Autores y editores, y el diablo verdadero
Con l¨¢grimas en los ojos, el gran editor Siegfried Unseld, director durante d¨¦cadas de Shurkamp, no tuvo m¨¢s remedio al empezar su conocido libro sobre las relaciones entre autores y editores que citar la cruel frase de Goethe, furioso contra los libreros -que entonces eran los editores- de su tiempo: "Todos los libreros son hijos del diablo y para ellos tiene que haber un infierno especial". La frase no tiene desperdicio y es c¨¦lebre por su contundencia, pero tambi¨¦n resulta demasiado simple para ser de las mejores del gran genio de Weimar, que en esta ocasi¨®n descendi¨® demasiado bajo de su Olimpo. Pues en verdad, cuando se trata el tema de las relaciones entre escritores y editores se suele caer con excesiva frecuencia en un manique¨ªsmo a todas luces insuficiente.En efecto, los antiguos dualismos religioso-metaf¨ªsicos, los del Bien y el Mal, Dios y el Diablo, Cuerpo y Alma, Materia y Esp¨ªritu, que tanto juego y tanta guerra han dado a lo largo de los siglos, han venido a exacerbarse en la cultura del capitalismo avanzado, donde la competencia salvaje y desencadenada libera a los viejos fantasmas de sus tradicionales cadenas. Y as¨ª, si antes se sol¨ªa considerar al escritor como el representante del bien supremo, y al editor como el del mal necesario, ahora las cosas no est¨¢n tan claras, y es muy posible que todo tienda a confundirse en el altar -antes holocausto- del dinero y las listas de ¨¦xitos de venta.
Pues, en teor¨ªa, todo es muy sencillo: autor y editor quieren lo mismo, vender sus libros. Los problemas aparecen en la pr¨¢ctica cuando los criterios se confrontan. El autor quiere imponerse al mercado, y cuanto m¨¢s autor es con las menores concesiones posibles. El editor -que no es el creador, con lo que suele sentirse menos comprometido con la obra que f¨¢brica- desea sobre todo vender sus productos y cuanto m¨¢s mejor, sin pararse demasiado en barras.
Cuando un escritor vende, el editor le tratar¨¢ siempre con sus mejores maneras. Pero en el caso contrario todo se viene abajo, y el autor siempre se convertir¨¢ en un pozo de recriminaciones, se sentir¨¢ maltratado y postergado, y por lo general acusar¨¢ a su editor de su falta de ¨¦xito p¨²blico. ?mile Zola aprendi¨® en Hachette las t¨¦cnicas del mercado y de la publicidad, pero las utiliz¨® en su propio servicio. Robert Walser -cuenta Unseld- apenas vend¨ªa cutro o cinco ejemplares de sus libros, y Franz Kafka no lleg¨® a vender dos o tres centenares de sus tres peque?os folletos que public¨® en vida. Y, sin embargo, encontraron editores que creyeron en ellos, publicaron sus obras y al final ganaron la batalla. Las cosas, por tanto, no est¨¢n tan claras. A los antiguos mecenas sucedieron los impresores, de la misma manera que Gutenberg arras¨® con los monjes copistas. Entonces se dijo que se hab¨ªa acabado la ¨¦poca del libro bello. Pero tambi¨¦n se dijo lo mismo en el XIX, cuando aparecieron las prensas r¨¢pidas y las linotipias. Mac Luhan, que en paz descanse, vaticin¨® despu¨¦s la muerte del libro para 1980, y ya vemos lo que ha sucedido. La industria editorial es fr¨¢gil, tiene los pies de barro, pero crece sin parar.
Ap¨®stoles
La industria editorial espa?ola goza de una gran tradici¨®n y sigue a flote en medio de toda suerte de huracanes. Hoy se publica m¨¢s que nunca, y por tanto es m¨¢s f¨¢cil publicar que antes. En la primera posguerra hubo ap¨®stoles y premios heroicos, como los de Destino o la obra de Jos¨¦ Jan¨¦s, Luis de Caralt, Aguilar y as¨ª sucesivamente. Luego vino Jos¨¦ Manuel Lara, dotado de mayor sentido comercial, y arras¨® con Planeta. Carlos Barral dejar¨ªa su huella y Jaime Salinas la suya, y al final llegaron Jorge Herralde, Beatriz de Moura y as¨ª sucesivamente.
Cada editor, cuando de verdad lo es, crea su estilo, su imagen, y hasta a sus escritores, o al menos los nuclea y articula. A Juan Benet, por ejemplo, le cost¨® Dios y ayuda publicar Volver¨¢s a Regi¨®n y luego se pele¨® con quien lo edit¨®, y sufri¨® lo suyo antes de desembocar en Alfaguara. Pero antes declaraba que el mejor editor que hab¨ªa tenido hab¨ªa sido Lara con El aire de un crimen: "Es un caballero", dijo uno de nuestros autores m¨¢s dif¨ªciles y minoritarios, hoy ya en las listas de libros m¨¢s vendidos. Sin Alfaguara no hubiera habido escuela leonesa, entre otras cosas, y sin Anagrama no hubiera resucitado ?lvaro Pombo o Javier Tomeo, ni Mendicutti hubiera triunfado sin Tusquets, y sin Seix Barral nos hubi¨¦semos quedado sin Antonio Mu?oz Molina.
En fin, que el verdadero diablo no es el editor, ni el bueno es siempre el autor, que sigue pendiente el contrato tipo de edici¨®n, fuente de discusiones, y que frente al predominio de los vendedores los autores se refugian en manos de una nueva figura, la del agente literario, y aqu¨ª quien manda ya es Carmen Balcells. El verdadero diablo es la incultura, la falta de lectores, y en ese combate est¨¢n todos comprometidos en el mismo bando, aunque a veces aparezcan tan enfrentados entre s¨ª.
Babelia
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