La frontera que se nos viene encima
La distancia con que los espa?oles parecen vivir los grandes corrimientos de tierra que se est¨¢n produciendo en la Europa oriental es de dif¨ªcil interpretaci¨®n. ?Constituye el reflejo, una vez m¨¢s, de nuestra indeclinante condici¨®n perif¨¦rica (California de Europa, retaguardia de la OTAN, puerta del Mediterr¨¢neo), o ser¨¢ el mismo esp¨ªritu acr¨ªtico con que la sociedad espa?ola se adhiri¨® al ideal europeo -"como antes se cre¨ªa en la Virgen de Lourdes", seg¨²n Rubert de Vent¨®s- el que ahora nos inhabilita para analizar -las consecuencias del derrumbamiento de nuestras fronteras por el Este?He subrayado nuestras fronteras porque, en realidad, lo que est¨¢ vini¨¦ndose abajo no es solamente un imperio (o una determinada concepci¨®n de imperio), un sistema socioecon¨®mico o una dogm¨¢tica ideol¨®gica -el orden es deliberado-, sino uno de los referentes que explican lo que somos, porque el proyecto europeo, y ¨¦sa era una de sus fortalezas, nace en buena parte de la negaci¨®n o, a lo sumo, de la b¨²squeda de equidistancias. Dicho de otra manera: ¨¦so que est¨¢ ocurriendo en la RDA, o en Checoslovaquia, o en Hungr¨ªa, o en Polonia, nos est¨¢ sucediendo tambi¨¦n a nosotros.
Campo de batalla
La Europa del 92, por hablar de la ¨²ltima fase de un proceso iniciado hace varias d¨¦cadas, no es fruto de la especulaci¨®n intelectual o pol¨ªtica, ni el precipitado final de un proceso de acrisolamiento cultural. Es fruto de un acto de voluntad impulsada por la necesidad. Necesidad de que Europa dejara de ser un campo de batalla, el que fue por dos veces en este siglo, en las guerras m¨¢s cruentas en la historia de la humanidad. Necesidad de que los pa¨ªses de Europa no fueran simples colonias econ¨®micas, campo de batalla (otra vez) de guerras comerciales entre Estados Unidos y Jap¨®n. Fueron, pues, razones de supervivencia las que terminaron generando un sentimiento o estado de necesidad del que, felizmente, brot¨® la voluntad pol¨ªtica de la unidad europea.
Creo que con unos u otros matices siempre fue as¨ª, aunque el fen¨®meno japon¨¦s sea reciente, desde los padres fundadores: la CECA, primera de las comunidades europeas, respondi¨® al doble designio de desarrollar conjuntamente los sectores industriales (carb¨®n, acero), que estaban en la base de la reconstrucci¨®n econ¨®mica de Europa, y someter a control supranacional una estructura productiva indispensable para la guerra y, a veces, impulsora de los conflictos.
Esa voluntad europea no es nueva. Antes la alentaron Carlomagno, el emperador Carlos, o Napole¨®n, entre otros. Lo nuevo es que ahora se forme entre pa¨ªses democr¨¢ticamente constituidos, y se formalice, al menos en segundo grado, a trav¨¦s del acuerdo entre pa¨ªses que llegan a ¨¦l libremente.
El matiz que introduzco y subrayo no es balad¨ª: en ¨²ltima instancia el proyecto europeo fue la ¨²nica v¨ªa de emancipaci¨®n y normalizaci¨®n nacional (la paradoja es evidente) para una Alemania vencida, humillada, maniatada y troceada. As¨ª pues, debajo del libre acuerdo entre pa¨ªses hay, muy al fondo, una imposici¨®n b¨¦lica.
A su vez, la inexistencia de un mercado abierto en la Uni¨®n Sovi¨¦tica, de un verdadero competidor en las dos direcciones del comercio, es un elemento configurador del statu quo que hace posible el proyecto europeo, o, al menos, este proyecto europeo: al Este hay un vacio de cerca de 400 millones de consumidores que no consumen y de productores que no producen apenas para la econom¨ªa de la Europa occidental. Si hacemos un an¨¢lisis imaginativo, la ausencia de esa enorme pieza en el tablero econ¨®mico (las exportaciones de la CE a los pa¨ªses del CAME supusieron en 1987 aproximadamente el mismo monto que las exportaciones a Suiza) es tan relevante en la configuraci¨®n del marco en que se desarrolla el proceso europeo como la invasi¨®n econ¨®mica de Jap¨®n; quiere decirse que el escenario cambiar¨ªa tanto si el bloque de pa¨ªses del Este fuera una econom¨ªa de libre mercado,como lo har¨ªa s¨ª Jap¨®n dejara de serlo.
