La imaginaci¨®n sectaria
T¨®mese cualquiera de los nombres de sectas que estos d¨ªas suenan en los medios de comunicaci¨®n -Hare Krishna, Rachimura, Ceis, Ananga Marga, ?gora, Bhagwan Rajnee, Moori, Edelweiss, Ni?os de Dios, Brahma Kurnari, etc¨¦tera- y sustit¨²yaselos por otros que seguramente ya s¨®lo suenan a aquellos que hayan le¨ªdo La tentaci¨®n de san Antonio, de Flaubert, donde muy l¨²cidamente aparecen en forma de pesadilla -cainitas, circunceliones, setianos, apolinaristas, sabelianos, valentinianos, simonianos, ofitas, bardesanianos, cerintianos, etc¨¦tera-; las acusaciones son las mismas, la descripci¨®n de los sectarios casi id¨¦ntica, el lugar que, como cuerpos extra?os y peligrosos, ocupan en el imaginario social es muy parecido, y la persecuci¨®n policial a que son sometidas, casi no var¨ªa. La diferencia est¨¢ en que casi 16 siglos separan ambas situaciones.Y, sin embargo, leyendo los libros de nuestros dos m¨¢ximos especialistas nacionales en sectas, la ex diputada Pilar Salarrullana y el psic¨®logo Pepe Rodr¨ªguez, con an¨¦cdotas apenas diferentes, uno cree estar leyendo a Hip¨®lito de Roma, a Ireneo de Le¨®n, a Tertuliano (¨¦l mismo incluido luego en el n¨²mero de los herejes), a Eusebio de Ces¨¢rea, a Agust¨ªn de Hipona, o a nuestro hispan¨ªsimo y entra?able Isidoro de Sevilla, con sus largas y reiteradas listas de herejes, a los que atribuyen todo tipo de perversiones, estragos sociales y manipulaciones mentales.
Es curioso lo que han variado las cosas en Occidente y, m¨¢s que en ning¨²n otro lugar, en Espa?a, de apenas hace 10 a?os a esta parte: se ha pasado de la admiraci¨®n a las comunas y su modo de vida alternativo, de la defensa del amor libre y todo tipo de formas de desinhibici¨®n sexual, de la fascinaci¨®n de las formas est¨¢ticas de la religiosidad oriental y de la alabanza a cualquier tipo de comportamiento que minara el ego¨ªsmo tardo-burgu¨¦s a la defensa a ultranza de la pareja, la procreaci¨®n y las formas convencionales de sexualidad, la suspicacia ante cualquier forma de extatismo religioso (que casi siempre implica alguna forma de ingesti¨®n de psicotropos) y el rechazo de todo aquello que pueda poner en peligro el actual statu quo pol¨ªtico-moral tan felizmente gestado a lo largo de la llamada por Tom Wolfe d¨¦cada vanidosa.
El paralelo con la instauraci¨®n cristiana del siglo IV es impresionante -aunque la historia va tan acelerada, a pesar de los agoreros que la dan por terminada, que los siglos se han convertido en d¨¦cadas-: los restos del experimentalismo moral y cultural de los 60-70, al igual que ocurri¨® con la fermentaci¨®n eclesial de los siglos II y III (esa eclesog¨¦nesis hoy tan alabada por la teolog¨ªa de la liberaci¨®n en t¨¦rminos puramente pol¨ªticos), perviven en la medida en que no resultan peligrosos, o incluso posiblemente refuerzan, para el nuevo sistema convencional de equilibrios. As¨ª es como hoy sobreviven modas como la llamada new age, o sectas no destructivas (y por tanto integradoras y hasta funcionales), como las cat¨®licas (Opus, neocatecumenales, Comuni¨®n y Liberaci¨®n), o movimientos de liberaci¨®n sexual convertidos en grupos de apoyo psicol¨®gico para los afectados por la nonchalance sexual de la contracultura (que es en lo que se han convertido los movimientos gay)
Lo que se pena en las llamadas sectas destructivas, caracterizadas principalmente por su defensa extrema de los principales postulados de la contracultura -como agudamente se?alaba Manuel Delgado desde su cu?a de divulgaci¨®n antropol¨®gica de La bisagra-, es su extemporaneidad cultural: siguen aferrados a f¨®rmulas de interacci¨®n social y a formas de presentaci¨®n p¨²blica del yo consideradas hoy caducas -fruto de utopismos trasnochados- y que, por a?adidura, ellos han fetichizado y convertido en instituciones cuya estructura grupal y usos chocan frontalmente con el imaginario social presente y la legalidad burguesa triunfalmente restaurada.
Esto supuesto, y supuesto tambi¨¦n que toda sociedad compleja (no as¨ª las llamadas primitivas, que suelen ritualizar los comportamientos peligrosos para mejor conjurarlos) necesita representarse todo un repertorio de abominaciones, si es posible figurativizadas en forma contrainstitucional, que sirva de elemento de conmutaci¨®n de lo normado, hace falta saber si esos survivals de la ¨¦poca de fermentaci¨®n social anterior, convertidos en retablo de la marginaci¨®n moral presente, violan la ley vigente del modo que se les acusa, o son sencillamente la percha disforme donde la sociedad normal cuelga todo aquello que le resulta rechazable, el espejo c¨®ncavo que devuelve a la mayor¨ªa conforme la caricatura que ¨¦sta no desea ver.
