Uvas envenenadas
La pol¨¦mica sobre despenalizaci¨®n de las drogas merece ser aireada sin manipulaciones televisivas ni paranoias reaccionarias: acontecimientos como la guerra del narcotr¨¢fico o la cruzada antidroga de Bush sobrea?aden dramatismo a la urgencia del problema. Al respecto, cada vez parece m¨¢s s¨®lida la posici¨®n despenalizadora, defendida en estas p¨¢ginas por plumas como Savater, Escohotado, Szasz, etc¨¦tera. Y ahora, Emilio Lamo de Espinosa publica un libro (Delitos sin v¨ªctima Orden social y ambivalencia moral) que incluye un an¨¢lisis de los efectos perversos que la penalizaci¨®n provoca. Dada la gravedad del asunto conviene puntualizar ciertas cuestiones, como su licitud y eficacia.Partamos, con Lamo, de John Stuart Mill: el poder de la ley s¨®lo puede ser esgrimido contra los ciudadanos adultos para evitar que perjudiquen a los dem¨¢s en contra de su voluntad, pero nunca para coartar su derecho c¨ªvico a autoperjudicarse, que s¨®lo puede estar limitado por su incapacidad para renunciar a la libertad individual; no se tiene derecho a dejar de ser libre. En consecuencia, tratar de imponer la moralidad por la fuerza de la ley adem¨¢s de suponer una contradicci¨®n l¨®gica (un doble v¨ªnculo, pues la moralidad, o surge libre y espont¨¢neamente, o no existe, siendo espuria y falaz la seudomoralidad obligada), resulta algo moralmente il¨ªcito y ¨¦ticamente inadmisible. Sin embargo, la cl¨¢usula de salvaguardia aducida por Stuart Mill plantea un dilema adicional. Si bien resulta inalineable el derecho de los adultos a autoperjudicarse (por ejemplo, envenen¨¢ndose libremente), sin embargo, no se puede ser libre de renunciar a ser libre la libertad de liberarse de la libertad es un doble v¨ªnculo tambi¨¦n). Ahora bien, la voluntaria adicci¨®n a t¨®xicos generadores de dependencia invencible ?no supone un claro ejemplo de la falacia, de querer ser libre de no ser libre? Dado que la dependencia de la adicci¨®n, (voluntariamente asumida por un adulto emancipado y libre) implica una renuncia a la libertad personal (pues el adicto ya, no es libre de prescindir o renunciar a su dependencia), ?resulta moralmente l¨ªcito reconocer el derecho individual a la libertad de adicci¨®n? Creo que esta paradoja no resulta f¨¢cilmente resoluble, y exige distinguir entre el derecho a medicarse libremente (lo que incluyo, el derecho a intoxicarse cuando el t¨®xico, aunque pueda destruir, no anule la libertad personal) y el derecho a asumir libremente la dependencia de t¨®xicos generadores de adicci¨®n y anPladores de la libertad personal derecho este ¨²ltimo que resulta moralmente dudoso y contradictorio.
Con independencia de si se debe imponer la moralidad por la fuerza de la ley (y parece claro que no se debe, excepto en peligro de anulaci¨®n de la libertad personal), cabe tambi¨¦n plantearse el problema f¨¢ctico de si se puede. Aqu¨ª es donde Lamo resulta m¨¢s contundente: la penalizaci¨®n no s¨®lo es ineficaz, sino, sobre todo, contraproducente. En efecto, el derecho penal s¨®lo es utilizable para corregir o modificar conductas instrumentales (como las infracciones del tr¨¢fico viario, los delitos de cuello blanco), que son utilizadas como medio al servicio de otros fines, por lo que siempre son racionalmente sustituibles, pero nunca es capaz de corregir o modificar conductas expresivas (como las toxico man¨ªas o los delitos. sexuales), que surgen espont¨¢neamente en virtud de las cualidades intr¨ªnsecas de la propia conducta, por lo que no pueden ser sustituidas por otras. En consecuencia, la penalizaci¨®n de una conducta" expresiva, lejos de prevenir su aparici¨®n, la desencadena e intensifica, al adornarla con el m¨¦rito expresivo sobrea?adido
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de su aura maldita y transgresora, y, en efecto, el incremento del consumo de. drogas siempre es efecto consecuente de su penalizaci¨®n, y nunca a la inversa.
