El santo humilde
No es san Isidro uno de esos santos aureolados por la leyenda m¨¢s o menos dorada, por el prestigio de los grandes acontecimientos que coronan una vida de esplendor y milagros. El patrono madrile?o pertenece a la tradici¨®n popular y se ensambla en la imaginer¨ªa de los santos rurales, de los santos que en el sudor y el trabajo alcanzaron la gloria de la beatitud y de la bondad ilimitada. Un santo humilde, cotidiano, que -a lo largo de su vida, en aquel Madrid de finales del siglo XI y comienzos del XII- cumpli¨® sus labores de pocero y labrador, perdido como uno m¨¢s entre la gente madrugadora.En ¨¦l, en su imagen siempre representada con una suerte de determinaci¨®n realista, con una apariencia de apacible costumbrismo, tan lejana a las exaltaciones m¨¢s emblem¨¢ticas del santoral, es f¨¢cil rescatar -por la l¨ªnea mediadora y simb¨®lica de todo lo que sugiere y muestra- algo de aquel mundo, donde ¨¦l protagonizaba el destino m¨¢s com¨²n, m¨¢s colectivo y modesto, entre la concurrencia de sus vecinos.
Un mundo poco propicio para llegarnos en la enaltecida prosa de las cr¨®nicas, de los recuentos hist¨®ricos de los nobles amanuenses, donde las grandes palabras y los grandes hechos suelen orillar las limitadas efem¨¦rides de las vidas menores que son las aut¨¦nticas de cada d¨ªa, las que encierran las verdades y los sentimientos an¨®nimos en el rostro oculto de la historia, las que provienen de las voces diarias y de los sucesos de la vecindad. Ese pundo presentido, como realidad municipal estricta y vigorosa, en las mismas p¨¢ginas del fuero madrile?o de 1145, donde la figura del vecino adquiere la solvencia de una especie de ciudadan¨ªa natural y no menos simb¨®lica, que ata la memoria de la ciudad -de esta que ahora vivimos- a aquel espacio originario de quienes, con su adscripci¨®n, nos precedieron.
El santo humilde era uno de aquellos vecinos hacendosos, uno m¨¢s entre los que araban la tierra en las riberas del Manzanares, frente a la Huerta de la Vega. Y a los madrile?os nos cabe la honra de vernos representados, bajo los auspicios del patronazgo y la santidad -que son valores de la tradici¨®n en nada ajenos a la mitolog¨ªa popular- en esa figura que desde la vida -m¨¢s all¨¢ de la leyenda- nos devuelve una mirada de la realidad de otros tiempos lejanos, originarios, donde el buen labrador preparaba la tierra para la cosecha.
En lo originario, en lo primordial, hay siempre un barniz de inocencia. Es bueno heredar, con nuestro santo, la parte de inocencia y de bondad que debiera correspondernos en estos tiempos m¨¢s duros, m¨¢s complejos, cuando la ciudad ya tiene sin remedio todos los surcos asfaltados.
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