He o¨ªdo hablar estos d¨ªas pasados en varias emisoras de radio a algunos de los miembros de los Ni?os de Dios, en libertad condicional tras otra de las eficaces redadas anti-sectas de los Mossos d'Esquadra (?y a¨²n se queja Pujol de que tienen cortapisas!), y su forma de defenderse ten¨ªa todas las caracter¨ªsticas de la famosa frase atribuida por Consencio a los priscilianistas del siglo IV: iura et peiura, secretum prodere noli (jura y perjura, pero jam¨¢s entregues el secreto de la secta). Disimulo es evidente que lo hay, salta a la vista hasta en el tono de voz. Pero ?es tan grave el secreto, o hay secreto sencillamente como forma de defensa grupal? En general, detr¨¢s de todo secreto inici¨¢tico no hay m¨¢s que el punto ciego que mantiene la unidad ciega del grupo (fanatizado o no), el vac¨ªo lleno de telara?as que Pompeyo encontr¨® al penetrar sacr¨ªlegamente en el sanctasanct¨®rum del templo de Jerusal¨¦n.
No hay que olvidar, por lo que hace a la experiencia hist¨®rica espa?ola, que esa secta que Consencio presenta en el siglo V como perfectamente coherente a san Agust¨ªn, los priscillanistas, probablemente -y es Sainz Rodr¨ªguez quien lo dice- no era el grupo coherente que se nos ha presentado, sino un caos de corrientes constituidas en enemigo a medida de la Iglesia oficial, atribuyendo su supuesta fundaci¨®n a un supuesto hereje que no era m¨¢s que un rigorista y cuyo Apolog¨¦tico, seg¨²n Dom Morin, no habr¨ªa sido escrito por ¨¦l, sino por Instancio. Es as¨ª como nuestra m¨¢s famosa secta her¨¦tica, aquella que el papa Le¨®n llam¨® "sentina de todas las herej¨ªas", se diluye en la nada merced a la cr¨ªtica hist¨®rica.
Si en cuesti¨®n de difamaciones a grupos marginales pasamos de la peque?a secta "arrojada al basurero" de la historia a la secta triunfante convertida en Iglesia universal, veremos que uno tras otro los primeros apologetas cristianos se empe?an en despejar la acusaci¨®n de lo que los paganos sol¨ªan presentar como los tria crimina espec¨ªficamente cristianos: el ate¨ªsmo (es decir, la subversi¨®n contra el Estado), los banquetes tiesteos (es decir, el infanticidio seguido de comensalismo can¨ªbal) y el incesto.
De estos tres cr¨ªmenes, el de canibalismo hab¨ªa sido primero aplicado, con id¨¦ntico animus infamandi, por los griegos a los jud¨ªos, y volver¨¢ a recaer sobre los jud¨ªos, tras el triunfo cristiano, hasta bien entrado el siglo XIX, sin que pr¨¢cticamente en ning¨²n caso la acusaci¨®n pudiera llegar a sustanciarse. A partir de finales del siglo XV, dicho crimen pasar¨¢ tambi¨¦n a caracterizar (formando los llamados tria peccatela de Indias) a los salvajes no europeos, hasta pr¨¢cticamente nuestros d¨ªas, sin que en la mayor parte de los casos, como ha se?alado W. Arens en Antropolog¨ªa y antropofagia, hayan podido presentarse pruebas fiables de la acusaci¨®n, que generalmente serv¨ªa como casus belli con el que extender la civilizaci¨®n.
Es probable que, como en los escasos casos comprobados de canibalismo efectivo (que puede reducirse a la ingesti¨®n de cenizas del pariente mezcladas con la comida, lo que es bien distinto de la representaci¨®n del fest¨ªn can¨ªbal con el prisionero dentro de la perola), la equiparaci¨®n de las categor¨ªas del sectario con las categor¨ªas sociales dominantes resulta dificil de establecer con justeza. O, lo que es lo mismo, es muy probable que el sectario no tenga la menor conciencia de estar violando la ley, por estar sometido, desde su punto de vista, a una legalidad superior (es, ni m¨¢s ni menos, lo que ocurria a los primitivos cristianos cuando se negaban a ofrecer incienso al numen del emperador), lo que, evidentemente, no lo exime de tener que pechar con el peso de la ley, seg¨²n la conocida m¨¢xima jur¨ªdica.
El problema est¨¢ en que, constituidas como parecen estar las sectas en v¨ªctimas propiciatonas de la moralidad social restaurada y la nueva presentaci¨®n p¨²blica del yo (como las brujas lo fueron del naciente orden racionalista, seg¨²n ha argumentado convincentemente Trevor Roper), es muy probable que en el ¨¢nimo de los jueces y polic¨ªas pese m¨¢s el prejuicio que la objetividad a la hora de evaluar hechos de dudosa decidibilidad moral (como los implicados en el reciente caso del T¨ªo Alberto, felizmente resuelto con salvaguarda de la presunci¨®n de inocencia) que parecen ya estar juzgados y condenados por la opini¨®n p¨²blica.
Es en tesituras como ¨¦sta donde la libertad de criterio, que define a la persona como entidad aut¨®noma en un contexto de m¨²ltiples y complejas determinaciones, se manifiesta con un nesgo tan dificil de sobrellevar como gratificante para quien lo corre: s¨®lo que el premio, la mayor parte de las veces, consiste en la sola evaluaci¨®n de los datos, sin poder llegar a conclusiones. Es algo que quiz¨¢ los jueces no siempre pueden permitirse, pero s¨ª el individuo de a pie, libre y racional.
Alberto Card¨ªn es antrop¨®logo
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