Morir de fe
Si nadie le detiene -y, por todos los indicios, se trata de un hombre dif¨ªcil de parar-, Juan Pablo II continuar¨¢ adelante con el ya antiguo empe?o de beatificar y canonizar, declar¨¢ndoles m¨¢rtires de la fe, a algunos de los miles de cat¨®licos que murieron violentamente asesinados durante la guerra civil o sus inmediatos antecedentes. La prudencia de anteriores pont¨ªfices dej¨® dormir, durante la dictadura impuesta por quienes vencieron en la guerra, aquellas causas de beatificaci¨®n cuya reapertura en los primeros a?os de la democracia corr¨ªa el riesgo de introducir en la pol¨ªtica espa?ola elementos perturbadores.El Vaticano ha debido de pensar que la perturbaci¨®n que en la hora presente pudiera ocasionar esta iniciativa es inferior a los beneficios que de ella se puedan derivar. Los obispos espa?oles se lamentan continuamente de la desmoralizaci¨®n y hasta de la descristianizaci¨®n de sus conciudadanos, proceso al parecer irreversible a pesar de las sustanciales ayudas materiales que se transfieren a la Iglesia cat¨®lica con objeto de subvencionar su todav¨ªa impresionante aparato educativo.
Lasitud moral, p¨¦rdida de fe y desorientaci¨®n en el compromiso pol¨ªtico componen el cuadro del pesimismo antropol¨®gico de los obispos. Hubo, sin embargo, ciudadanos de esta misma naci¨®n que hace no m¨¢s de 50 a?os no dudaron en morir como testigos de su fe y de las exigencias morales y pol¨ªticas que de esa fe se derivaban. Pueblo tan generoso en m¨¢rtires no puede abandonar su gloriosa tradici¨®n sin traicionar a la vez su identidad hist¨®rica. Los obispos y el Papa creen que la sangre de los m¨¢rtires es semilla de redenci¨®n y se aprestan ahora a hacerla fructificar poniendo la vida de las monjas carmelitas los j¨®venes pasionistas o los hermanos de La Salle asesinados en los a?os treinta como ejemplo para las nuevas generaciones.
Pero esa misma Iglesia que beatifica a sus muertos deb¨ªa recordar que fue ella -sus cardenales y obispos, sus sacerdotes y religiosos, los militantes de sus organizaciones seglares- la que bendijo y empuj¨® la mano de otros asesinos, de otros verdugos, con el prop¨®sito de exterminar a quienes no eran cat¨®licos, a quienes no hab¨ªan cometido m¨¢s error ni otro crimen que el de ser laicos, masones, socialistas, sindicalistas, republica nos, comunistas. Fue ella, en la persona de sus obispos, la que escribi¨® aquellas tremendas pastorales que legitimaban y expresamente demandaban la aniquilaci¨®n de la hidra de las siete cabezas, de la horda asi¨¢tica, del ej¨¦rcito de los hijos de Ca¨ªn, que eran, entre otras, algunas de las expresiones con las que aquella Iglesia defin¨ªa, con el resultado que se puede suponer, a otros espa?oles cuyo sacrificio jam¨¢s podr¨¢ elevarse, sin embargo, al rango de martirio.
Ah¨ª han quedado, para quienes no deseen perder la memoria, las cartas pastorales que excitaban a la muerte, que jam¨¢s pidieron clemencia; ah¨ª, los saludos de cardenales y obispos y can¨®nigos y sacerdotes con el brazo en alto a la usanza fascista; ah¨ª, las incitaciones a la violencia asesina en sermones y en la imposici¨®n de los c¨¦lebres detentes. Sin duda, las pobres monjas de Guadalajara, liquidadas por otros espa?oles que, no menos que los obispos, sent¨ªan hervir lo que Aza?a llam¨® sangre iracunda en sus venas, no ten¨ªan culpa alguna de que sus superiores se dedicasen a esa pol¨ªtica. Pero lamentablemente para ellas, ¨¦sa era la pol¨ªtica a la que se dedicaban sus superiores.
?Morir de fe? Tal vez, pero tambi¨¦n morir por pertenecer a una instituci¨®n que desde el primer momento tom¨® partido, que pidi¨® a quienes estaban ansiosos de o¨ªr ese discurso que limpiasen a Espa?a de aquellas ideas, que aniquilasen el virus del error y los g¨¦rmenes de la descomposici¨®n. Tal era el lenguaje de entonces, y debido a ese lenguaje y a otros similares murieron en retaguardia algunas decenas de miles de espa?oles. Lo mejor que puede hacerse con ellos es dejarlos en paz, respetar su muerte in¨²til, tender, como pidi¨® el presidente Aza?a -ning¨²n obispo, por cierto, ning¨²n obispo-, un manto de piedad sobre sus cad¨¢veres que la tierra ha hermanado ya en su destino final. En ese prop¨®sito, la Iglesia deb¨ªa tomar la delantera y dejar en paz a sus propios muertos porque ¨¦sa es la ¨²nica forma de respetar la paz de todos los dem¨¢s. Incluso de los que ella misma empuj¨® a la muerte bendiciendo el brazo de sus asesinos.
Santos Juli¨¢ es catedr¨¢tico de Historia de la UNED.
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