Los brit¨¢nicos y Europa
El nacionalismo instintivo de la se?ora Thatcher, manifestado en toda una serie de declaraciones a partir de su discurso de Brujas el pasado septiembre, unido al nuevo ¨ªmpetu de la Europa de los doce, da la impresi¨®n de haber vuelto a colocar el tema europeo en el centro de la pol¨ªtica brit¨¢nica. En los a?os setenta, este tema desempe?¨® un papel preponderante, aunque en cierto modo soterrado, en la evoluci¨®n de la pol¨ªtica brit¨¢nica.M¨¢s que cualquier otro, provoc¨® las fisuras que acabaron con la coalici¨®n gobernante de centro-izquierda (coalici¨®n de individuos e ideolog¨ªas, aunque de un solo partido), que hab¨ªa permitido a Harold Wilson ganar cuatro de cinco elecciones generales. En aquel momento, para la derecha era un tema mucho m¨¢s f¨¢cil. Edward Heath hab¨ªa situado al Partido Conservador en una l¨ªnea claramente europe¨ªsta, e incluso aquellos de sus miembros para quienes el supranacionalismo carec¨ªa de atractivo pensaron que quiz¨¢ Bruselas podr¨ªa al menos salvarles de los estragos de un socialismo insular, reflejo del punto de vista que hizo tan chovinista a la izquierda laborista.
El final de la presente d¨¦cada sugiere que estas posiciones se han invertido. Habiendo quedado fuera de las responsabilidades de gobierno en 1979, el Partido Laborista se sumi¨® a¨²n m¨¢s en el aislacionismo y acab¨® pagando un alto precio por ello en las elecciones de 1983 y uno algo menor en las de 1987. Esto se debi¨® a que el talante popular sobre el tema europeo combina una considerable falta de entusiasmo con el temor instintivo a la soledad que conlleva salirse de Europa, especialmente bajo l¨ªderes cuya competencia y experiencia no inspiran confianza. As¨ª pudo verse en los resultados del refer¨¦ndum de 1975, en el que la opci¨®n de permanecer en la Comunidad gan¨® por dos a uno. Lo que es m¨¢s, cada vez que el tema salga a relucir, volver¨¢ a ocurrir lo mismo. Por esta raz¨®n, el Partido Laborista intenta retractarse de su antieuropeismo. A ello le ayuda su impresi¨®n de que en Bruselas hay m¨¢s respeto por los sindicatos y por la legislaci¨®n social que el que existe en Downing Street.
Por otra parte, la mayor¨ªa del Partido Conservador se ha desprendido del entusiasmo europeo heredado de Heath. Instalado en el h¨¢bito de ganar elecciones, ya no quiere ser protegido contra el socialismo desde el exterior. Ha vuelto a creer que las cosas se organizan mejor en Londres que en Bruselas, y esta renovada desconfianza ha coincidido con un nuevo ¨ªmpetu europeo, tan fuerte como, hasta hace poco, inesperado. El choque de esta oleada europe¨ªsta con la obstinaci¨®n de la se?ora Thatcher -expresada en Brujas y otros lugares- de que "hasta aqu¨ª hemos llegado y no iremos m¨¢s all¨¢" en el fomento de la idea europea introducir¨¢ probablemente en la pol¨ªtica brit¨¢nica una nueva turbulencia, comparable a la de la d¨¦cada de los setenta, pero referida ahora a la derecha y no a la izquierda.
Es dificil exagerar la transformaci¨®n ocurrida en el panorama europeo en los ¨²ltimos tres a?os. En 1985 exist¨ªa la impresi¨®n generalizada de que la Comunidad Europea (que no hab¨ªa conseguido apuntarse tanto alguno desde que, seis a?os antes, se?alara el camino que deb¨ªa seguir el Sistema Monetario Europeo) estaba atascada en una interminable y est¨¦ril disputa presupuestaria y hab¨ªa perdido su dinamismo y su idealismo. Exist¨ªa el temor de que la ampliaci¨®n a 12, con el inminente ingreso de Espa?a y Portugal, debilitar¨ªa a¨²n m¨¢s el proceso de toma de decisiones, en forma s¨®lo comparable al debilitamiento que sigui¨® a la primera ampliaci¨®n de seis a nueve miembros en 1973.
Hubo quien lleg¨® a afirmar que la Comunidad se deshar¨ªa, un peligro en el que nunca cre¨ª. El entramado de intereses se hab¨ªa hecho demasiado s¨®lido. En realidad, el peligro estaba en el estancamiento y no en la desintegraci¨®n: parec¨ªa m¨¢s que probable que la Comunidad siguiera el camino de indiferencia a que la hab¨ªan reducido, a principio de la d¨¦cada de los ochenta, extenuantes disputas y mezquinos horizontes.
