En tren
De cuando en cuando, como unos ejercicios espirituales de la distancia, decidimos viajar en tren, y nos gusta imaginar nuestra nariz de ni?o aplastada de nuevo entre la curiosidad y el cristal del primer televisor que conocimos. Por m¨¢s que intenten modernizarlo con v¨ªdeos ortop¨¦dicos y azafatas sin alas, las ruedas de los trenes siempre acaban enred¨¢ndose en el siglo XIX, y la velocidad es historia, y el traqueteo, su latido. Montarse en un tren es aceptar que m¨¢s all¨¢ de las carreteras y los aeropuertos existe tambi¨¦n un mundo sin fachadas. Los ra¨ªles son como una peque?a sutura que penetra en el dolor perif¨¦rico de las ciudades y que perfuma el paisaje con soplos de brea y carbonilla. Vistos desde el tren, los vertederos del arrabal son mera geograf¨ªa, y las chabolas parecen ese cine neorrealista desde donde Anna Magnani agita la mano y saluda nuestro paso.Luego est¨¢n esos pasajeros cer¨²leos y callados con cara de Machado o de Pessoa, de Azor¨ªn o de Salvat-Papasseit, que la compa?¨ªa ha sentado all¨ª para que nos sintamos vivos y fecundos en esta enorme herramienta de hacer literatura que es el ferrocarril. S¨®lo aqu¨ª se conservan esas palabras que alg¨²n d¨ªa acompa?aron el progreso de las m¨¢quinas y que hoy sorprenden el regreso hacia la infancia: factor, consigna, tinglado, retrete, caldera, jefe de estaci¨®n... Palabras que se repiten todav¨ªa junto a escenograf¨ªas inmortales de sem¨¢foros enanos y silbatos agoreros.
En tiempos supers¨®nicos, el tren es un viaje interior hacia las primeras miradas y las primeras despedidas. S¨®lo en las estaciones, los pa?uelos del adi¨®s se pegan en los dedos y los besos de and¨¦n vuelan m¨¢s aprisa que los puentes a¨¦reos. De cuando en cuando, el mundo cabe en la mesa del comedor, y tras las ventanas creemos ver en el horizonte los ojos enormes del ni?o que fuimos contemplando nuestros peque?os amores de maqueta.
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