Mentiras de otros
En este octubre invernal y lluvioso urge proveerse de ropas de abrigo y de libros que le permitan a uno emprender la traves¨ªa hacia diciembre recluy¨¦ndose en ellos como en una casa c¨¢lida y serena, razonablemente aislada de la intemperie y de la estupidez. Sugiero dos para empezar el viaje: uno, de Michel Schneider sobre el pianista mis¨¢ntropo Glenn Gould; otro, de William Faulkner. De nuevo Faulkner, como casi siempre, el sonido y la furia de sus palabras donde resuenan el Antiguo Testamento, Shakespeare y Joyce; Faulkner rele¨ªdo en las tardes de octubre que ya preludian el invierno, vivo y poderoso c¨®mo nunca, 28 a?os despu¨¦s de su muerte, arisco y solo, como Gould, aunque no en la Tebaida helada de los moteles y los apartamentos vac¨ªos, sino en el mismo pueblo reaccionario , chismoso donde naci¨®, viejo, irreductible, desmedrado, con el pelo blanco, como Mink Snopes, el hombre que esper¨® 40 anos para cumplir una venganza y descubri¨® al salir de la c¨¢rcel que el mundo que conoc¨ªa cuando lo detuvieron hab¨ªa desaparecido para siempre, y que su venganza, aunque la obtuviera, ser¨ªa tan irrisoria como su vida ya p¨®stuma.Faulkner de nuevo, esta vez La mansi¨®n, su novela pen¨²ltima, traducida con veracidad, con belleza y pasi¨®n por Jos¨¦ Luis; L¨®pez Mu?oz, que ha pasado no s¨¦ cu¨¢ntos a?os de su vida enredado en las genealog¨ªas s¨®rdidas y lujuriosas de los Snopes, esa familla que asol¨® el condado de Yokilapatawpha con la tenacidad innumerable y mezquina de una colonia de termitas. En estos d¨ªas, cuando los rituales y las fantasmadas y las tonter¨ªas tediosas de la sociedad literaria vuelven para celebrar, despu¨¦s de "la tregua del verano, la conocida ceremonia de la confusi¨®n, el regreso de Faulkner es un consuelo y un ejemplo, incluso un desaf¨ªo, ese desplante orgulloso de la literatura frente a los molinos de viento y de vanidad de todos los simulacros que quieren suplantarla. Uno, que ama de los libros no s¨®lo las palabras que contienen, sino tambi¨¦n el matiz de blancura del papel, su olor, su volumen, su peso, toma entre las manos esta edici¨®n de Faulkner y la nota densa de vida y gr¨¢vida de peripecias y destinos de hombres, y sale de la librer¨ªa en la ma?ana desapacible de oto?o como si llevara un pan reci¨¦n hecho que le calienta las manos y le conforta el coraz¨®n, impaciente por llegar a casa y emprender la lectura, incapaz de no quitarle el envoltorio mientras camina por la calle y de probar un adelanto del placer que le espera; estas palabras, por ejemplo: "Algunas personas nacen para creer las mentiras de otros".
Estar¨¢ uno, como Mink Snopes, entre esas personas? ?Ser¨¢ ¨¦se el motivo de que le guste tanto leer novelas, hasta el punto de que en ciertos periodos de su vida ha habitado en ellas mucho m¨¢s confortablemente que en la realidad? Al cabo de un rato, y de manera inevitable, surge una interrogaci¨®n de filo m¨¢s agudo, que interesa, como dir¨ªa un parte m¨¦dico, a uno de los nervios vitales de este harag¨¢n que andaba a media ma?ana tan extraviado y feliz con su novela de Faulkner abierta por la mitad entre las manos, tan absorto en ella que m¨¢s de una vez ha chocado con alguien y ha corrido el peligro de que lo atropelle un autom¨®vil: ?ser¨¢ cierto, como dicen ahora los novelistas, que el arte de la novela es una variedad del arte de mentir y una consecuencia de la afici¨®n infantil a contar embustes? Si hay personas que nacen para creer las mentiras de otros, sin duda las habr¨¢ tambi¨¦n que nazcan para inventarlas, y que andando el tiempo, inh¨¢biles para la pol¨ªtica, la publicidad y los negocios, ejerzan su vocaci¨®n en el oficio irresponsable de la novela. Faulkner minti¨® siempre, recuerdan los apologistas de la mentira: dec¨ªa haber luchado como piloto en la guerra europea, aunque no paso de recluta en un campo de aviaci¨®n canadiense, y en su vejez aseguraba que no era en realidad un escritor, sino un granjero. Lo que se olvidan de decirnos, lo que uno mismo olvid¨® o no supo aprender las primeras veces que le¨ªa sus novelas y quedaba abrumado por el resplandor al mismo tiempo vasto y minucioso de sus invenciones, es que Faulkner no s¨®lo nunca minti¨® al