Pues no fue as¨ª. Se subestimaba el decidido compromiso europeo de los dos pa¨ªses ib¨¦ricos, que super¨® con creces al demostrado por el Reino Unido y Dinamarca -aunque no al de Irlanda- despu¨¦s de 1973. Tampoco se tuvo en cuenta que la ratificaci¨®n del Acta ?nica en 1986, que supuso un apreciable retorno del voto mayoritario cualificado, reforz¨® el proceso de toma de decisiones m¨¢s de lo que fuera capaz de debilitarlo el incremento del n¨²mero de miembros. Pero, sobre todo, aquella presunta indiferencia nunca tuvo en cuenta el entusiasmo que ser¨ªa capaz de suscitar la idea de 1992 en las colectividades financieras y en los Gobiernos.
Es probable que este renacimiento del af¨¢n europeo haya sido suficiente para que la Comunidad supere un punto cr¨ªtico, de tal modo que, por primera vez en m¨¢s de 20 a?os, le resulte de pronto m¨¢s sencillo seguir adelante que frenar. Antes, desde que el espectacular despegue de la CE en los primeros a?os quedara violentamente interrumpido con la disputa entre el general De Gaulle y el presidente de la Comisi¨®n, Walter Hallstein -"el Emperador" y "el Papa", como se les denominaba a veces-, la fuerza de la inercia en Europa hab¨ªa sido m¨¢s potente que la del movimiento. En ocasiones, se consiguieron cosas, como crear el Sistema Monetario Europeo (SME), pero siempre fue tarea dura, contra corriente, que requiri¨® una mezcla de obstinaci¨®n y suerte. Ahora se ha producido un cambio cualitativo, gracias al cual, de repente, se ha hecho posible obtener un apoyo entusiasta e influyente no s¨®lo para un objetivo inmediato,sino para el posterior. As¨ª, tan pronto como se ha visto que es probable que en 199.2 haya un mercado ¨²nico, se ha se?alado que ¨¦ste no tendr¨ªa mucho sentido sin tipos de cambio internos estables y sin una pol¨ªtica monetaria com¨²n. Como resultado de ello, en el horizonte de lo posible han aparecido un Banco Central Europeo y, despu¨¦s, una moneda com¨²n.
El edicto de Brujas de la se?ora Thatcher no irivalida en forma alguna estas verdades. M¨¢s bien las resalta: hasta hace bien poco la se?ora Thatcher no habr¨ªa considerado siquiera necesario darle a Europa un frenazo tan brutal. En efiecto, para que valga la pena freriar algo, es necesario que exista un impulso previo que se quiera detener. Sin esta premisa, el discurso de Brujas no habr¨ªa despertado tanta atenci¨®n. Pero ahora, debido a la fuerza de La corriente en sentido inverso, ha suscitado un nuevo y fundamental tema (o, mejor dicho, un nuevo aspecto de un viejo tema) en la pol¨ªtica brit¨¢nica y, especialmente, en la pol¨ªtica interna del Partido Conservador, ese detentador aparentemente perenne del poder.
No es ninguna novedad que los asuntos monetarios internacionales tienen una gran trascendencia pol¨ªtica; esto es especialmente cierto en el caso de nuestro,s acuerdos inonetarios europeos. El SME empez¨® por hacer tambalearse en 1978 al Gobierno italiano de Andreotti,
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que estaba dividido entre lo que consideraba sus ventajas pol¨ªticas y los riesgos econ¨®micos que comportaba la adhesi¨®n. Decidi¨® arriesgarse, y el resultado en 10 a?os ha sido enganchar a la econom¨ªa italiana (al menos las zonas norte y centro del pa¨ªs) al n¨²cleo franco-alem¨¢n de Europa con mucha mayor firmeza de lo que hubiera podido ser en caso contrario. De este modo se evit¨® una Europa de dos velocidades, al menos a los dos lados de una divisoria Norte / Sur.
