El bumer¨¢n
El penoso espect¨¢culo del otro d¨ªa en el pleno de las Cortes ha tra¨ªdo a mi memoria una curiosa an¨¦cdota que viv¨ª, har¨¢ tres semanas, con dos ilustres historiadores que me acompa?aban, en taxi, de extremo a extremo de Madrid. Uno de ellos, que se hab¨ªa acomodado en el asiento delantero, junto al conductor, sac¨® a colaci¨®n como tema de charla (el largo recorrido daba tiempo para todo) el espacio televisivo Punto. y aparte, que la noche antes se hab¨ªa dedicado, como ustedes recordar¨¢n, a la situaci¨®n creada por la movida en la Europa del Este -con participaci¨®n a distancia del presidente del Gobierno rumano-, entre personalidades muy destacadas de Francia (R¨¦gis Debray), de Italia (el secretario del Partido Comunista Italiano) y de Espa?a (el vicepresidente, Alfonso Guerra). La charla ten¨ªa que derivar, por supuesto, hacia el tema de rabiosa actualidad -ya saben ustedes cu¨¢l-, e incidi¨® -ponderadamenteen el "linchamiento pol¨ªtico" de que el se?or Guerra se estimaba v¨ªctima. En ese momento, el taxista, que hasta entonces se hab¨ªa comportado con correcci¨®n, esto es, guardando silencio, tom¨® la palabra para espetamos la siguiente sentencia: "En ese coloquio faltaba un invitado, el m¨¢s importante". En medio de la confusi¨®n, un poco molesta, que suscit¨® aquel inciso, alguien pregunt¨® al taxista que qui¨¦n era, en su opini¨®n, el invitado ausente. "Faltaba el pueblo, se?ores", fue la enf¨¢tica respuesta. Esta salida -la apelaci¨®n al pueblo, as¨ª, en abstracto- siempre resulta tendenciosa y falsa: detr¨¢s del pueblo se esconde, por supuesto, s¨®lo el individuo que habla, atribuy¨¦ndose gratuitamente la representaci¨®n de la amplia y difusa "masa popular" e ignorando, por ejemplo, lo que ese pueblo expresa en elecciones libres, a trav¨¦s de una mayor¨ªa. Con iron¨ªa me limit¨¦ a advertir: "El pueblo no hubiera cabido en el estudio de TVE". Pero como si no escuchara, el espont¨¢neo continu¨®: "El pueblo odia a ese se?or" (ese se?or era Alfonso Guerra). Y a rengl¨®n seguido ampli¨® el ¨¢mbito de los odiados.- aparecieron, entre otros, Boyer, Solchaga... y un largo etc¨¦tera. Para evitar el chapoteo en la charca de una demagogia barata, di giro a la conversaci¨®n. Pero me qued¨® dentro una preocupaci¨®n latente, infandida por las palabras del taxista.Porque, en el fondo, aquella declaraci¨®n no dejaba de ser un m¨ªnimo test que reflejaba, cuando menos, dos hechos muy reales. Uno, el descr¨¦dito de la clase pol¨ªtica -rechazada desde posiciones de ultraderecha, pero tambi¨¦n desde el fondo de esa oscura ideolog¨ªa, de ra¨ªz anarquista, tan difundida en Espa?a entre variad¨ªsimos estratos sociales- Otro, la sensibilidad extrema del espa?ol medio para determinadas acusaciones acerca de supuestos negocios sucios de los que gobiernan. Aqu¨ª todo el mundo est¨¢ dispuesto a admitir, a las primeras de cambio, que los de arriba, en bloque, son unos sinverg¨¹enzas que utilizan el poder para forrarse. Y no se hacen distingos: "Todos son iguales", "cada cual va a lo suyo". A lo cual hay que a?adir algo m¨¢s: la irresponsabilidad con que, de inmediato, las imputaciones concretas se transforman y se ampl¨ªan. Si Juan Guerra ha utilizado su apellido para prosperar, se da por supuesto, de inmediato, que su hermano es el primer pringao. Y por este camino, introducir la sospecha sobre los otros ministros y, por supuesto, sobre el mism¨ªsimo jefe del Gobierno, amigo ¨ªntimo de Alfonso Guerra, es cosa f¨¢cil.
De aqu¨ª que resulte tan necesario extremar la pulcritud m¨¢s exquisita en la conducta privada como en la p¨²blica en cuanto se alcanzan determinadas esferas en la Administraci¨®n del Estado. En la discusi¨®n parlamentaria en tomo a las responsabilidades presuntas de Alfonso Guerra, lo que hab¨ªa que aclarar -y no se aclar¨®- era si el vicepresidente hab¨ªa autorizado a su hermano, no para que realizara negocios m¨¢s o menos discutibles (y en los que ¨¦l no entraba), sino para que le fuera f¨¢cil realizarlos situ¨¢ndole en una plataforma oficial (el famoso despacho).
