Monolitos
En Francia hace d¨ªas que est¨¢n como ni?os con zapatos nuevos. El bicentenario de la Revoluci¨®n ha llenado los escaparates de banderas, y hasta los besos de las francesas son tricolores. En todas partes hay listillos que saben extraer de la historia el entusiasmo que el presente pone en duda. Ahora que las guerras y las masacres parecen patrimonio exclusivo de los gamberros de la tierra, la Europa fina y selecta se vuelca en los cumplea?os rimbombantes. Al fin y al cabo no hay mercanc¨ªa m¨¢s vers¨¢til que el pasado. Se le rescata del museo de los horrores, se decanta la sangre y la vileza, se le barniza con palabras de purpurina y se sirve envuelto en banderas de celof¨¢n. De cuando en cuando la vieja Europa, cuando le coge el mono de grandezas, se encierra en el retrete para inyectarse una papelina de historia destilada. As¨ª vamos tirando, con el bricolaje del orgullo nacional y una difusa sensaci¨®n de patriotismo para tomar a cucharadas.Pero la fastuosidad parisiense del bicentenario tiene su continuidad silenciosa en esos pueblos siempre desiertos y limpios de la Francia profunda. Ah¨ª, suele encontrarse siempre un peque?o monolito culminado a veces por una insignia, otras por un gallo galo. En esos monolitos est¨¢ la letra peque?a de todas las fanfarrias nacionales. Nombres de ciudadanos j¨®venes que cayeron en las trincheras de Verd¨²n, en la l¨ªnea Maginot o bajo el cielo de Dien-Bien-Fu y que llevan a preguntarse cu¨¢ntos muertos deber¨¢n ser necesarios para que los gobernantes puedan mirarse satisfechos en el espejo del tiempo. En el fondo de todos los nacionalismos de Estado hay una muerte excesiva que se oculta tras el flamear de las banderas de seda- Y esos monumentos notariales donde se conserva el nombre de tantas familias quebradas son los remaches que atornillan las naciones a la piel del planeta. La historia de Europa ha sido muy cruel con sus ciudadanos. Tanto, que celebrarla equivale a celebrar que a¨²n sobrevivimos.
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