Los tumbados
Supongo que todav¨ªa seguir¨¢n existiendo los tumbados, aunque sospecho que ahora, con la televisi¨®n y los muebles bajitos, quiz¨¢ est¨¦n confundidos entre los espectadores inermes y carezcan, por tanto, de la identidad patriarcal y exc¨¦ntrica que siempre tuvieron. O acaso pervivan como signo de una mentalidad que, al extinguirse, los ha convertido en una curiosidad psiqui¨¢trica o, para mayor iron¨ªa, en un producto del paro o de la sociedad del ocio y la opulencia.En cualquier caso, es probable que muchos de los que hemos vivido en el sur hacia 1950 guardemos de ellos una noci¨®n tan imprecisa como indiscutible, pero lo seguro es que s¨®lo algunos habr¨¢n tenido el privilegio de conocer de cerca a un tumbado; esto es, no a un holgaz¨¢n, a un neur¨®tico o a un simple enfermo imaginario, sino a un aut¨¦ntico e irrepetible ejemplar de tumbado: a un hombre que una ma?ana opta por suspender su actividad social y se abandona espl¨¦ndidamente a la inacci¨®n. Yo conservaba noticias propias de aquellos hombres formidables, borrosas ya por los a?os, cuando hace unos d¨ªas, mientras aguardaba en una acera ante una luz roja, me acord¨¦ de repente de ellos.
Hay un instante al cruzar una calle, en que el sem¨¢foro proh¨ªbe el paso tanto a los peatones como a los autom¨®viles. Es un momento de tensi¨®n, durante el cual los derechos de las partes se mezclan y excluyen.
Por un lado, el monigote rojo detiene al transe¨²nte, pero la luz, tambi¨¦n roja, ataja al autom¨®vil. Es ¨¦sa una se?al extra?amente poderosa, porque todo lo prohibe. Cualquier movimiento supone una transgresi¨®n. Si los sem¨¢foros se averiasen en ese punto, la ciudad quedar¨ªa paralizada y cautiva en un tiempo de nadie, donde toda acci¨®n se convertir¨ªa en espera. Me acord¨¦ del limbo, ese para¨ªso sin placer reservado a la inocencia prematura y, por la inercia de la analog¨ªa, pens¨¦ si no estar¨ªamos ya en ¨¦l, instalados en un presente que es s¨®lo la antesala de un futuro que nunca acaba de llegar. Nada ocurre, es cierto, pero todo est¨¢ por ocurrir. Casi nada funciona, pero todo est¨¢ por funcionar. Vivimos al borde del acontecimiento, me dije, y en ese instante se me vinieron a la memoria los tumbados.
Record¨¦ que, siendo yo ni?o, iba limosneando por las casas una mujer cuyo marido, maestro alba?il con seis lustros de experiencia, llevaba tumbado desde hac¨ªa nueve a?os. Nada excepcional hab¨ªa ocurrido en su vida. No hab¨ªa habido ning¨²n desenga?o, tendencia a la depresi¨®n o conflicto laboral o dom¨¦stico. No, a aquel hombre le hab¨ªa sucedido lo que a otros: que una ma?ana, sin anuncio previo, sin raz¨®n aparente, sin el menor s¨ªntoma de enfermedad o malestar, y en perfecto uso de sus facultades mentales, hab¨ªa decidido quedarse en la cama indefinidamente. In¨²til era animarlo o persuadirlo a la acci¨®n, ni nadie lo intentaba, porque todos sab¨ªan que aqu¨¦lla era una tragedia que carec¨ªa de nombre, de causa y de remedio, que le puede ocurrir a cualquiera, y que era tan inevitable como el rayo o la lluvia. Y tampoco a nadie se le pasaba por la cabeza acusar al postrado de molicie o locura, ya que en ¨²ltima instancia se trataba de designios de Dios o del destino y como tales hab¨ªa que recibirlos. S¨®lo restaba, pues, condolerse, resignarse e intentar salir adelante como mejor se pudiera. Les llamaban as¨ª: los tumbados, y que yo sepa no hay muchas noticias sobre ellos.
