Los altos hornos
El lector podr¨¢ observar que el t¨ªtulo de este art¨ªculo viene dado por las temperaturas elevadas. A 1.000 metros sobre el nivel del mar, los 35 grados a la sombra califican el paisaje. Las tierras altas de Castilla, entre Burgos y Soria, de ordinario tan frescas, son un horno. Cuando este lugar a¨²n ten¨ªa panadero y se iba a por la hogaza, el horno era un lugar delimitado, un per¨ªmetro ardiente que aquel hombre (se llamaba Balbino) controlaba. El calor se ha escapado. Hoy el sol parte las piedras, los gorriones mueren de lipotimia y s¨®lo las hormigas se siguen activando en el prado reseco. Se dice que funcionan con energ¨ªa solar. Yo no soy un parcial de las hormigas y busco la penumbra.En tales condiciones, en este div¨¢n que mi abuelo llamaba cama turca, a esta hora que dicen la siesta del carnero, he querido refrescarme la sangre y la memoria. Recuerdo frutas de otros veranos. Recuerdo otros calores que los a?os han vuelto inofensivos. Recuerdo haber visto de ni?o los calores de la siega (y esta noche, en la ladera se encender¨¢ el ojo de un complicado insecto cosechando en un vaiv¨¦n lento y mec¨¢nico). Recuerdo ver trillar. Los espa?oles tenemos el recuerdo rural al alcance de la mano, ni encerrado en el folclor ni recogido en archivo antropol¨®gico, a menudo tendiendo la memoria por encima de una generaci¨®n. En tiempos de mi abuelo, un pintor de Madrid se jactaba de averiguar la regi¨®n de procedencia de los isidros en su forma de vestir.
Recuerdo las mulas palentinas.
Recuerdo un lobo muerto.
Recuerdo los bueyes que llamaban avile?os, monstruos cornalones de andar extra?amente femenino, pelo za¨ªno, ancas huesudas, y un metro setenta en la cruz, duros para el trabajo.
Recuerdo a mi abuelo jugando al domin¨® con el veterinario, el cura y el maestro, y no era una zarzuela costumbrista.
Recuerdo un sue?o recurrente de mi infancia, pero dice un arte de ingenio que contar los propios sue?os sobre aburrir a los dem¨¢s delata al necio. ?Qui¨¦n se atrevi¨® a decir eso? ?Casanova? No recuerdo el autor.
Recuerdo a los chorizos condecorados. No es ninguna alusi¨®n. Los embutidos llevaban en la cuerda una chapa acu?ada en alguna oficina de Sanidad o en el Ministerio de Hacienda, una bonita medalla que rebrillaba como un premio, dorada para el chorizo, de plata para el salchich¨®n. Creo que va siendo la hora de almorzar. Entonces el vino se med¨ªa por el sistema hind¨² de base cuatro (la c¨¢ntara llevaba 16 litros). Se sigue haciendo as¨ª en muchas bodegas, y la ra¨ªz del sistema es morfol¨®gica, el dedo pulgar oponi¨¦ndose a los otros cuatro dedos de la mano para contarlos sin contarse ¨¦l mismo (el n¨²mero ocho, las dos manos, la media c¨¢ntara, es el todo, el universo hind¨²).
Recuerdo otras pamplinas, igualmente pintorescas le¨ªdas no s¨¦ d¨®nde. S¨¦ que mi generaci¨®n se iba a la India en viaje inici¨¢tico. Yo no fui.
Recuerdo cuando para ir a Europa cambiaba uno de tren con paisanos transportando muchos bultos (Europa eran los otros). Y recuerdo el seiscientos colorado de un amigo bautizado sin m¨¢s El Pedo Rojo.
Recuerdo el Fellini de Amarcord (Yo recuerdo en roma?¨¦s).
Y recuerdo el Yo recuerdo de Perec.
