El derecho al pavoneo
A pesar de la indudable secularizaci¨®n de nuestra opini¨®n p¨²blica, cada vez m¨¢s laica y pluralista, sin embargo, las denuncias moralistas, intransigentes e inquisidoras persisten todav¨ªa; ¨²ltimamente, la polic¨ªa de costumbres se ense?a fiscalizando lo que delata como el pecado m¨¢s grave: la ostentaci¨®n. Lo, malo no es tanto gastar y derrochar, se dice, como presumir de ello y hacer alarde. Una vez m¨¢s, la Espa?a del culto a las apariencias, y de la envidia como vicio nacional, subsiste. Lo que cuenta no es ser rico (o pobre, seg¨²n se mire), sino parecerlo y ser piedra de esc¨¢ndalo por resultar envidiable.?C¨®mo interpretar esta cruzada nacional contra la ostentaci¨®n que supuestamente nos invade?.Pudiera ser que nos hall¨¢ramos ante la defensa reaccionaria de los aristocratizantes privilegios de clases. El buen gusto de las elites resultar¨ªa escandalizado por el chabacano y rampl¨®n descaro con que los estratos inferiores exhiben con hortera impudor hasta sus m¨¢s modestas y mediocres adquisiciones. Cabe sospechar que tras tanta denuncia elegante se oculta no tanto el amor a la virtud y el, culto a la discreci¨®n como el miedo a la libertad ajena y el temor a las odiosas comparaciones. Estamos ante una reedici¨®n del antidemocr¨¢tico elitismo que se destilaba en panfletos como La rebeli¨®n de las masas (1930), de Ortega: la ostentaci¨®n escuece porque revela el atrevimiento de la gente, que cada vez se frena menos por el miedo al qu¨¦ dir¨¢n, sin resignarse a quedarse en su lugar porque todav¨ªa siga habiendo clases. Pero hace tiempo que el mito de la revoluci¨®n se ha roto y hecho imposible: ?qui¨¦n teme hoy al pueblo feroz? No siendo ya posible rebelarse, queda, sin embargo, el derecho al pavoneo: el gesto torero del desplante frente al poder insuperable del orden dominante. Y la ostentaci¨®n irrita porque expresa el corte de mangas del hortera al elegante: gesto cuya evidente desverg¨¹enza, al tomarse libertades que rehusar¨ªa el discreto, no anula su inocencia radical.
Pero existen otras interpretaciones posibles. El pensamiento cr¨ªtico suele reclamarse, a este respecto, del cl¨¢sico libro de Thorstein Veblen La teor¨ªa de la clase ociosa (1899), que analiza las funciones latentes e involuntarias del despilfarro y el consumo ostentosos como s¨ªmbolo del estado de la clase superior y como m¨¦todo competitivo de realzar el prestigio individual. Esta interpretaci¨®n, cuya versi¨®n actualizada m¨¢s reciente es la de Pierre Bourdieu, no es incompatible ni contradictoria con la anterior: en su lucha por el ascenso social, los estratos inferiores emular¨ªan la conducta ostentosa de las elites envidiables, tratando de suplantarlas. Pero como ha observado Paul Veyne en su cr¨ªtica a Veblen, o Jon Elster en la suya a Bordieu, lo malo de esta interpretaci¨®n es que resulta refutada por la evidencia. Dos hechos parecen concluyentes. Primero, las elites aut¨¦nticas (es decir, las clases verdaderamente dominantes) no suelen ser ostentosas, y no lo son no tanto porque traten de disimular su riqueza por temor a despertar envidia como porque, al ser suficientemente poderosas, permanecen ol¨ªmpicamente indiferentes al efecto que causan y a la impresi¨®n que provocan: la elite no necesita ser ostentosa (es decir, voluntariamente exhibicionista) porque puede permitirse el lujo de ignorar con desprecio cualquier opini¨®n ajena. Y segundo, los esfuerzos de los estratos subordinados para ascender socialmente mediante la ostentaci¨®n parecen condenados a fracasar sin misericordia; su visible af¨¢n de producir buen efecto y causar una favorable impresi¨®n s¨®lo puede generar las consecuencias opuestas, por lo que suelen ser saludados con ep¨ªtetos tan peyorativos como los de snob, presuntuoso, nuevo rico, hortera, parvenu o advenedizo.
