Celibato de par¨¢sitos
El escenario pol¨ªtico depara sorpresas al observador externo desprevenido. Con la intenci¨®n de apoyar una mayor profesionalizaci¨®n de la clase pol¨ªtica espa?ola, y sobre todo de oponerme al intento de imposici¨®n de un catecismo pol¨ªtico por parte de ciertos sectores del Partido Popular y del partido comunista (que parec¨ªan decididos a obtener por decreto coactivo la moralizaci¨®n forzosa de los pol¨ªticos), publiqu¨¦ en estas p¨¢ginas un art¨ªculo que ha parecido provocar unas reacciones ajenas a mi deseo. Mea culpa: sin duda mis graves carencias ret¨®ricas me traicionaron. Pero nunca es tarde para corregirse, reformulando mi argumentaci¨®n en cuatro puntualizaciones:1. Est¨¢ de moda afirmar que si el ?enriqueceos! es un axioma capitalista; ser de izquierdas implica necesariamente su refutaci¨®n. Semejante afirmaci¨®n no me parece acertada. La sociedad capitalista (y no hay alternativa a ella, como acaban de reconocer hasta los sovi¨¦ticos) impone la competencia de mercado, en el que cada cual defiende su propio inter¨¦s, individual o colectivamente. A esto puede llam¨¢rsele enriquecerse o progresar, seg¨²n se mire. Pero no es en s¨ª mismo ni de izquierdas ni de derechas (como prueba que lo hagan tanto la patronal como los sindicatos), sino que es el motor del comportamiento exigido por nuestro modelo de sociedad. Ahora bien, a esta b¨²squeda del propio inter¨¦s (o ¨¦tica como amor propio, seg¨²n la llama Savater) se le pueden hacer dos matizaciones. Primero, excede con mucho el mero enriquecimiento monetario (que s¨®lo puede satisfacer a los menos cultivados), puesto que abarca todo el posible enriquecimiento. personal: voluntad de poder, b¨²squeda de prestigio, af¨¢n de superaci¨®n, deseo de reconocimiento, ambici¨®n moral, necesidad de cari?o y afecto. Y segundo, el que sea de izquierdas o de derechas depende de que se intente a favor o en contra de los intereses ajenos. ?sta es la ¨²nica definici¨®n aceptable de solidaridad (puesto que el altruismo puro es imposible): la de hacer coincidir el inter¨¦s propio con el ajeno. No se trata, pues, de oponer individualismo versus colectivismo (pues la derecha tambi¨¦n defiende sus intereses colectivamente), sino de no intentar satisfacer los propios intereses a costa de lesionar los intereses ajenos. A partir de aqu¨ª siguen estando plenamente vigentes las viejas se?as de identidad de la izquierda socialista: defensa colectiva del propio inter¨¦s, que es com¨²n a las distintas clases de trabajadores asalariados y sus familias, ll¨¢mesele a esto progreso, reivindicaci¨®n o enriquecimiento humano.
2. La contradicci¨®n b¨¢sica de la sociedad capitalista, como intuyeron Hobbes y Marx, es la no coincidencia autom¨¢tica de los intereses individuales y colectivos: el bienestar colectivo no puede obtenerse como mera agregaci¨®n del bienestar individual (teorema de la imposibilidad de Kenneth Arrow). Esto desmiente la mano invisible de Adam Smith, refuta la concepci¨®n liberal del Estado m¨ªnimo y crea la necesidad de la existencia del Estado interventor, cuyo papel no es subsidiario de corregir las imperfecciones del mercado sino, antes que eso, el mucho m¨¢s central de crear el orden social como condici¨®n de posibilidad de la democracia y la competencia de mercado. Ello explica la importancia fundamental de la clase pol¨ªtica como conjunto de profesionales especialistas en la agregaci¨®n y articulaci¨®n de los intereses privados. Si la clase pol¨ªtica es eficaz, habr¨¢ suficiente grado de armonizaci¨®n entre intereses individuales y colectivos. Pero si la clase pol¨ªtica es ineficaz, aparecer¨¢n niveles insuperables de contradicci¨®n entre unos intereses y otros, resultando la crisis de ingobernabilidad. De ah¨ª la urgente conveniencia de la profesionalizaci¨®n de la clase pol¨ªtica, a fin de lograr su m¨¢xima eficacia.
