Un desfile pol¨¦mico
Todos los d¨ªas se aprende algo. Yo, lo confieso, ignoraba que Francia era, junto con Portugal, el ¨²nico pa¨ªs de la Europa democr¨¢tica que celebra su fiesta nacional con un desfile militar. Poco reconfortante, la compa?¨ªa de estos dos compadres convertidos en Estados de Derecho no tiene hoy nada de vergonzosa. M¨¢s molesto, el desfile militar que viene inmediatamente a la mente: el del oso sovi¨¦tico, del cual la televisi¨®n nos retransmite cada a?o impresionantes im¨¢genes, con una simbolog¨ªa francamente belicosa en el contexto anterior a los m¨¢s recientes acontecimientos.Nuestro malestar aumenta cuando averiguamos que los desfiles militares en las fiestas nacionales proliferan en Am¨¦rica Latina: no es gratificador saberse en compa?¨ªa de Estados con democracias todav¨ªa inciertas. Para decirlo en una palabra, la suspensi¨®n del desfile militar ?no va a la par con una cultura verdaderamente democr¨¢tica, que prohibe la guerra como soluci¨®n posible de los conflictos, que erige, por el contrario, la discusi¨®n en regla absoluta en caso de litigio y convierte al ej¨¦rcito en algo que no se saca y no se muestra m¨¢s que en caso de necesidad absoluta? Con respecto a los pa¨ªses anglosajones, sobre todo, ?no est¨¢ a¨²n Francia a la espera de una guerra, la de la supresi¨®n de su desfile militar del 14 de julio?.
No es seguro. En verdad, si el desfile militar se suprime, no habr¨¢ lloros ni combates por su restablecimiento: nacionalistas y admiradores del ej¨¦rcito se encargar¨¢n de ello. Pero, en el fondo, ?a qui¨¦n sirve este desfile? Oficialmente, para convencernos de que seremos defendidos contra el enemigo exterior. Por ello, cuando se comparan las im¨¢genes atroces de las guerras reales o ficticias -siempre sucias- que la televisi¨®n o el cine muestran ante nosotros el desfile milimetrado, dirigido por un jefe de orquesta, se parece un poco al de los soldados de plomo de nuestra infancia: no se imagina uno todos estos hombres, todos estos pertrechos, haciendo la guerra; se asiste m¨¢s bien a la escenificaci¨®n de un ballet.
Pero, al igual que los soldaditos de plomo -y hoy se hacen mejor las cosas en materia de juguetes b¨¦licos-, el desfile militar, en Francia sobre todo y quiz¨¢ tambi¨¦n en otras partes, ?no ser¨¢ uno de esos ingredientes simb¨®licos que sirven para conjurar nuestra violencia interior, sobre todo ahora que no tenemos un adversario definido? Entre las naciones anglosajonas, escandinavas (m¨¢s que cualesquiera otras) y nosotros, es el viejo debate educativo el que vuelve a abrirse: para matar la agresividad ?habr¨¢ que privar a los ni?os de los soldaditos de plomo, de las pistolas de pl¨¢stico, o, por el contrario, hay que darles estas armas ficticias para que en la realidad las ev¨ªten?
Quien quiera hacer de ¨¢ngel.... Las democracias que pasan de los desfiles militares pueden seguramente estigmatizar nuestro nacionalismo beficista o el retraso de nuestra ¨¦tica democr¨¢tica. Pero, ?pueden presumir de administrar su violencia mejor que nosotros? Despu¨¦s de todo, dejando aparte algunos p¨¢lidos imitadores en el estadio parisiense del Parque de los Pr¨ªncipes, Francia no conoce (hasta el momento, no prometemos nada) los nuevos b¨¢rbaros que se matan entre ellos en las gradas de los campos de f¨²tbol, ni las violencias ¨¦tnicas que estremecen intermitentemente las ciudades de Inglaterra, de Estados Unidos, de los Pa¨ªses Bajos. Y para todas las otras violencias modernas, nos encontramos -con algunas diferencias- en un plano de igualdad.
Naturalmente, no se me har¨¢ decir que la paz en los estadios o en los barrios de Francia es consecuencia de un ¨²nico desfile militar, esta especialidad francesa. Hay otros ingredientes. En particular, se puede uno preguntar si el catol¨ªcismo -en Francia, y en Francia ¨²nicamente, el hereditario enemigo interior de la Rep¨²blica- no le ha legado este gusto por las ceremonias, los fastos y la puesta en escena de las revistas militares, quiz¨¢ destinadas a detener y a conjurar la violencia: el Arco de la Defensa, la Pir¨¢mide del Louvre, todo lo que simbolizan los ministros de la Cultura como Malraux y Lang, son las ilustraciones m¨¢s recientes. Despu¨¦s de todo, esta religi¨®n "anticat¨®lica", todav¨ªa cat¨®lica en su nusmo furor, comenz¨® ya con las fiestas revolucionarias, como la de la Federaci¨®n, donde Talleyrand mis¨® sobre el Altar de la Patria...
Pero, al igual que la Iglesia es santa y que los individuos son pecadores (y se acusan en el secreto del confesionario), tambi¨¦n Francia es santa (?Charles de Gaulle y Francia!) y sobrelleva dif¨ªcilmente la confesi¨®n p¨²blica de las faltas pasadas. S¨®lo los individuos son culpables. De ah¨ª deriva, como dec¨ªa con tino A. Finkielkraut, la dificultad de hablar de Vichy y del papel de los franceses en las deportaciones de jud¨ªos, y tambi¨¦n de la guerra de Argel¨ªa y de otros cad¨¢veres en el armario...
Gusto por la representaci¨®n, dificultades de la confesi¨®n: nuestra simb¨®lica nacional sin duda no es peor ni mejor que las otras. En todo caso, resulta in¨²til enrojecer por nuestro desfile militar, ni por las palabras de nuestra Marsellesa: m¨¢s vale hacer la guerra a trav¨¦s de representaciones y de palabras (suponiendo que se crea en ellas) que mediante actos. Los dem¨¢s administran de otra forma su violencia interna: la tauromaquia espa?ola, que tanto hace aullar a otras personas, tiene probablemente efectos "cat¨¢rticos" similares. La Europa por llegar ?debe eliminar sus pr¨¢cticas enraizadas en la violencia nacional secular y en la conciencia de cada uno, ha de hacer la toilette de su "barbarie" residual pero, sin duda, necesaria? Habr¨¢ que verlo.
Jean Louis Schlegel es redactor jefe de la revista Esprit.
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