?C¨®mo explicarse entonces el gusto por la ostentaci¨®n si su intencionalidad anula sus efectos? En realidad, la mayor parte de la conducta ostentosa no pretende enga?ar a nadie, pues se plantea no como una sincera y aut¨¦ntica solicitud ("quiero de verdad impresionar"), sino como una simulaci¨®n figurada, una ficci¨®n est¨¦tica o una representaci¨®n teatral ("no me tomes al pie de la letra, s¨®lo es una forma de hablar"). Y ello no tanto en el sentido del juego o la interpretaci¨®n mim¨¦tica (como el pavoneo de ni?os o animales durante los combates rituales o las paradas de cortejo), sino en el mucho m¨¢s expl¨ªcitamente publicitario. En realidad, ostentaci¨®n no es sin¨®nimo de mensaje informativo ("qu¨¦ soy"), sino de anuncio publicitario ("?qu¨¦ te parezco?").
Ahora bien, cada vez hay m¨¢s segmentos sociales que necesitan anunciarse ostentando su autopublicidad. Ante todo, claro est¨¢, los estratos cuya ocupaci¨®n les obliga a ser m¨¢s vistosos que visibles para poder trabajar: los actores del mundo del espect¨¢culo y de los medios de masas, no menos que los nuevos profesionales neoliberales (yuppies, ejecutivos, asesores), necesitan estar en el candelero permanentemente, pues para poder cazar contratos o clientes deben exhibirse con la mayor ostentaci¨®n prostituyente. Pero tambi¨¦n todos aquellos agentes sociales que se hallan en proceso de transici¨®n emancipatoria, como los j¨®venes, las minor¨ªas o las mujeres: para poder escapar a su marginaci¨®n discriminada, y poder Regar a integrarse socialmente, necesitan presentar su candidatura en toda regla, anunciando sus m¨¦ritos y reclamos con todo el dramatismo que les sugiere su expresividad.
Como ha observado Elster, la ¨²nica ostentaci¨®n que puede tener ¨¦xito no es la instrumental (voluntariamente dise?ada con c¨¢lculo interesado), sino la expresiva (inesperadamente improvisada por sorpresa sobre la marcha): la representaci¨®n teatral ha de producir el efecto de la espont¨¢nea naturalidad para que pueda resultar veros¨ªmil, convincente y seductora. Pero la conducta expresiva, y por tanto tambi¨¦n la ostentosa (exacerbaci¨®n exagerada de la expresividad), es por naturaleza creadora de relaci¨®n social, tendiendo puentes de contacto interpersonal. Reivindicar el derecho a la libertad de ostentaci¨®n como parte esencial del derecho a la libertad de expresi¨®n implica reivindicar el derecho a intentar suscitar el vinculo interpersonal.
El anonimato impersonal que impone la modernizaci¨®n provoca el ensimismamiento forzado -de la nueva soledad. No s¨®lo el n¨²mero de los hogares -unipersonales es el ¨²nico que se incrementa en cuant¨ªa extraordinaria (tanto por el crecimiento de la proporci¨®n de ancianos como por el de las separaciones y la nueva solter¨ªa urbana), sino que adem¨¢s los contactos interpersonales, en el seno del tejido social, se han hecho cada vez m¨¢s numerosos y formalizados, pero tambi¨¦n m¨¢s an¨®nimos y desencarnados (seg¨²n el modelo instrumental del vendedor-cliente o del profesi¨®n al usuario). En consecuencia, se produce un vac¨ªo de intimidad interpersonal: para que podamos reconocernos necesitamos gente ¨ªntima que nos reconozca. Pues bien, este creciente vac¨ªo social entre las personas es un hueco que aspira a ser llenado: bien con pastillas, drogas o suced¨¢neos, bien con intentos desesperados de reconstruir nuevos contactos humanos. ?Y qu¨¦ es la ostentaci¨®n, como oferta que aspira a su entrega, m¨¢s que una llamada expresiva que busca abrirse a los dem¨¢s, y que los dem¨¢s se abran a ella?
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