Pero la penalizaci¨®n, adem¨¢s de ineficaz, es sobre todo brutalmente crimin¨®gena: he aqu¨ª cinco efectos yatrog¨¦nicos registrados por Lamo como consecuencia directa de la penalizaci¨®n. La estigmatizaci¨®n de los drogadictos les induce a una desviaci¨®n secundaria por asociaci¨®n diferencial, prisionizaci¨®n e inmersi¨®n en subculturas marginadas (el gueto de la droga). La ?legalizaci¨®n de la venta de drogas s¨®lo desencadena la criminalizaci¨®n de la oferta: mafias homicidas, explotaci¨®n oligop¨®lica de los consumidores indefensos, adulteraci¨®n letal de los productos, etc¨¦tera. El encarecimiento artificial de la oferta desencadena la criminalizaci¨®n de la demanda hay que delinquir (robo y prostituci¨®n) para poder comprar. El sistema penal incrementa su injusticia social, pues, dada la diferencial visibilidad de los toxic¨®manos en funci¨®n de su clase social, la justicia s¨®lo se aplica sobre los procedentes de las clases m¨¢s desfavorecidas. Y, en fin, la creciente corrupci¨®n del sistema penal (polic¨ªas, abogados, fiscales y jueces) se hace del todo inevitable.
En consecuencia, si bien pudiera resultar leg¨ªtimo penalizar la dependencia de drogas adictivas (igual que resulta leg¨ªtimo penalizar los contratos de esclavitud), social y pol¨ªticamente es del todo ?leg¨ªtimo, pues sus efectos perversos, superan ampliamente su dudosa virtualidad. Ahora bien, el mal ya est¨¢ hecho, y a consecuencia de la cruzada penalizadora, el n¨²mero de v¨ªctimas de s¨ª misma ha crecido de modo espectacular. ?C¨®mo rehabilitar su libertad atenuada? Como Lamo. conviene ser esc¨¦pticos. Ante todo, no puede curarse a quien no puede curarse, por hallarse perfectamente integrado en una subcultura que, como el pr¨ªncipe azul de las esposas dependientes, proporciona la felicidad a trav¨¦s de la esclavitud.
En segundo lugar, no puede curarse a quien no sabe curarse la falta de suficiente capital humano en los adictos (la mayor parte de los cuales procede del fracaso escolar, y hace falta autoestima y autocontrol racional para poder superar la adicci¨®n y adue?arse de s¨ª) impide que se pueda ayudar a quien no es capaz de ayudarse a s¨ª mismo. Y, en fin, no puede curarse, a quien no puede curarse, pues la adiccci¨®n no es m¨¢s que un s¨ªntoma que seguir¨¢ siendo generado como, subproducto de otras causas mientras sigan activadas: me refiero, claro est¨¢, a los trastornos de la emancipaci¨®n juvenil
Como ha descubierto la m¨¢s reciente investigaci¨®n, es el fracaso social del proceso de emancipaci¨®n personal lo que aconseja a los j¨®venes ingresar en el seguro refugio de la adicci¨®n, que, al hacer imposible la emancipaci¨®n, resuelve parad¨®jicamente, como una profecia autocumplida, su incapacidad de emanciparse: es como hubiese que envenenar las uvas para asegurarse de que la zorra no quisiera alcanzarlas. As¨ª, el problema no reside en las drogas (al contrario, las hay, como el alcohol y el tabaco, que facifitan la emancipaci¨®n personal al servir de rito de iniciaci¨®n), sino en la ausencia de suficientes canales de integraci¨®n social.
Parece, pues, conveniente invertir el sentido de la pol¨¦mica. Plantear la cuesti¨®n como penalizaci¨®n o despenalizaci¨®n es situarla dentro del derecho de los adultos a la autoadicci¨®n. Pero la cuesti¨®n no es ¨¦sa, pues antes que el derecho a la adicci¨®n hay que reconocerles a los j¨®venes su derecho a la emancipaci¨®n. En efecto, el argumento de Stuart Mill s¨®lo se refiere a los adultos. Pero en nuestra sociedad s¨®lo se es adulto cuando se est¨¢ ocupacionalmente integrado. Y si ef desempleo impide a los j¨®venes emanciparse, ?por qu¨¦ los tratamos como menores en cuanto a su derecho a la emancipaci¨®n, mientras los tratamos como adultos al reconocerles su derecho a la adicci¨®n? He aqu¨ª otra muestra de la ambivalencia moral que constituye el objeto del libro de Emilio Lamo: la de reconocer el derecho a la dependencia de la adicci¨®n sin garantizar el derecho a la independencia de la emancipaci¨®n.
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