Idiotizar lo p¨²blico
A muchos hombres p¨²blicos, como al senador malague?o del cuento, s¨®lo les hacen verdaderamente p¨²blicos sus aficiones privadas. Su conducta pol¨ªtica o su quehacer social pasan desapercibidos hasta que dejan entrever (o se les arrebata) alg¨²n gir¨®n de su vida ¨ªntima. Y cuando esto ¨²ltimo ocurre no es que entonces empecemos a conocer mejor al personaje p¨²blico como tal; simplemente estamos tal vez m¨¢s enterados de su individualidad, es decir, de lo que debiera mantenerse bajo reserva. Entre tanto, permanece en la oscuridad lo ¨²nico en verdad digno de ser publicado: su vida p¨²blica.Esta explosi¨®n (y explotaci¨®n) de la existencia privada de algunos tiene lugar, ante todo, a costa de degradar la p¨²blica del conjunto. Entre lo p¨²blico como lo que es de todos y lo p¨²blico como lo que est¨¢ expuesto a la vista de todos, hace tiempo que en el lenguaje corriente se ha impuesto el segundo sentido. Pero no porque el inter¨¦s general se haga por fin visible, sino porque cualquier cosa que se haga visible se convierte en inter¨¦s general. Por eso es compatible el retroceso continuo en la informaci¨®n de lo propio del ciudadano, que se conf¨ªa a unos pocos expertos, y el avance de la seudocomunicaci¨®n de lo particular e ¨ªntimo. Se dir¨ªa que el vac¨ªo dejado por el secuestro de la cosa p¨²blica ha de ser inmediatamente ocupado por las cosas privadas. Primero, por las de quienquiera que haya accedido a la notoriedad. Inmediatamente despu¨¦s, por la privacidad de quienes empezaron a ser hombres p¨²blicos por ser pol¨ªticos y acabaron siendo pol¨ªticos s¨®lo por ser p¨²blicos. O, como se dice ahora, publicitados. La publicidad comercial ha triunfado en toda la l¨ªnea sobre la publicidad pol¨ªtica.
Y es que la pol¨ªtica, ya se sabe, ha venido a ser el espacio de lo espectacular. De confesarse en principio representativa de la voluntad ciudadana, la actividad p¨²blica se ha vuelto principalmente una representaci¨®n ante el ciudadano. M estar lo p¨²blico-pol¨ªtico mediado por lo puramente publicitario, aquella publicidad esencial se trueca en simple popularidad. Y as¨ª es como, para ser publicable, el hombre p¨²blico debe hacerse antes que nada noticiable. Desde el mayor estadista al m¨¢s peque?o de los aspirantes a serlo, nuestros prohombres dise?an su programa en los despachos de sus agentes publicitarios. Imploran el respaldo del famoso, lo mismo que forcejean por estrechar ante la audiencia la mano del consagrado. La m¨¢xima potencia terrenal y el poder espiritual m¨¢s venerado ya marcaron el camino a seguir cuando, sin m¨¢s rodeos, pusieron su gobierno en manos de actores. A fin de cuentas, el p¨²blico de la democracia contempor¨¢nea no es un p¨²blico de ciudadanos; es, por regla general, un p¨²blico de espectadores.
Claro que ser¨ªa mejor decir -y as¨ª llegamos al caso- "un p¨²blico de mirones". No es s¨®lo que de la representaci¨®n de la comedia o del drama pol¨ªticos no capte demasiado el argumento, prendido como est¨¢ de los int¨¦rpretes. Es sobre todo que en ¨¦stos no suela distinguir tanto al gestor de los asuntos comunes, que son los suyos, como al individuo que lo encarna. De los protagonistas (o sea, de los l¨ªderes del momento) acechar¨¢, dentro y fuera del escenario, sus menores gestos. Pues quien es forzado a no ejercer apenas de ciudadano, no acierta a ver en sus representantes m¨¢s que a meros sujetos particulares. La necesaria impersonalidad de la pol¨ªtica nada le dice mientras no consiga imaginar los asuntos personales de los pol¨ªticos. Y ante sus an¨¦cdotas m¨¢s insignificantes, el modo de emplear el poder que ¨¦l mismo les deleg¨® pasa a segundo plano.
