El exilio espa?ol del 39 en Chile
Era un viejo barco de carga. No obstante el nombre canadiense, el Winnipeg era franc¨¦s. El Servicio para la Evacuaci¨®n de Refugiados Espa?oles (SERE) lo compr¨® para cumplir el destino a que Neruda, c¨®nsul encargado de la inmigraci¨®n espa?ola en Par¨ªs, se hab¨ªa comprometido: "...cumplir la m¨¢s noble misi¨®n que he ejercido en mi vida: la de sacar espa?oles de sus prisiones y enviarlos a mi patria".Sin otra garant¨ªa que su promesa, llegu¨¦ a Burdeos y de all¨ª al muelle de Trompe Loup, en La Pallice, en el que estaba el Winnipeg atracado.
Al subir al barco, mi hija Elena, que cumplir¨ªa dos a?os frente a las costas chilenas, comenz¨® a expectorar un ruidoso ataque de tos ferina. Detenido, con ella en brazos, en la mitad de la escala, interrogu¨¦ con la vista, angustiado, al m¨¦dico de bata blanca que custodiaba el acceso. "Sigue, sigue", me dijo. "Todos los ni?os que han subido traen tambi¨¦n la tos ferina".
Con la primera ojeada me di cuenta del panorama, al que, por cierto, no cab¨ªa hacer remilgos. El viejo barco, con acomodaciones en tiempos normales para 10 o 12 pasajeros, hab¨ªa sido transformado para alojar m¨¢s de 2.000. En las bodegas se adosaron apoyos para tender series de literas, con los espacios tan reducidos que apenas permit¨ªan levantar la cabeza al pasajero acostado. El calor de agosto hac¨ªa presumir lo que ser¨ªan estas bodegas en las noches, abarrotadas de seres humanos. El espect¨¢culo recordaba los apilamientos de los campos de exterminio nazis, imagen que record¨¦ en Buchenwald. Sin embargo, todos pensamos que tal infierno ser¨ªa transitorio en el camino de libertad.
Pronto comenzaron los agrupamientos por afinidades profesionales y el reencuentro de antiguas amistades. Catalanes y vascos formaron de inmediato sus grupos. Los m¨¢s jugaban donde pod¨ªan a las cartas: el mus, el tute, la brisca y aun el tresillo entre los mayores. Interminables partidas de ajedrez me entretuvieron con Jos¨¦ Ricardo Morales, dramaturgo y profesor de Historia del Arte, de brillante actuaci¨®n en Chile. Animaba las conversaciones Mauricio Amster, polaco espa?olizado, cult¨ªsimo, creador de un nuevo dise?o tipogr¨¢fico. Siempre eran sorprendentes sus respuestas: "?C¨®mo est¨¢s?". "Mal, gracias".
Los a?os han difuminado en mi memoria rostros y figuras. Entre los que perduran recuerdo, adem¨¢s de Amster y Morales, al comandante Jes¨²s del Prado, de brava acci¨®n durante la guerra; Isidro Corbinos, cronista deportivo; el escultor Tarrag¨®; la pintora Roser Bru, muy joven, as¨ª como la actriz Montserrat Julio y el tambi¨¦n pintor Jos¨¦ Balmes; no tan joven era otro pintor, Arturo Lorenzo, casado con Elena G¨®mez de la Serna, directora de revistas chilenas; la pianista Diana Pey y sus dos hermanos ingenieros.
La emigraci¨®n republicana en Chile, a diferencia de las de M¨¦xico, Estados Unidos y otros pa¨ªses americanos, no se nutri¨® b¨¢sicamente de intelectuales. La inmensa mayor¨ªa la constitu¨ªan campesinos, obreros cual¨ªficados, pescadores, que mucho contribuyeron al despegue econ¨®mico chileno de la ¨¦poca. Adem¨¢s de los indicados, llegaron despu¨¦s, entre otros, el fil¨®sofo Jos¨¦ Ferrater Mora, el escritor Arturo Serrano Plaja, el poeta y periodista Antonio Aparicio, el novelista Pablo de la Fuente, el music¨®logo Vicente Salas Viu, el cr¨ªtico, dibujante y caricaturista Antonio Rodr¨ªguez Romera, el profesor Eleazar Huerta, el escritor Domenec Guanse, el guitarrista Albor Maruenda, el editor y hombre universal Arturo Soria y su hermano Carmelo, horrorosamente asesinado en 1974; dos hermanos de Antonio Machado, que mucho me honra haherlos acogido en mi casa de El Melocot¨®n, en la cordillera. Al releer esta lista debo a?adir que si no est¨¢n todos los que son, al menos son todos los que est¨¢n.