Nabokov defend¨ªa que la memoria es una potencia que radica en el coraz¨®n, la v¨ªscera tradicional del sentimiento, y no en el cerebro, que es la v¨ªscera del conocimiento racional. Sin duda, la endocrinolog¨ªa a¨²n disputa cu¨¢l es el mecanismo que activa los recuerdos, y conf¨ªa en poder aislar alg¨²n d¨ªa la hormona o la mol¨¦cula que con la memoria despierta el placer. ?La memoria dolorosa? Recuerdo la angustia del mar en una ocasi¨®n. La corriente de la r¨ªa de Gernika me arrastraba en la resaca, con el pe?¨®n de ?zaro al horizonte, y un hombre me recogi¨® en una barca, y 30 a?os m¨¢s tarde lo puedo contar. Qui¨¦n sabe lo que sucede en esas c¨¦lulas que almacenan la informaci¨®n, o la recrean para nosotros cualquiera que sea el lapso de tiempo transcurrido, con m¨ªnimas imperfecciones, con deslumbrantes adornos, hasta que la vejez las debilita y la decrepitud las extingue, y lo mismo nos olvidamos que estuvimos a punto de ahogarnos un verano que de nuestra primera comuni¨®n.
(A este ¨²ltimo respecto se puede a?adir algo. La memoria religiosa sufre un quiebro en nuestra generaci¨®n. Fue entonces cuando empezaron a vaciarse las parroquias, y toda la telegenia del Papa y todo su alzar de brazos y besar alquitranes no ha bastado para volver a llenarlas. Mi memoria religiosa y colegial es en lat¨ªn. Ite, misa est. Al tiempo llegaba el ingl¨¦s. Satisfaction y los primeros discos de los Rolling.)
El ejercicio de la memoria cr¨ªtica es ¨²til y saludable, como el boxeo con las sombras (shadow boxing, en el po¨¦tico lenguaje de los entrenadores). Otra cosa es el rid¨ªculo ejercicio que enfrenta a un Pulgarcito tan campante con la sombra de Barba Azul (David presenta combate a Goliat en vida, no in memoriam). Sin duda, hay un pasado est¨¦ril que se reduce a cenizas, y otro pasado donde al acercar el aliento se alumbran las brasas. Hay sombras que se animan al ser iluminadas nuevamente, y otras de cart¨®n fallero que aguantan inm¨®viles los pelotazos lanzados desde el presente, y al cabo se desmoronan, y otra mirada las recompone. Nadie aumenta de estatura alz¨¢ndose sobre un mont¨®n de escombros.
Las ciudades de la memoria representan un paseo ins¨®lito. Es f¨¢cil hallarlas en ruinas, esto es, casi olvidadas. En ocasiones intercambian sus calles y el idioma que se habla en sus mercados. Hay una ciudad que me recibi¨® s¨®lo unas horas, y a¨²n me persigue la magia de su nombre: Inverness. Hay otra que no podr¨¦ olvidar: Paleokora. Qu¨¦ calor. Soplaba el viento que en Creta llaman lybias. Yo ten¨ªa 21 a?os, dos gatos y un verano t¨®rrido por delante. Quien m¨¢s sufre en esas condiciones son los gatos, que no logran desprenderse de su abrigo de pieles.
Ahora debo concluir. El enemigo del hombre en la penumbra es la mosca. Reconozco a la mosca indestructible, a la mosca en s¨ª, que ha llegado desde las siestas de mi infancia hasta zumbar alrededor en este d¨ªa.
Recuerdo aquellas cintas de papel engomado donde las moscas emit¨ªan durante horas el ronroneo de un min¨²sculo orfe¨®n agonizante. Exist¨ªa la guerra qu¨ªmica y los pulverizadores de flitz (la flitzkrieg, o guerra de los polvos flitz, nocivos para las moscas y para los ni?os menores de seis a?os). La tecnolog¨ªa de punta nos ofrece hoy una vibrante luz malva que hipnotiza al insecto y le achicharra. Nada detiene el progreso militar.
Afuera hace un calor que asa a los perros.
Recuerdo que el a?o pasado por estas fechas estuve visitando los altos hornos de Ensidesa en la factor¨ªa de Gij¨®n.
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