Berl¨ªn no es una fiesta
La escena es bien cotidiana. Estamos en Berl¨ªn, en la terraza del Hardenberg Caf¨¦, justo frente a la Studenthaus, cuyo asalto por la polic¨ªa en mayo de 1970 marc¨® uno de los hitos decisivos en la historia alternativa de esta ciudad. En la terraza ha venido a sentarse un grupo de j¨®venes estudiantes que deb¨ªan ser ni?os por aquel entonces. Vienen a festejar entre risas el primer d¨ªa de sol, tras soportar largamente un clima malhumorado. Y en eso aparece la figura menuda de un chaval¨ªn moreno , vestido con ropas que parecen de hace 20 a?os, y les muestra en silencio un papel min¨²sculo metido en una funda de pl¨¢stico, mientras extiende una mano mendicante por entre las monumentales copas de helado y frutas. El joven m¨¢s pr¨®ximo a ¨¦l, sin levantar la voz, pero con una entonaci¨®n que no deja lugar a dudas, le ordena que se vaya. Pero el muchacho contin¨²a ah¨ª, impert¨¦rrito, con la mirada ausente y los brazos extendidos. El estudiante se acalora, levanta la voz, le zarandea levemente el hombro y por fin le espeta en un grito la palabra que se usa para alejar a los perros: ?raus! En la pl¨¢cida terraza del caf¨¦, en un ambiente de m¨²sica de Keith Jarret e indumentarias divertidamente alternativas, el grito suena con la contundencia de un par de bofetadas. Avergonzados, algunos compa?eros de mesa del energ¨²meno vociferante llaman al chiquillo y le dan unas monedas. Lo mismo sucede en varias mesas vecinas. Cuando por fin el muchacho se aleja con el dinero en el pu?o cerrado sobre el pecho y la misma mirada ausente, la tensi¨®n parece relajarse. Pero en la mesa de al lado se ha hecho el silencio: el festejo ha concluido, y cada cual se aplica concentrado a terminar lo antes posible su copa. Es del todo evidente que algo decisivo se ha roto en la velada y que es irrecomponible.La escena es bien cotidiana, y, sin, embargo no puede ser m¨¢s significativa. Ejemplifica limpiamente el modo como la pat¨¦tica presencia de los exiliados del Este est¨¢ comenzando a cuartear la muy confortable vida cotidiana, alternativa o no, de esta ciudad. Tan s¨®lo es preciso seguir calle abajo, hasta el punto de su desembocadura en la plaza de la iglesia truncada, la Ged?chtniskirche, para apreciar de qu¨¦ modo est¨¢ transform¨¢ndose la privilegiada existencia del berlin¨¦s con la presencia masiva de estos nuevos despose¨ªdos de la tierra. A la izquierda, en el escaso espacio que media entre la boca del metro que une las dos mitades de Berl¨ªn y las puertas del Deutsche Verkehrs Kredit Bank, se despliega un impresionante mercado negro de divisas, donde la cotizaci¨®n del marco del Este cambia d¨ªa a d¨ªa. Y a su amparo, un bullicio de vendedores de bebidas, tabaco, souvenirs, am¨¦n de los inevitables trileros. Justo enfrente, en la acera derecha, ante las puertas de los almacenes Aldi, interminables colas de polacos aguardan desde primeras horas de la ma?ana su turno para tocar con la punta de los dedos las bendiciones del consumo. Luego regresar¨¢n a su pa¨ªs en sus diminutos autom¨®viles, atiborrados de ropa o radiocasetes unos pocos privilegiados; los m¨¢s, con un cargamento de chocolate barato, cacahuetes y pa?uelos de papel. Por ello, se cuenta por aqu¨ª a modo de chascarrillo sarc¨¢stico que Polonia ha conseguido acabar con las colas export¨¢ndolas a Berl¨ªn.