Un episodio, ciertamente inesperado, rompi¨® la monoton¨ªa: la noticia del pacto germano-sovi¨¦tico de Hitler y Stalin, anunciada por los parlantes con las noticias del d¨ªa. Los comunistas ortodoxos con la tripulaci¨®n francesa defendieron con dial¨¦cticos argumentos, e incluso la amenaza de los pu?os, el sorprendente contubernio. Los otros que, adem¨¢s de ser mayor¨ªa, comenzaban a reconsiderar pasados entusiasmos doctrinarios, argumentaban en contra con igual pasi¨®n. La llegada a Arica, extremo norte de la tierra prometida, apacigu¨® los ¨¢nimos.
Luego de cruzar, sin mayores incidentes, el Atl¨¢ntico, la primera escala de aprovisionamiento se efectu¨® en La Martinica. En Panam¨¢, La Estrella destacaba en primera p¨¢gina: "Lleg¨® un barco de apestados". Subieron al Winnipeg m¨¦dicos y pofic¨ªas. Al d¨ªa siguiente otro peri¨®dico comentaba que pocas veces se hab¨ªa inspeccionado un barco de gente tan sana. Un m¨¦dico declar¨®: "A ¨¦stos no hay ya, despu¨¦s de la guerra civil y de los campos de concentraci¨®n, enfermedad que los mate". La compra de algunas chaise longue alivi¨® el resto del viaje.
En Arica los parlantes anunc¨ªaron las primeras ofertas de trabajo. Pocos se quedaron. Alguien corri¨® la voz de que un terremoto hab¨ªa arrasado el pa¨ªs y que nos llevaban de sementales para contribuir a repoblarlo. Enriquecimos entonces nuestro vocabulario con un chilenismo, la copucha, vale decir bulo exagerad¨ªsimo. Cierto era, sin embargo, que un formidable cataclismo, con 24.000 v¨ªctimas mortales, hab¨ªa destruido parte del sur de Chile.
Continu¨® el viaje con la costa a la vista. Des¨¦rticos arenales presentaban un panorama desolador. A?os m¨¢s tarde disfrutar¨ªamos la belleza multicolor del desierto nortino. No se efectuaron escalas en puerto alguno hasta la llegada, la noche del 3 de septiembre de 1939, fecha del comienzo de la segunda hecatombe del Viejo Mundo, a Valpara¨ªso.
El espect¨¢culo era inenarrable. Lo recuerdo como si el acontecimiento se hubiera producido ayer. La ciudad, colgando de los cerros en una amplia hoz iluminada, hac¨ªa honor al nombre, Valle del Para¨ªso. Se decidi¨® efectuar el desembarco a la ma?ana siguiente. Pose¨ªdos de una euforia contagiosa y a modo de s¨ªmbolo de un final a tantas cuitas y peregrinaciones, sin ponernos de acuerdo y como una consigna impl¨ªcita, arrojamos al mismo tiempo, con gran algazara, las chaise longue al mar. Durante una breve calma o¨ª a mis espaldas decir a una ni?a de seis u ocho a?os a su madre, acodada ¨¦sta en la borda contemplando el puerto iluminado:
-Mam¨¢. Cuando nos echaron de Madrid, nos fuimos a Valencia; cuando nos echaron de Valencia, nos fuimos a Barcelona, y cuando nos echaron de Barcelona, nos fuimos a Francia. De Francia nos echaron a Chile. Cuando nos echen de Chile, ?ad¨®nde nos vamos a ir?...
