Ley y orden
CON LA lentitud que parece ser el sello de su mandato hasta el momento, el presidente Bush se ha decidido por fin esta semana a hacer p¨²blico un paquete de medidas para combatir el crimen en EE UU. Se va a gastar 1.000 millones de d¨®lares en construir m¨¢s c¨¢rceles, va a contratar a m¨¢s agentes para combatir al cnimen organizado y al narcotr¨¢fico y se dispone a pedir que se extienda la aplicaci¨®n de la pena de muerte a nuevos supuestos. El plan supone dar una de cal y otra de arena. Y no porque la actitud de Washington frente al crimen sea tibia, sino porque a las indecisiones de un presidente conservador se a?aden dos curiosas normas de comportamiento social.Existe en el pa¨ªs una corriente moral -nacida de un r¨ªgido luteranismo- que es espina dorsal de su sociedad. En torno a ella funciona un c¨®digo de conducta que tiene un alto componente de hipocres¨ªa. Este elemento justific¨® en su tiempo la ley seca, que, pretendiendo dejar al pa¨ªs sin alcohol, aliment¨® el desarrollo del crimen organizado. Esta misma concepci¨®n determina hoy la lucha contra el narcotr¨¢fico, una batalla que se pierde a diario, a pesar del despilfarro de cuantiosos fondos, cuando una mayor flexibilidad oficial deber¨ªa destinarlos a campa?as m¨¢s ¨²tiles contra el verdadero mal: el consumo.
Hay, por otra parte, un genuino esp¨ªritu de frontera que justifica la costumbre -protegida constitucionalmente- de ir armado frente a un medio supuestamente hostil. "Las pistolas no matan, lo hacen quienes las disparan" es un sofisma profundamente enraizado en la mentalidad estadounidense, y la Asociaci¨®n Nacional del Rifle es uno de los lobbies m¨¢s poderosos del pa¨ªs. El propio Bush pertenece a ¨¦l. Por ello no sorprende que, en medio de un endurecimiento indiscriminado de la lucha contra todo tipo de crimen, el trato que se da al manejo de las armas resulte absolutamente irrisorio y la multiplicaci¨®n de la lucha contra el narcotr¨¢fico no augure otra cosa que la multiplicaci¨®n de la ineficacia.
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