El robo
"Han robado en casa del ministro"."?Qu¨¦ atrocidad! ?Cu¨¢ndo ha sucedido?".
Don Ezequiel no responde. En la jubilaci¨®n ha aprendido a paladear el tiempo, a medirlo, a prolongar los instantes, y ahora disfruta del efecto cegador de su noticia en el club social de la urbanizaci¨®n.
Le han hecho un corro de preguntas: ?cu¨¢ndo?, ?c¨®mo?, ?no estaba la polic¨ªa?, ?y los escoltas?, ?nadie dio la voz de alarma? Don Ezequiel calla y espera a que vaya disolvi¨¦ndose la sorpresa de su flash informativo para desvelar pausadamente los detalles.
Cada detalle ir¨¢ flanqueado por un comentario sobre la inseguridad ciudadana, la inoperancia del Gobierno, la descomposici¨®n de unos principios que abren paso a la droga, a la insumisi¨®n de los hijos, a la promiscuidad de los afectos. "Ahora hay m¨¢s gentuza que nunca", suele decir con frecuencia don Ezequiel, jubilado de artes gr¨¢ficas, con forzada convicci¨®n de baturro.
Una cristalera con visera de toldos blanquinegros separa el club social estrictamente privado de la piscina. La piscina es azulada, del mismo azul que aqu¨¦llas pel¨ªculas de Esther Williams, la estrellita de agua dulce que exportaba Hollywood en los a?os cuarenta.
Don Ezequiel suele tomar el aperitivo, una jarra de cerveza a peque?os sorbos y berberechos de lata, junto a la cristalera, bajo un toldo, depositando su mirada entre rijosa y patriarcal sobre una constelaci¨®n de chiquillas brillantes como alumnas de una escuela de serenitas semiserranas.
Charlas de piscina
De algunas mesas instaladas en tomo a la piscina, pero fuera del c¨¦sped, se levantan chancleteando algunos ba?istas con el aperitivo en la mano para comprobar la noticia. ?Ser¨¢ posible que le hayan robado a un ministro? "Ha sido posible", sentencia don Ezequiel, "y si a un ministro le roban, a cualquiera de nosotros... ?qu¨¦ s¨¦ yo! En mis 67 a?os nunca he visto un grado tan alto de inseguridad ciudadana". Todos asienten.
El sol calienta de firme. El term¨®metro instalado en la ventana del botiqu¨ªn se?ala 40 grados, y empiezan a llegar de la ciudad los maridos con la chaqueta al hombro y las llaves del coche tintineando entre los dedos. Piden inmediatamente en la barra una cerveza o una clara y saludan de lejos a su gente. "Vamos, ni?os", gritan algunas madres, "ha llegado pap¨¢ y nos vamos a comer a casa". Otras familias quedan aImorzar en el club social, cuyo men¨² del d¨ªa es muy barato y escasamente apetecible.
Las mesas se pueblan de ensaladas camperas, de gaseosas burbujeantes, de botellones de vino pele¨®n. El ruido de platos entrechocados, las voces de madres enervadas y el llanto de ni?os somnolientos forman la sinfon¨ªa incompleta habitual, una sinfon¨ªa que se anula a s¨ª misma y que deja de o¨ªrse al poco tiempo.
Turno de vigilancia
Pero el silencio real s¨®lo se produce hoy a las tres y media en punto de la tarde, cuando entra despacio y marcial uno de los guardias uniformados que se encargan en ese turno de vigilar la casa del ministro.
El guardia lleva la gorra en la cadera, cubriendo el pistol¨®n, y apoya el brazo izquierdo en la barra con maestr¨ªa de veterano. Ya ha pedido un cubalibre denso. A pocos metros musita un progre de los a?os sesenta, ya encanecido, que "no deber¨ªan dejarlos beber en acto de servicio". Alguien se acerca al guardia y, tras invitarle como es habitual, le pregunta: "?Qu¨¦, un descuido?".
El guardia no entiende. Le explican lo del robo y, en ese momento, empieza a re¨ªrse. Porque nadie hab¨ªa robado nada. En el bloque del ministro un cerrajero tuvo que abrir una puerta del tercer piso -el ministro vive en el segundo-, porque a los due?os se les hab¨ªan olvidado las llaves dentro. Alguien debi¨® ver la cerradura descerrajada y sac¨® conclusiones err¨®neas.
El final feliz del asunto no produjo alegr¨ªa sino desolaci¨®n en el grupo de don Ezequiel, consolado solamente por la posibilidad de que, si hoy no hab¨ªa pasado nada, lo m¨¢s probable es que ma?ana, tal como est¨¢n las cosas, ocurra algo.
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