En Francia, las consecuencias pol¨ªticas llegaron m¨¢s tarde, pero tuvieron cuando menos la misma trascendencia. En 1983, las cuestiones monetarias enfrentaron al primer Gobierno de Mitterrand con una clara disyuntiva: continuar con su pol¨ªtica doctrinaria de los dos primeros a?os o seguir participando en el SME, manteni¨¦ndose fiel a Europa y a su alianza con la RFA. No pod¨ªa seguir haciendo ambas cosas. Con un suspiro de alivio, rechaz¨® la doctrina, que ten¨ªa a la econom¨ªa semisitiada y compromet¨ªa el prestigio de Francia, y opt¨® firmemente por Europa. De haber elegido lo contrario, la evoluci¨®n de la pol¨ªtica francesa durante los ¨²ltimos seis a?os habr¨ªa sido completa mente distinta. El Reino Unido consider¨® que las complicaciones pol¨ªticas del SME pod¨ªan evitarse mediante el simple m¨¦todo de mantenerse fuera del mecanismo de los tipos de cambio. Al principio, y con un intervalo de apenas seis meses, el se?or Callaghan y la se?ora That-cher me explicaron, en la misma habitaci¨®n por cierto, por qu¨¦ cada uno de ellos consideraba que era preciso mantenerse al margen. Callaghan dijo que era porque tem¨ªa verse atrapado por un tipo de cambio demasiado elevado, lo que le impedir¨ªa luchar contra el desempleo. Thatcher declar¨® que era porque te m¨ªa verse atrapada por un tipo demasiado bajo, lo que le impedir¨ªa luchar contra la inflaci¨®n. Y de este modo, el Reino Unido, bajo la ¨¦gida consecutiva de ambos, disfrut¨® durante varios a?os de una combinaci¨®n de desempleo e inflaci¨®n mayor que la de cualquier otro miembro de la Comunidad, aunque por lo menos pudimos seguir siendo fieles a nuestra tradici¨®n de semiaislamiento.
Ahora, sin embargo, el impacto pol¨ªtico del choque entre el nuevo impulso europeo y la firme determinaci¨®n de la se?ora Thatcher de ponerle un l¨ªmite me parece tener mayor incidencia en el Reino Unido que en cualquier otro pa¨ªs. La cuesti¨®n que se plantea es si en el terreno financiero, que tiene por supuesto gran importancia pr¨¢ctica para el Reino Unido, vamos a repetir el error que hemos cometido ya tres veces desde la guerra. En 1951 nos quedamos fuera de la Comunidad del Carb¨®n y el Acero. En 1957 nos quedamos fuera de la Comunidad Europea. En 1978 nos quedamos fuera de la secci¨®n operativa del Sistema Monetario. Pero si hemos sido opositores constantes, nuestra negativa nunca ha sido permanente: a ¨²ltima hora cambiamos nuestra decisi¨®n de no unirnos a las dos primeras instituciones. Y, en cuanto a la tercera, nos hemos comprometido a sumarnos a ella cuando llegue el momento y, aunque ese momento parece irse posponiendo de forma indefinida, debemos suponer que la intenci¨®n est¨¢ planteada de buena fe y que alguna vez se llevar¨¢ a cabo.
Por tanto, no tenemos por costumbre nacional echar a andar en solitario y seguir haci¨¦ndolo contra viento y marea. Antes bien, nos colocamos en el and¨¦n y hacemos gestos m¨¢s o menos benevolentes de despedida al tren cuando arranca; entonces decidimos que deber¨ªamos estar a bordo y salimos corriendo, con la esperanza de alcanzarlo cuando se detenga en una se?al o en una estaci¨®n. Este h¨¢bito no contribuye al bienestar nacional ni al ensalzamiento de la dignidad. En t¨¦rminos pr¨¢cticos, garantiza que nunca desempe?amos un papel eficaz en la configuraci¨®n de instituciones a las que luego acabamos adhiri¨¦ndonos. Si hubi¨¦ramos estado presentes cuando arranc¨® la Comunidad Europea, por ejemplo, casi con toda seguridad habr¨ªamos sido capaces de poder alterar la pol¨ªtica agr¨ªcola comunitaria y ahora no nos quejar¨ªamos tanto de su falta de resultados.
Por consiguiente, ser¨ªa muy triste que repiti¨¦ramos el mismo ejercicio por cuarta vez. A mi modo de ver, en esta ocasi¨®n ser¨ªa a¨²n m¨¢s perjudicial para los intereses brit¨¢nicos. Si nos mantenemos fuera del proceso de constituci¨®n de un banco europeo central y del establecimiento de una moneda com¨²n, sufriremos tres consecuencias inevitables.
Primero, haremos inevitable que el liderazgo de Europa siga siendo casi exclusivamente franco-alem¨¢n. Segundo, haremos que sea inevitable una Europa a dos velocidades, y la ¨²nica inc¨®gnita ser¨¢ la de cu¨¢ntos reinolones se pondr¨¢n en la cola con nosotros. Tercero, hasta llegar¨¢ a peligrar la aparente invulnerabilidad de la preen-iinencia financiera de la City de Londres.
Me resulta dificil creer que, incluso contando con su gran autoridad, se permita que la se?ora Thatcher encamine al Reino Unido hacia un rumbo solitario y tambaleante en las postrimer¨ªas de este siglo, cuando es casi inconcebible que para entonces permanezca al tim¨®n de la nave. Su honradez le impide simular un esp¨ªritu europeo que no tiene o respetar unas instituciones europeas dirigidas en su mayor¨ªa por extranjeros que no son norteamericanos. Pero estos prejuicios pueden ser causa de muchos problemas en el futuro.
Traducci¨®n: M. Lafuente.
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