escribir, sino que ha perdurado -grandioso, solitario y hura?o, tan eficaz en la ira como en la ternura- por la objetiva conmoci¨®n de verdad que hay en sus palabras y en los rasgos de cada uno de sus personajes, los canallas y los inocentes, los fracasados y los vencedores, los idiotas y los sabios, los sinverguenzas y los admirables; por la verdad, sobre todo, con que sentimos al leerlo que se entregaba al acto de escribir, lejos del mundo y tan arraigado a ¨¦l como un ¨¢rbol o un hombre que se inclina sobre la tierra para sembrarla o ararla, inaccesible y pueblerino en su granja del Sur y universal y pr¨®ximo a cualquiera que est¨¦ vivo y padezca el dolor o conozca el deseo, a este lector que tantos a?os despu¨¦s de su muerte ha comprado un libro suyo traducido a otro idioma y se encierra en casa para volver a leerlo con el mismo entusiasmo de las primeras veces, pero con otra mirada ahora, m¨¢s desenga?ada y m¨¢s atenta, con una devoci¨®n tal vez m¨¢s l¨²cida y posiblemente m¨¢s radical, pues ya no le pide a la novela que le cuente una mentira y le descubra sus leyes y sus artificios, sino que le ense?e a inventar la verdad y a contarla con el mismo despojo y el mismo impulso de predestinaci¨®n y de azar con que suceden los hechos y fluyen las palabras y los d¨ªas, sin apariencia de prop¨®sito, como se impone la m¨²sica sobre el silencio de la soledad.
La novela y la m¨²sica, modulaciones del tiempo y no de la mentira: Faulkner y Gould, c¨®mplices casuales en la tarde de octubre, misteriosamente afines en la conciencia de quien lee y escucha -al mismo tiempo las Variaciones Goldberg tocadas por Gould en 1955, cuando todav¨ªa actuaba en p¨²blico y no hab¨ªa arrancado su nombre de la puerta de su apartamento. Faulkner, como una fragorosa inundaci¨®n de palabras, como un r¨ªo de miradas y de voces y de pasos; Gould, contenido y aritm¨¦tico, enunciando a Bach con una fr¨ªa pasi¨®n que se parece a la locura de unos ojos muy claros: los dos ensimismados y solos en su delirio de ermita?os y tentados por el demonio de la imaginaci¨®n, los dos inclin¨¢ndose sobre el instrumento de su oficio como uncidos a ¨¦l; Faulkner, sobre una hoja de papel manchada de tinta en la que tal vez hay se?alado -el c¨ªrculo de un vaso de whisky; Gould, sobre el teclado de un plano; los dos hipnotizados por la inminencia de esa palabra desconocida y necesaria que a¨²n no ha sido escrita o de esa nota que va a sonar al cabo de una d¨¦cima de segundo; los dos escondi¨¦ndose no s¨®lo de la celebridad irrisoria, sino de la ¨ªntima impostura a la que es condenado quien al convertirse en protagonista p¨²blico de su propia obra acaba creyendo las mentiras que otros le dicen sobre ¨¦l mismo y necesitando el espejo falso que le ofrecen: por eso Faulkner no ment¨ªa al decir que ¨¦l n? era un escritor, y Gould contaba con razones m¨¢s poderosas que la misantrop¨ªa para negarse a seguir siendo un concertista de piano. La huida que Michel Schrielder cuenta de Glenn Gould tambi¨¦n explica la de Faulkner: "No una huida ante la realidad, sus prestigios y sus tentaciones, sino una fuga en el sentido musical, una empresa ¨¦tica y est¨¦tica voluntaria, concertada, coherente, una y m¨²ltiple,'.
Los dos desaparecidos, el uno en la biblioteca de su granja del Sur y en los paisajes de las cacer¨ªas en el delta, el otro en la frialdad de laboratorio o de cl¨ªnica de un estudio de grabaci¨®n, en apartamentos y habitaciones de hoteles, en el interior de un Linco1n Continental con los cristales velados, eremita en su piel, huyendo de cualquier tacto humano. Los dos muertos, definitivamente invisibles, borra dos de la superficie del mundo para que sobreviva la presencia de la literatura y de la m¨²sica que hicieron y parezca que ning¨²n hombre escribi¨® La mansi¨®n o toc¨® al plano las Variaciones Goldberg, para que cualquier tarde de octubre ese libro y esa partitura alumbren en nosotros una regi¨®n desconocida y necesaria de la verdad y existan tan objetivamente como la luz que declina hacia el anochecer y la lluvia tranquila, indiferente y gris que seguir¨ªa cayendo aun que nadie la mirara.
Antonio Mu?oz Molina es escritor.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.