El castillo de Dr¨¢cula
En marzo de 1977, Santiago Carrillo acud¨ªa a clausurar la cumbre eurocomunista de Madrid (George Marchais, Enrico Berlinguer y ¨¦l mismo, como secretarios generales de los partidos comunistas de Francia, Italia y Espa?a). Para trasladarse hasta la sede de la reuni¨®n utiliz¨® un viejo coche Cadillac blindado que le hab¨ªa regalado su amigo el presidente de Ruman¨ªa, Nicolae Ceaucescu. Aquel veh¨ªculo mastod¨®ntico era un s¨ªmbolo m¨²ltiple. Significaba, de un lado, el apoyo de Ruman¨ªa a la disidencia eurocomunista frente a Mosc¨² y, del otro -dada su marca de f¨¢brica-, las connivencias del r¨¦gimen de Bucarest con Estados Unidos y la industria occidental. En efecto, desde hac¨ªa a?os, no pocos autom¨®viles, aviones y maquinaria pesada de Ruman¨ªa eran de manufactura norteamericana, en un esfuerzo representativo de las distancias que aquel pa¨ªs quer¨ªa mantener con la URSS.Para cuando Ceaucescu regal¨® el coche a Carrillo, el primero hab¨ªa acaparado ya todos los cargos p¨²blicos de su pa¨ªs. Si mal no recuerdo, era presidente de la Rep¨²blica, presidente del Consejo de Estado, secretario general del Partido Comunista, comandante en jefe de las fuerzas armadas, presidente del Consejo Nacional de Defensa, presidente del Consejo Supremo Econ¨®mico y Social y presidente honorario de la Academia Rumana. Lo que hab¨ªa dejado libre en este pluriempleo mayest¨¢tico se lo hab¨ªan quedado su mujer y sus hijos. Todas estas cosas eran p¨²blicas y notorias, como lo era tambi¨¦n la brutalidad estalinista y la corrupci¨®n manifiesta del aparato hurocr¨¢tico comunista rumano. O la estupidez de una dictadura que se dedicaba a felicitar a sus l¨ªderes el d¨ªa de su cumplea?os en las primeras p¨¢ginas de los peri¨®dicos. Pero en Occidente cerr¨¢bamos los ojos a esas cosas porque el conducator, en pol¨ªtica exterior, se resist¨ªa a los dictados del Kremlin, y en los meandros de la geopol¨ªt¨ªca se echaba en brazos occidentales.
?sa es una de las razones -una entre varias- por las que la perplejidad y el complejo de culpa se adue?aron de tantos ante las escenas del fusilamiento del dictador y las noticias de la revoluci¨®n rumana. Los horrores que ahora se denuncian para justificar el juicio sumar¨ªsimo y la ejecuci¨®n inmediata de Ceaucescu se hab¨ªan producido ya en gran parte antes de la matanza de Timisoara. El car¨¢cter paranoico de su r¨¦gimen era conocido por cuantos hab¨ªan pisado el pa¨ªs (entre ellos, R¨ªchard Nixon, como presidente de Estados Unidos). El Gobierno rumano fue un adelantado en la diplomacia del cinismo. Reconoci¨® a Israel, hizo una apertura hacia la Espa?a de Franco, se abraz¨® con Pek¨ªn en plena reyerta chino-sovi¨¦tica y financi¨® con generosidad a no pocos partidos comunistas de Occidente. El dinero que se hurtaba para el desarrollo del pueblo serv¨ªa para pagar campa?as pol¨ªticas de la transici¨®n espa?ola. Mientras, en el interior del pa¨ªs, Nicolae Ceaucescu implant¨® un sistema de dominaci¨®n que hac¨ªa honor a la leyenda del pr¨ªncipe de la Valaquia rumana, VIad Dracul, identificable en la literatura popular por el nombre de conde Dr¨¢cula.