?Qu¨¦ hacer ante la nueva situaci¨®n? A esa pregunta deber¨ªamos dedicar en estos momentos todos los europeos occidentales nuestras m¨¢s graves reflexiones y m¨¢s arduos debates, porque esta nueva situaci¨®n no nos afecta solamente como dem¨®cratas que celebramos solidariamente el disfrute de las v¨ªsperas de la Iibertad para muchos millones de mujeres y hombres que no la integraban en su dieta.
Tambi¨¦n nos concierne como patrocinadores de un concreto proyecto europeo, en el que se expresa una de las notas m¨¢s claras y un¨¢nimes de nuestro ideal pol¨ªtico, y que ahora est¨¢ viendo desaparecer buena parte de las referencias econ¨®micas y pol¨ªticas en cuyo sistema de equidistancias se forj¨® el proyecto. ?Qu¨¦ hacer?
En primer lugar, ante todo, la ,nueva situaci¨®n no debe erosionar, cuestionar ni ralentizar el proceso de la Europa de los doce ni su hito de referencia, 1992. Por muchos y graves que sean los interrogantes de la nueva situaci¨®n, por fuerte que sea la tentaci¨®n reunificadora en Alemania, el proyecto debe reafirmarse en todos sus contenidos, sin que la nueva situaci¨®n lo interfiera, aunque en buena raz¨®n haya muchos argumentos para que en todo o en parte se reconsidere. Es el momento de hacer prevalecer la voluntad constituyente de esta concreta Europa.
Pero, en segundo lugar, desde esta concreta Europa deber¨¢ dise?arse y articularse a toda prisa un programa suficientemente ambicioso para ocupar espacios econ¨®micos en la otra Europa. Los pa¨ªses del CAME -cientos de millones de personas voraces por consumir productos de los que hoy carecen, y una industria radicalmente incapaz de abastecer esa demanda- se suicidar¨ªan si abrieran precipitadamente sus mercados al exterior, pero sus dirigentes (hablo ya de los nuevos que est¨¢n siendo plebiscitados) ser¨ªan barridos del mapa si no son capaces de dar satisfacci¨®n a esas demandas.
Los pa¨ªses del CAME se configurar¨¢n as¨ª como grandes receptores de inversiones exteriores para renovar el utillaje industrial y los sistemas de distribuci¨®n, preservando un mercado de productos de consumo relativamente protegido del exterior y abastecido desde la propia industria penetrada por capitales extranjeros (por cierto, ?no es ¨¦ste, y en versi¨®n brutal, un escenario que todos los Eur-92 acarici¨¢bamos para nuestro proyecto?).
Ocupaci¨®n pac¨ªfica
La Europa de los doce est¨¢ obligada a ocupar esos espacios econ¨®micos, que, a trav¨¦s de la inversi¨®n, aseguren la presencia hegem¨®nica en el nuevo mercado, porque en otro caso lo har¨¢n Estados Unidos y Jap¨®n: ?buena forma de contrarrestar un proyecto europeo, que provoca terror en aquellos pa¨ªses, apoyando otro proyecto europeo que tardar¨¢ muchos a?os en ser un competidor comercial efectivo! Y esa ocupaci¨®n pac¨ªfica deber¨ªa hacerse como conjunto, utilizando f¨®rmulas como la que, simb¨®licamente al menos, inaugur¨® las relaciones entre la CE y el CAME en junio de 1987.
A mi juicio, la nueva situaci¨®n plantea interrogantes a¨²n m¨¢s graves en el orden de la pol¨ªtica, y de forma particularmente intensa a quienes participamos de una de las dos grandes familias ideol¨®gicas que est¨¢n en la base de la Europa de los doce, el socialismo democr¨¢tico.
Si el vac¨ªo de un mercado de consumidores que no tienen productos que consumir es un reto para la econom¨ªa de la Europa occidental, no es menor el que supone el vac¨ªo ideol¨®gico y pol¨ªtico que se percibe en las sociedades que en el Este se est¨¢n transformando aceleradamente.
Varios parecen ser los resortes ¨²ltimos que hacen masivas las movilizaciones de pueblos enteros de la Europa oriental: la leg¨ªtima ansia de libertades, el deseo de disfrutar de bienes de consumo, la erupci¨®n nacionalista y el resurgimiento, en versi¨®n aparentemente integrista, del fen¨®meno religioso. En cada pa¨ªs, estos ingredientes se combinan en distintas dosis, pero en todos ellos est¨¢n presentes y son actuantes.