Pero quiz¨¢ donde el espect¨¢culo de esta miseria, hasta casi ayer desconocida para el Derlin¨¦s, se hace m¨¢s insoportablemente desgarradora es en el tradicional Rastro de Gleiesdreieck, donde han venido a hacerse un sitio los polacos. En ese descampado, una multitud acude cada d¨ªa a extender sobre un escaso metro cuadrado de hule cuatro pobres objetos para su venta. Algunos ofrecen prendas militares, condecoraciones, insignias y estampas religiosas, e incluso los espadines de honor, como en las paradas de los turcos que venden fragmentos del muro a los turistas en Postdammerplatz. Los osados se atreven con una botella de vodka, una lata de caviar o un cart¨®n de cigarrillos. Pero son los menos. La mayor¨ªa vende sus propias pertenencias: desde el tapete bordado por la abuela al sonajero de pl¨¢stico del ni?o. El espect¨¢culo es estremecedor. Cada puesto ofrece no m¨¢s de tres o cuatro objetos: utensilios de cocina, de bricolaje, piezas de vajilla, algo de ropa. All¨ª se encuentra de todo: de lo m¨¢s trivial a lo m¨¢s ins¨®lito. Juguetes, ba?adores y lencer¨ªa, como reci¨¦n salidos de alg¨²n t¨²nel del tiempo, marcan el punto ¨¢lgido del dramatismo. Dicen que conseguir uno o dos marcos en un d¨ªa ya les compensa el viaje. Pero escuchar los regateos duele en lo m¨¢s profundo. Y mirarles a los ojos es casi imposible.
Dicen que Berl¨ªn, tal vez toda Alemania, va a conocer pronto una explosi¨®n de enfrentamientos sociales sin precedentes. Es muy posible. En todo caso, lo cierto es que est¨¢ comenzando la resaca de la gran fiesta del 9 de noviembre, y todo el mundo ventea como puede y receloso el futuro. Porque no est¨¢ nada claro que Berl¨ªn vaya a seguir siendo por mucho tiempo, como reza su divisa, tut gut. Ahora, en el Hardenberg Caf¨¦, no han pasado ni cinco minutos de la salida del muchacho cuando otra gitana, h¨²ngara o rumana, ha vuelto a extender el mismo papel y la misma mano sobre las copas de helado ya casi vac¨ªas. Y en la mesa se han cruzado las miradas en silencio: miradas indecisas las de las almas caritativas, desafiante el energ¨²meno. Y en todas las cabezas, id¨¦ntica pregunta: y ahora, ?qu¨¦?
Es la misma pregunta que se hicieron no hace mucho los alternativos cuando vieron c¨®mo las zonas vac¨ªas de su casa ocupada eran invadidas por esa nueva raza de j¨®venes que son los aut¨®nomos, con intenci¨®n de ocuparlas a su vez. Tambi¨¦n aqu¨ª, frente a frente, un bienestar firmemente adquirido y el grito de los despose¨ªdos. A un lado, la subcultura alternativa, ampliamente subvencionada e importante foco de atracci¨®n tur¨ªstica, hasta el punto de que en la gu¨ªa oficial Berlin f¨¹r junge Leute es caracterizada como "un movimiento que se esfuerza por crear nuevas formas de vida y trabajo y permitir relaciones de dimensi¨®n humana en nuestra sociedad tan a menudo an¨®nima...". Y frente a ellos, los aut¨®nomos, de origen incierto, aunque se les atribuye una mayor¨ªa turca: nuevas generaciones que ya no est¨¢n dispuestas a matarse a trabajar en Berl¨ªn sin salir jam¨¢s del gueto, para con los a?os regresar a Turqu¨ªa e instalar un negocio all¨ª. Son los mismos que en las manifestaciones del Primero de Mayo en Kreuzberg, desde hace dos a?os, atacan a la polic¨ªa con piedras y c¨®cteles m¨®lotov, y a los que ya se les comienzan a atribuir algunos incipientes saqueos de comercios, tanto m¨¢s sorprendentes en esta ciudad, que debe ser con certeza una de las m¨¢s ricas, amables y seguras del mundo.
Y seg¨²n cuentan, ante el intento ocupacional de los aut¨®nomos, los alternativos trataron de ser dialogantes, expusieron sus derechos adquiridos y sus razones. Largamente. Pero finalmente, cuando el y ahora ?qu¨¦? impuso sus urgencias ante la obstinaci¨®n de los nuevos ocupantes, optaron por el desalojo. Y avisaron a la polic¨ªa.
es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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