Este vampiro moderno hab¨ªa merecido, sin embargo, el perd¨®n de todos en Occidente. De la izquierda, porque era comunista, y era preciso atribuir por partes iguales -a las necesidades de la revoluci¨®n y a la malvada propaganda antimarxista- los excesos y brutalidades que se denunciaban. De la derecha, porque constitu¨ªa un contrapeso al poder de Mosc¨² y una ventana abierta hacia el herm¨¦tico mundo del socialismo real. O sea, que Ceaucescu se permit¨ªa asistir a la rumbosa coronaci¨®n del sha de Persia y Farah Diba en Pers¨¦polis sin ser blanco de las cr¨ªticas de nadie y, m¨¢s bien, atrayendo la admiraci¨®n de muchos que resaltaban su independencia. All¨ª conoci¨®, entre otras personalidades, al entonces pr¨ªncipe Juan Carlos de Borb¨®n, que, una vez elevado al trono, utilizar¨ªa sus servicios para enviarle mensajes a Carrillo en los albores de la transici¨®n. Pero no fue el Rey el ¨²nico que entendi¨® la utilidad del presidente rumano en el proceso democratizador espa?ol. Ya en 1974, el general aperturista D¨ªez Alegr¨ªa -jefe entonces del Estado Mayor del Ej¨¦rcito- fue destituido por Franco despu¨¦s de que aceptara merendar en un palacio de Bucarest con el l¨ªder hoy fusilado. Y Nicol¨¢s Franco Pascual de Pobil, en vida de su t¨ªo -nuestro Dr¨¢cula particular-, anduvo con recados de aqu¨ª para all¨¢. Por su parte, para los comunistas y para la extrema izquierda, Ceaucescu era el legitimador. Carrillo, que veraneaba en Ruman¨ªa, utiliz¨® su influencia sin empacho, Gerardo Iglesias acud¨ªa a su consejo en ¨¦poca tan reciente como 1985 y Felipe Gonz¨¢lez sinti¨® la necesidad de estrechar su mano un a?o antes de las elecciones que dieron el triunfo al PSOE. Una fotograf¨ªa con Ceaucescu era como un estampillado de marca que alejaba a sus protagonistas de cualquier ominosa acusaci¨®n de estar sirviendo al oso moscovita. Lo que explica quiz¨¢ que, todav¨ªa no hace ni seis meses, el Gobierno espa?ol decidiera continuar adelante con un programa de cooperaci¨®n con Ruman¨ªa, que inclu¨ªa la venta de tecnolog¨ªa nuclear, pese a las sanciones econ¨®micas adoptadas por la CE contra aquel pa¨ªs. Pero no cabe duda de que nuestra memoria se ha visto s¨²bitamente envuelta en el velo de la amnesia. Y nadie parece dispuesto a reconocerse a s¨ª mismo haber esbozado siquiera una sonrisa de complacencia ante el monstruo ahora derrocado.
La segunda reflexi¨®n que merecen los acontecimientos de Ruman¨ªa es la resistencia evidente a considerar a Ceaucescu como el fruto de un sistema antes que como el creador del mismo. El conducator no fue un dictador al estilo cl¨¢sico. No encabez¨® una banda armada -uniformada o no-, de cualquier signo ideol¨®gico, que se hiciera con el poder, ni era el victorioso caudillo de una guerra. Stalin, Tito o Mao pod¨ªan cuando menos recrearse con la enso?aci¨®n de ser una especie de modernos Viriato, por m¨¢s que acabaran presas de sus propios fanatismos. Pero el conducator consist¨ªa en la emanaci¨®n de una burocracia pol¨ªtica s¨®lidamente constituida en tomo a un partido atiborrado de ret¨®rica revolucionaria y teor¨ªas sobre el crecimiento econ¨®mico. Es f¨¢cil, ahora, ante su cuerpo ensangrentado y con las masas gritando contra los comunistas en las calles de Bucarest, concluir que en realidad todo aquello no era sino la corrupci¨®n del marxismo. Pero es hora de emprender en la izquierda un debate honesto sobre los caracteres catastr¨®ficos del sistema de propiedad y del modelo de organizaci¨®n de Estado creados a la sombra de la Revoluci¨®n de Octubre. El desmoronamiento de la Europa del Este no puede ser ya entendido como una purga de errores y desv¨ªacionismos, sino como el s¨ªntoma de un fracaso te¨®rico e hist¨®rico de consecuencias todav¨ªa imprevisibles. Ese fracaso, y no el simple castigo de una locura que hace bien poco era jaleada por muchos de los que hoy abominan de ella, es el que representa la imagen escalofriante de Ceaucescu fusilado. Y desde su reconocirniento es desde donde la izquierda europea debe y puede comenzar un proceso de reconstrucci¨®n moral e intelectual que la aparte del cinismo o de la desesperaci¨®n.
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