Pites bien, desde una postura n¨ªtidamente progresista, los tres ¨²ltimos ingredientes deben ser contemplados con tanta prevenci¨®n e inquietud como entusiasmo se aplique en festejar el primero. La Europa curada de los mayores excesos comunistas y progresivamente orientada hacia bienes -como la naturaleza- fuera del mercado, la Europa que intenta superar dial¨¦cticamente los excesos nacionalistas, y que tiene una de sus se?as de identidad en la secularizaci¨®n de la pol¨ªtica y la tolerancia religiosa de su sociedad, tiene, al menos, la obligaci¨®n de ser precavida, e incluso de asumir un cierto papel pedag¨®gico en la nueva cristalizaci¨®n pol¨ªtica de la otra Europa.
El cumplimiento de ese papel hist¨®rico es tarea principal -por sus propios contenidos y caracter¨ªsticas- de los partidos socialistas y socialdem¨®cratas que se encuadran en la Internacional Socialista, obligada, por su misma complexi¨®n ideol¨®gica, a impedir que una trilog¨ªa en ¨²ltima instancia m¨ªstica -consumo, naci¨®n, religi¨®n- vertebre buena parte de los movimientos sociales y de opini¨®n que hoy se encuentran en nivel magm¨¢tico en el Este. Y ser¨¢ tarea tambi¨¦n realizar una predicaci¨®n poco pol¨ªtica y mucho menos popular a¨²n: que las aberraciones en que sin duda incurri¨® el sistema comunista, imponiendo el terror y negando libertades y condiciones para el progreso econ¨®mico, no deben oscurecer avances innegables en la lucha por la Igualdad, en la educaci¨®n, la sanidad o el deporte y en la desaparici¨®n de la pobreza radical.
Habr¨¢ que explicar tambi¨¦n que Occidente no es el para¨ªso, ni el relativo bienestar de sus sociedades fruto natural del capitalismo, sino de los grandes sindicatos y partidos de izquierda en lucha contra ¨¦l. Y que la aspiraci¨®n debe ser, como le¨ª hace poco, construir la sociedad avanzada del siglo XXI, no regresar al liberalismo del XIX.
Para cumplir esa tarea, los partidos de la Internacional Socialista habr¨¢n de someterse previamente a un proceso de reflexi¨®n y, en algunos aspectos, de redefinici¨®n. La identidad de la socialdemocracia no fue nunca el resultado de un previo esfuerzo ideol¨®gico o doctrinal (el acervo te¨®rico es paup¨¦rrimo), sino de una pr¨¢ctica pol¨ªtica acumulativa que se produjo en un recinto que, por un lado, lindaba y confrontaba con el capitalismo puro y duro, y, por el otro, con el comunismo sovi¨¦tico, que, sorprendentemente, se asum¨ªa fuera denominado socialismo real.
Sin duda no era verdad que -como escuch¨¦ decir hace muchos a?os a un obrero comunista desconcertado por el carrillismo- "si no fuera por la Uni¨®n Sovi¨¦tica, no cobr¨¢bamos ni los puntos"; pero no puede negarse que los temores mayores al gran enemigo sovi¨¦tico algo debieron colaborar en el proceso de conquistas progresivas de los grandes sindicatos europeos, que aparec¨ªan as¨ª como una suerte de mal menor -a trav¨¦s de la socialdemocracia- para el capitalismo duro.
El referente sovi¨¦tico
Y no puede desconocerse tampoco que el referente sovi¨¦tico fue determinante en algunos episodios en que el socialismo democr¨¢tico logr¨® -por negaci¨®n de aqu¨¦l- ir definiendo sus perfiles. Un buen ejemplo: el del PSOE, en 1921, al afirmar sus contenidos democr¨¢ticos y -en el sentido de los derechos pol¨ªticos- liberales cuando rechaz¨® las 21 condiciones impuestas por Lenin para la admisi¨®n en la III Internacional (que obtuvieron, no lo olvidemos, el 40% de los votos en aquel congreso extraordinario).
Los partidos socialistas y socialdem¨®cratas estamos ahora obligados a definir nuestro papel y nuestro proyecto sin uno de los referentes negativos que hac¨ªan obvio -por equidistancia, y ya s¨¦ que esta expresi¨®n es un poco brutal- nuestro solar pol¨ªtico. Uno de los grandes sistemas en que se articulaba la sociedad humana se est¨¢ viniendo abajo, y esto afecta tambi¨¦n a los restantes.
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