As¨ª se explica que los esc¨¢ndalos p¨²blicos conmuevan tanto menos cuanto m¨¢s carentes anden de detalles privados (as¨ª los GAL). O, a la inversa, que la peculiar man¨ªa de un individuo pueda dar lugar a todo un fen¨®meno p¨²blico: ah¨ª est¨¢ para probarlo el portentoso evangelio, seg¨²n Ruiz-Mateos. En el Jap¨®n de hoy produce efectos pol¨ªticos m¨¢s contundentes el amancebamiento de su presidente con una geisha que el soborno de todo su Gobierno por la compa?¨ªa Recruit. De tales casos brota la convicci¨®n de que, para la mayor¨ªa, la pol¨ªtica no logra hacerse presente sino a trav¨¦s de sus aspectos menos pol¨ªticos. ?Que la
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censura moral de nuestros mandatarios ya proclama la exigencia de ejemplaridad como valor esencial de su actuaci¨®n? Es posible, con tal que lo demandado con todo rigor sean ejemplos p¨²blicos, no privados. Mas lo cierto es que parecemos sentirnos m¨¢s afectados por su infidelidad a las promesas conyugales que a las electorales... El ateniense llamaba idi¨®tes al mal ciudadano, a aquel que, en lugar de atender a los asuntos de la ciudad, se refugiaba en sus negocios privados. El idiota de nuestros d¨ªas, cada vez m¨¢s abundante, se empe?a en hacer del hombre p¨²blico un idiota y de la pol¨ªtica pura idiocia.
El pudor ante la revelaci¨®n de lo p¨²blico se manifiesta especialmente en el ocultamiento sistem¨¢tico de la esfera social. Es aqu¨ª, en el ¨¢mbito del trabajo y de las decisiones econ¨®micas, donde se juega m¨¢s inmediatamente la libertad efectiva de los ciudadanos y la salud del Estado. Por sus dimensiones colectivas, lo social se ha vuelto as¨ª de inter¨¦s com¨²n, de modo que una posici¨®n relevante en el entramado econ¨®mico de la sociedad confiere a quien lo ocupa un papel p¨²blico.
Grandes empresarios y banqueros, delegados de compa?¨ªas multinacionales y directores de grupos inversionistas, propietarios de suelo urbano y promotores inmobiliarios..., todos ellos se convierten en interlocutores privilegiados de la autoridad pol¨ªtica. Pero el mismo Estado benefactor que trata de regularlos deber¨¢ plegarse en buena medida a sus dictados si no quiere poner en entredicho su entra?a liberal. A sus oficinas fiscales, por ejemplo, se les va todo el celo en determinar la cuant¨ªa de los patrimonios multimillonario s que se le escapan. La ciudadan¨ªa, adem¨¢s, tendr¨ªa que estar interesada en averiguar su origen y sus efectos sociales. L¨¢stima que, cuando aquellos sujetos del poder social comparecen ante los objetivos de la publicidad, el foco prefiera iluminar los problemas dom¨¦sticos, el ¨²ltimo atuendo o el veraneo alocado de los se?ores. Pues es de suponer que, mientras no le sorprendan en plena intriga, al banquero habr¨¢ de traerle sin cuidado que le retraten en calzoncillos...
Puede entonces muy bien ocurrir que la posesi¨®n de 10 videos pornogr¨¢ficos suscite mayor curiosidad p¨²blica que la propiedad de descomunales fortunas, extra¨ªdas -seg¨²n los indicios- de negocios urban¨ªsticos. Que el consumo individual de unos gramos de coca¨ªna merezcan mayor reprobaci¨®n colectiva que el consumo de las fuerzas o de los ahorros de muchos miles de seres humanos.
La atenci¨®n p¨²blica se habr¨ªa equivocado una vez m¨¢s de presa. Vendr¨ªa a ignorar que una sola persona puede ser al mismo tiempo individuo privado, ciudadano y, por su car¨¢cter social, especulador del suelo. En su primera condici¨®n esa persona tiene derecho a preservar su intimidad de la mirada ajena; en las dos restantes, son los otros quienes tienen el derecho a examinarle. A lo largo de esta inspecci¨®n, la legalidad habr¨¢ por cierto de proteger al ciudadano; pero el sentido de la justicia deber¨¢ denunciar al delincuente social. Y si la actividad de ¨¦ste y su patrimonio aparecieran legalmente impecables, entonces probablemente no ser¨ªan impecables las leyes que los amparan.
A esta tarea de idiotizar lo p¨²blico y a su p¨²blico se aplican con singular ardor algunos medios de producci¨®n y de difusi¨®n de noticias. No es su desverg¨¹enza habitual en el tratamiento de lo ¨ªntimo lo m¨¢s provocativo de estas publicaciones: la sensibilidad moral y el c¨®digo penal ya sabr¨¢n defenderse de ello. Hay un cargo m¨¢s grave por el que juzgarles, a saber, el de obtener sus beneficios del emponzo?amiento y desviaci¨®n de la mirada p¨²blica. Pues si divulgan lo secreto de sus personajes es para mejor encubrir sus responsabilidades p¨²blicas, si pregonan sus cuitas personales es a fin de personalizar (esto es, desvirtuar) los problemas sociales.
En sus manos la libertad informativa resulta la libertad del voyeur, no la del ciudadano; es la llave para penetra; en la alcoba del hombre p¨²blico, pero no en su despacho. El lado humano, del reportaje, como lo llaman, sirve como cortina que impide contemplar su inhumanidad. Pronto la opini¨®n p¨²blica habr¨¢ dejado del todo su sitio al chisme p¨²blico. Ser¨¢ la ¨¦poca, el tiempo, la tribuna del cotilleo de masas.
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