino nunca brill¨® con tanto esplendor como cuando el Hidalgo de La Mancha lo ve¨ªa en una bac¨ªa de barbero. No conf¨ªa en el valor quien tiene nostalgia de lo antiguo y confunde lo eterno con el pasado, ni quien se refugia en pat¨¦ticas y ¨¢ridas soledades anticuadas y aristocr¨¢ticas. S¨®lo lo hace quien acepta con humildad mezclarse en la gran confusi¨®n cotidiana -el cambio de todas las cosas relativas, de costumbres y jerarqu¨ªas-, porque aprende a reconocer y respetar la dignidad de los hombres, incluso cuando se le presenta con aspectos y formas a las que no est¨¢ acostumbrado y que tambi¨¦n lo pueden alejar o trastornar. El terreno para un buen combate, como pide el ap¨®stol, no es ning¨²n sitio id¨ªlico abandonado por la historia por su violencia y su carnaval, sino el lugar expuesto en primera l¨ªnea al devenir. Los pa¨ªses m¨¢s vivos, donde hay m¨¢s peligros y posibilidad de salvaci¨®n, se asemejan a aquel mundo profetizado por Goethe en el grandioso segundo Fausto, que no gustaba a Croce porque le parec¨ªa impo¨¦tico y sofisticado; un mundo incluso artificial y enga?oso, sacudido por violentas transformaciones, tal vez ficticio como el desfile por una pasarela, pero siempre escenario de la humildad y su destino, de la apuesta entre el Se?or y Mefist¨®feles, de la lucha por la salvaci¨®n.
Si Madrid es una metr¨®poli, es decir, un escenario del gran mundo, como lo llamaba Fausto, esta tarde, en el parque del Retiro, se presenta un teatrillo m¨¢s modesto, m¨¢s encantador. Al aire libre, ante un p¨²blico no s¨®lo de ni?os, pero donde ¨¦stos son mayor¨ªa, tres marionetas ejecutan un concierto: una toca la flauta; otra, el viol¨ªn, y la tercera, el piano. La m¨²sica, una sonata del siglo XVIII, proviene de una casete o un disco escondido entre los trastos. Los m¨²sicos, manejados por tres extraordinarios titiriteros, realizan los movimientos en perfecta sincronizaci¨®n con los sonidos que ellos parecen producir. Las marionetas, con un poco m¨¢s de 50 cent¨ªmetros de altura, tienen chaquetas de color rojo oscuro con botones de plata, llevan espad¨ªn y una peluca empolvada muy sencilla, calzan escarpines con hebillas. Su cara exhibe rasgos marcados: gran nariz rapaz y espesas cejas negras; boca ¨¢vida, que se tuerce en una mueca grotesca y dolorosa; mirada oblicua al rostro. El pianista sacude la cabeza con sobresaltos arrogantes; el flautista, cuando aparta el instrumento de sus labios, mira ansioso a los dem¨¢s; el violinista, con la cabeza inclinada y los ojos entreabiertos, est¨¢ completamente absorto, perdido en una realidad inalcanzable, donde el misterio de las cosas inanimadas e insondables parece confundirse con el misterio del coraz¨®n y de la m¨²sica. No se ven los hilos que mueven las marionetas, y los tres titiriteros que las dominan tiran de ellos delante de todos como si no existieran; nadie les vigila, todos miran s¨®lo a los tres m¨²sicos, a la melancol¨ªa y el dolor
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El titiritero de Madrid
Viene de la p¨¢gina anteriorcon que ellos, al igual que los personajes de los cuentos de Hoffmann, acompasan el encanto de la m¨²sica.
Los personajes de Hoffmann, a los que su pasi¨®n por la in¨²sicaha destrozado, en general la ejecutan mal, con estridentes disonancias, y tambi¨¦n a menudo, equivoc¨¢ndose en el tiempo, como el abogado Musevius, quien, en los cuartetos, termina casi siempre un poco antes o un poco tarde: el suyo es un amor desgraciado por el arte que no es correspondido. La m¨²sica que el disco difunde bajo estos ¨¢rboles es, en cambio, una ex celente ejecuci¨®n, aunque los tres m¨²sicos muestran, a tra v¨¦s de gestos y del rostro, que tambi¨¦n ellos parecen animar se y cambiar de expresi¨®n: un dolor profundo y angustioso, como si esas notas despertaran en el coraz¨®n el sentimiento de todo lo que se a?ora, incluso, y a pesar de todo, la conciencia de no poderlo expresar, de no poder llegar a otro coraz¨®n. Sus gestos y movimientos, con un m¨ªnimo de dureza mec¨¢nica que ni siquiera la habilidad del titiritero logra eliminar por completo, se convierten en la rigidez del decoro y la dignidad, el pathos de la conducta que trata de contener y ocultar la ca¨®tica turbaci¨®n de los sentimientos.
El p¨²blico -entre el cual circula, para recaudar fondos para el espect¨¢culo, un comefuego disfrazado de Pinocho, un hombrach¨®n con enorme barba roja, la que, agrand¨¢ndose, le llega hasta la cintura- mira y escucha encantado. Tal vez esta tarde alguno de esos ni?os aprenda para siempre que en todo amor por el arte hay por lo menos algo de pasi¨®n, no del todo correspondida, y que esa creencia es una prueba de su verdad: el amor, se ha dicho, es todo aquello que no se tiene. Pero la tarde cae agradablemente, los tres ejecutantes desaparecenen el teatrillo junto con un gato negro que los sigue con curiosidad. M¨¢s all¨¢ del parque se ven las luces de la metr¨®poli, pero los j¨®venes y ni?os, indiferentes a ese gran teatro del mundo, recorren las alamedas m¨¢s fascinados por las marionetas que por los titiriteros de nuestros destinos, pero tampoco muy impresionados por aquellos m¨²sicos de madera y dispuestos, tal vez, a recordar esa lecci¨®n de melancol¨ªa.
Traducci¨®n: C. Scavino.
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