Don Alfonso Guerra, cuya escasa apetencia por el dinero y por los negocios que llevan a ¨¦l parece probada, debi¨® reconocer, humildemente, que aquello fue, por lo menos, un grave patinazo. No lo hizo, sino que se empe?¨® en repetirnos que ¨¦l estaba al margen de cualquier negocio sucio, y, como no pod¨ªa sacudirse la imputaci¨®n de haber facilitado, mirando hacia otro lado, los de su hermano, se dedic¨® a lanzar acusaciones arriesgad¨ªsimas, en el terreno del tr¨¢fico de influencias, contra los otros l¨ªderes de la oposici¨®n (alguna tan rid¨ªcula como la carta "de recomendaci¨®n" al se?or Aznar: carta que, por caminos que hubiera debido aclarar, obraba en su poder, en copia que exhibi¨® ante la C¨¢mara). As¨ª, lo que hizo el se?or Guerra no fue contestar a lo que ten¨ªa que contestar, sino contribuir eficazmente al descr¨¦dito de toda la clase pol¨ªtica en su conjunto. En ese sentido, el da?o que el se?or Guerra ha inferido a la democracia, por lo general siempre mal entendida a nivel popular, no ha podido ser mayor; y de eso s¨ª que cabr¨ªa ahora acusarle en primer¨ªsimo lugar.
Si hubiera un m¨ªnimo de elegancia en los comportamientos de este caballero, habr¨ªa empezado por dimitir para, ya fuera del escabel de la vicepresidencia, reclamar, a cuerpo limpio, luz y taqu¨ªgrafos. Luego, en caso de no quedar sombra alguna acerca de su conducta, su retorno podr¨ªa haber sido triunfal. En lugar de ello, no s¨®lo no ha dimitido, sino que se ha esforzado en extender las sombras -la suciedad- sobre sus enemigos. Uno recuerda otros tiempos y otros sistemas. All¨¢ en los d¨ªas de la Rep¨²blica, don Alejandro Lerroux, no alcanzado personalmente por el famoso affaire del estraperlo, aunque s¨ª'indirectamente en la persona de su hijo adoptivo y en la de algunos miembros de su partido (y por cierto que las acusaciones no rebasaban de peque?os sobomos, un alcance rid¨ªculo), se apresur¨® a presentar la dimisi¨®n como presidente del Gobierno. El estraperlo, lanzado como bumer¨¢n contra la situaci¨®n centro-derecha, a la larga liquid¨® a la Rep¨²blica, porque min¨® la fe de un amplio sector social en los pol¨ªticos que hab¨ªa votado en las elecciones de 1933. Doce a?os antes, los inflindados rumores en tomo a la supuesta conducta venal de un gran ministro (Santiago Alba) hab¨ªan sido un est¨ªmulo indudable para arruinar el cr¨¦dito del ¨²ltimo Gobierno parlamentario de la monarqu¨ªa, y se hab¨ªan convertido en argumento fundamental para el general que trajo la Dictadura. Y la Dictadura, tambi¨¦n es sabido, liquid¨® a la larga a la monarqu¨ªa. (Y conviene aqu¨ª recordar que si la luz y los taqu¨ªgrafos no faltaron en las Cortes republicanas, la Dictadura, una vez comprobado judicialmente que las acusaciones contra Alba no ten¨ªan fundamento, se call¨® bellacamente para no quedar mal. Si se analizase el tr¨¢fico de influencias tal como funcionaba en tiempos de Franco, la historia ser¨ªa interminable; pero no trascend¨ªa a los medios de comunicaci¨®n. Lo digo para que no haya equ¨ªvocos por ese lado).
El se?or Guerra se ha pasado la vida -en la oposici¨®n y en el poder- lanzando invectivas e injurias irresponsables contra sus adversarios; ¨¦l no se mord¨ªa la lengua -sin duda, para no envenenarse-. Dej¨® siempre, tras sus soflamas, como estela pestilente, una atm¨®sfera de sospechas y menosprecio en torno a los pol¨ªticos "de enfrente", ya que su propio partido se defend¨ªa por s¨ª solo, apelando simplemente a los "cien a?os de honradez" y a los viejos patriarcas, desde Pablo Iglesias a Largo Caballero. Pero ya el socialismo gobemante no aparece impoluto: ah¨ª est¨¢ la opini¨®n, entre tant¨ªsimas, del taxista con que abr¨ªa este art¨ªculo. Y el bumer¨¢n se ha vuelto contra el que lo lanzaba. Fiel a s¨ª mismo hasta el final, Alfonso Guerra ha utilizado la coyuntura para emporcar, sin razones reales, a sus atacantes.
Esper¨¢bamos, los que siempre hemos subrayado las cualidades de estadista de don Felipe Gonz¨¢lez, que ¨¦l al menos acertase a distinguir entre sus presuntos deberes de amistad y los, mucho m¨¢s altos, que tiene con respecto a su partido y al pa¨ªs que gobierna. Se ha empe?ado en identificar su suerte pol¨ªtica con la de su ¨ªntimo amigo, sin percibir que hac¨ªa as¨ª un flaqu¨ªsimo servicio a la democracia, aparte dar la raz¨®n plenamente a los que ven¨ªan sosteniendo que no cab¨ªa distinguir entre Felipe y Alfonso, porque uno y otro no eran m¨¢s que una misma cosa, y las diferencias de estilo que los separaban, pura t¨¢ctica, acordada fr¨ªamente.
Y no me digan -el uno y el otro- que tienen tras de s¨ª la mayor¨ªa que les depararon las urnas hace cuatro meses. Si ahora mismo se celebraran nuevas elecciones, estoy seguro de que el resultado ser¨ªa muy distinto del registrado en octubre. Las pr¨®ximas, de Andaluc¨ªa, lo demostrar¨¢n muy pronto: ya lo veremos.
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