3. La respuesta a la ingobernabilidad de los sistemas pol¨ªticos es el corporatismo, como mecanismo de defensa ante una contradicci¨®n espec¨ªfica entre los intereses individuales y los colectivos: la que se denomina el dilema del gorr¨®n (free rider), magistralmente analizado por Mancur Olson. El inter¨¦s privado puede ser corrupto o estar pervertido (es decir, ser moralmente inadmisible) cuando es de tipo depredador (el cl¨¢sico concepto de explotaci¨®n: satisfacci¨®n del inter¨¦s individual a costa de la lesi¨®n del inter¨¦s colectivo) o cuando es de tipo parasitario (el dilema olsoniano: obtenci¨®n individual de beneficios colectivos que no se ha contribuido a costear). La vocaci¨®n gorroneadora de los seres humanos es, si no innata, s¨ª, desde luego, prematura: de ni?os nos acostumbramos a ser felices par¨¢sitos participando de los beneficios de la familia sin tener que pagar coste alguno ni nada m¨¢s a cambio. Ahora bien, si de mayores sigui¨¦ramos comport¨¢ndonos con tan pueril parasitismo no existir¨ªan grupos socialmente organizados: para que haya organizaci¨®n colectiva, cada miembro individual, antes de que pueda beneficiarse de ella, tiene que contribuir a costearla. Pero una vez que la organizaci¨®n colectiva ya existe, la posibilidad de ser objeto de corrupciones parasitarias contin¨²a amenazando su persistencia ulterior, por lo que la organizaci¨®n que quiera subsistir debe prevenirlas y neutralizarlas. Es el caso, tan t¨ªpico, de las huelgas, que si triunfan benefician tanto a los esquiroles como a los huelguistas, por lo que la tentaci¨®n de ser esquirol par¨¢sito es una amenaza para la organizaci¨®n de la huelga: de ah¨ª la necesidad de los piquetes para evitarla.
Por ello, para hacer frente a este dilema del gorr¨®n toda organizaci¨®n debe ofrecer a sus miembros lo que Olson denomina "incentivos selectivos": premios reservados en exclusiva para pagar la fidelidad solidaria de sus miembros y castigos destinados a prevenir la tentaci¨®n parasitaria. Tales incentivos selectivos, que constituyen la clave del corporativismo gremial de los colegios profesionales, destinada a evitar el intrusismo, explican tambi¨¦n muchos otros mecanismos de la moderna vida organizativa, desde las retribuciones intangibles o en especie hasta el tr¨¢fico de influencias, tan extendido. El mismo salario, en un mercado competitivo, puede actuar de incentivo selectivo destinado a premiar la fidelidad a la empresa si se sit¨²a por encima del precio de mercado. A los funcionarios, en cambio, que no disponemos de mecanismos competitivos, se nos da como incentivo selectivo tanto un crecientemente devaluado prestigio social y mucho tiempo libre como, sobre todo, seguridad indefinida en el empleo. Pero donde los incentivos selectivos son m¨¢s necesarios, por ser el dilema del gorr¨®n m¨¢s grave y manifiesto, es en los grupos de inter¨¦s organizados, como los partidos pol¨ªticos o los sindicatos, sometidos a la constante tentaci¨®n del parasitismo y en crisis permanente de afiliaci¨®n. En este sentido, los esc¨¢ndalos de la financiaci¨®n de los partidos, o de las cooperativas sindicales de promoci¨®n de viviendas, son inmediatamente explicables como incentivos selectivos de respuesta adaptativa a los problemas organizativos que plantea el dilema del gorr¨®n.
4. Por tanto, he aqu¨ª la naturaleza del problema al que nos enfrentamos: c¨®mo mejorar la eficacia de nuestra clase pol¨ªtica para que sea capaz de superar tanto su propio dilema parasitario interno como la com¨²n crisis de gobernabilidad que nos afecta a todos. Una posible respuesta equivocada es la que proponen la derecha cavern¨ªcola y el partido comunista: es el regreso al celibato eclesi¨¢stico como garant¨ªa de incorruptibilidad. Pero otra respuesta posible, a la que yo me adhiero, es la apuesta por la decidida profesionalizaci¨®n de la clase pol¨ªtica, para que pueda estimularse su competencia profesional y su responsabilidad electoral mediante unas retribuciones morales y materiales que hagan la carrera pol¨ªtica lo suficientemente atractiva como para desviar hacia ella a los mejores, en vez de reservarla, como hasta ahora, a los mediocres, que si de boquilla alardean de c¨¦libes (en desinteresado acto de servicio a la sagrada causa del bien com¨²n), de tapadillo se forran subrepticiamente: los reg¨ªmenes autoritarios, como los sovi¨¦ticos o el franquista, son la mejor prueba de la pac¨ªfica coexistencia de la mediocridad verbalmente desinteresada con la corrupci¨®n subterr¨¢neamente generalizada. La moraleja parece obvia: no conviene dejar la pol¨ªtica en manos de aficionados mediocres, que por mucho desinter¨¦s que pongan siempre terminan por corromperse, sino que conviene confi¨¢rsela a los m¨¢s expertos profesionales que con abierta competencia puedan responsabilizarse.
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