En la ma?ana temprano comenz¨® el desembarco. El Winnipeg mostraba un gigantesco retrato del presidente Pedro Aguirre Cerda, de unos cinco metros de largo, obra del pintor Arturo Lorenzo. Antes de bajar, el capit¨¢n reparti¨® buen champa?a franc¨¦s, mientras varios m¨¦dicos y enfermeros, con cuidados miramientos, nos vacunaban contra el tifus reiterando toda clase de disculpas.
Una impresionante masa humana llenaba muelles, gr¨²as, tejados de los edificios aduaneros' Banderas y pancartas ondeaban y una banda de m¨²sica tocaba el himno nacional y la Marcha de Riego. Despu¨¦s se animaron con tonadas y cuecas. Un estudiante chileno que hab¨ªa conocido en Par¨ªs, entre brindis y brindis de buen vino, me tradujo una frase que me hab¨ªa dejado estupefacto:
-Vi bajar por la escalerilla a un gallo con una cabrita de la mano. El gallo era yo; la cabrita, mi hija. Me presentaron al doctor Luis Calvo, coordinador del comit¨¦ de recepci¨®n, y a Delia del Carril, La Hormiguita, entonces casada con Pablo Neruda, que trabaj¨® con entusiasmo para hacernos m¨¢s grata a¨²n la llegada y organiz¨® toda clase de invitaciones, distribuci¨®n de ropa, alojamientos. El comit¨¦ actuaba con celeridad y eficiencia.
La oleada de entusiasmo popular s¨®lo ces¨® al subir unos 1.500 de nosotros al tren especial que nos llevar¨ªa a Santiago. El viaje, normalmente de unas tres horas, se hizo interminable. En cada pueblo, en cada estaci¨®n, gentes de todas condiciones nos arrojaban flores, con v¨ªtores a los h¨¦roes de la Rep¨²blica.
Si la recepci¨®n en Valpara¨ªso fue impresionante, la de Santiago lleg¨® a lo inenarrable. La estaci¨®n Mapocho, de sobria y airosa arquitectura, estaba repleta, con millares de entusiastas. Los j¨®venes se hab¨ªan trepado a farolas y estructuras sobresalientes del edificio. Los gritos, los abrazos, no ten¨ªan l¨ªmite ni descanso. A los espa?oles del, para m¨ª, mal llamado exilio nos hab¨ªan transmutado, de proscritos execrados en h¨¦roes de una guerra que los chilenos hab¨ªan seguido apasionadamente, como si hubiera sido suya. Se destacaban a veces, en el ruido de la turbamulta, peque?os coros improvisados con Los cuatro generales, El ej¨¦rcito del Ebro...
Mucho podr¨ªa comentar acerca de las primeras ¨ªmpresiones al establecernos en Santiago. La que mejor y con m¨¢s emoci¨®n recuerdo es la simb¨®lica de un monumento a la tolerancia y a la cultura, valores consustanciales con el pa¨ªs en toda su historia, con la reciente -y felizmente a punto de superarse- interrupci¨®n. En la iglesia cat¨®lica de San Agust¨ªn se hab¨ªan modificado las todav¨ªa vigentes estructuras de la liturgia, convertido el altar mayor en coro, de espaldas al sagrario, con el director y los solistas frente a ¨¦l y acondicionados los asientos para escuchar, de acuerdo con el texto protestante, la colosal Pasi¨®n seg¨²n san Mateo, de Juan Sebasti¨¢n Bach. La comparaci¨®n entre la intolerancia, el sectarismo y la muerte de tantos espa?oles de que, volitivamente o no, fuimos part¨ªc¨ªpes, y el ejemplo de la iglesia de San Agust¨ªn en Santiago de Chile comprometieron desde entonces y para siempre mi admiraci¨®n, mi gratitud y mi compromiso con el pa¨ªs que generosamente nos hab¨ªa acogido.
La mujer que, de ni?a, con inocente y a la vez segura conciencia de su realidad, preguntaba hace 50 a?os a su madre, al llegar a Valpara¨ªso, d¨®nde ir¨ªan a parar cuando los echaran de Chile, en Chile se qued¨®. Y se hizo chilena.
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