Aquella limosnera iba de puerta en puerta vestida de luto y con el estribillo: "Una caridad para esta pobre mujer que tiene seis hijos y a su marido tumbado desde hace ya diez a?os". Y la gente le daba alg¨²n socorro 37 la animaba a la esperanza y a la fe. Una vez cont¨® el origen de su adversidad y, por lo que yo recuerdo, deduzco que el suceso no vino precedido por se?ales, sino que la propia v¨ªctima fue la primera en quedar at¨®nita e indefensa ante la irrupci¨®n de la desgracia.
Parece ser que este tipo de fen¨®menos sobreven¨ªa por la ma?ana, a la hora de levantarse, y que el indicio precursor no deb¨ªa de ser otro que un silencio tozudo a los requerimientos de la esposa, que lo apremiaba al desayuno. A la tercera o cuarta llamada, es de suponer que ella, con ese instinto certero y casi voluptuoso que algunas mujeres suelen tener para las desdichas, se apresurar¨ªa al dormitorio, volver¨ªa a llamar al hombre de su vida, y como tampoco esta vez obtuviese respuesta, comprender¨ªa de golpe que acababa de consumarse una cat¨¢strofe familiar. Desde ese momento fat¨ªdico, ten¨ªan a un tumbado en casa, con todo el infortunio, no exento de orgullo, que esto significaba. Porque lo m¨¢s impresionante de estos dramas era el respeto y la adhesi¨®n con que los acog¨ªa la comunidad.
Se daban estos casos en familias humildes y siempre, infaliblemente, el tumbado era un hombre, por lo general laborioso Y de esp¨ªritu manso y ejemplar. Se iniciaba entonces un proceso de desenlace imprevisible. Acud¨ªan los vecinos a acompa?ar en la desventura, a dar una especie de p¨¦same y a reunirse en torno al tumbado en un acto muy, parecido a un velorio sin muerto, o con el muerto vivo. Si alguien, desinformado, se interesaba por lo ocurrido, recib¨ªa por respuesta: "Nada, que Fulano se ha tumbado", y el otro mov¨ªa desalentado la cabeza y dec¨ªa: "Vaya por Dios".
Luego, la historia del tumbado se dilu¨ªa en el tiempo. A veces le duraba la decisi¨®n toda la vida; y a veces, a los dos, cuatro o doce a?os, un d¨ªa se levantaba y retomaba su actividad de siempre. "Fulano se ha levantado", se corr¨ªa la voz entonces, y en todas partes se le recib¨ªa con naturalidad e incluso con admiraci¨®n.
Una vez vi a un tumbado. Llevaba s¨®lo tres a?os en la cama, y no deb¨ªa de haber cumplido los cuarenta. "?C¨®mo va eso?", le pregunt¨® mi madre. "Aqu¨ª andamos con lo nuestro", dijo ¨¦l. Sufr¨ªa de un apetito montaraz. Continuamente ped¨ªa de comer, y nada le satisfac¨ªa. "Parece que no tiene fondo", nos confes¨®, sobrecogida, su mujer. Dedicaba el tiempo, adem¨¢s de a la pitanza, a mirar al techo, a recabar informaci¨®n sobre si era buen a?o de perdices y liebres, a escuchar la radio y a suspirar de tarde en tarde. Seg¨²n atardec¨ªa, se fue animando desde la penumbra y se puso a recordar episodios lejanos de su vida, casi todos irrelevantes y festivos. Me impresion¨® su dignidad y, sobre todo, que aquella postraci¨®n no parec¨ªa un descanso, sino una ¨²ltima y misteriosa forma de trabajo: all¨ª estaba, laboriosamente echado, concentrado en su tarea cicl¨®pea y ofreciendo el formidable espect¨¢culo de una quietud que evocaba la de Job ante un destino fatal e incomprensible.
En ese instante apareci¨® el monigote verde invit¨¢ndome a cruzar. Record¨¦ entonces esa obrita magistral de Delibes que es Los santos inocentes, y al Azar¨ªas, que a veces sufr¨ªa lo que ¨¦l llamaba la perezosa, forma quiz¨¢ menor de esa vigilia atroz que viene a ser el tumbadismo.
Ignoro si estos casos son ya infrecuentes o legendarios o si han evolucionado difusamente hasta dar el tono aproximado de una parte de nuestra vida p¨²blica y privada, pero de cualquier modo, no me parece del todo inoportuno jugar a descubrir, bajo la m¨¢scara de la actividad, a los gloriosos y astutos descendientes de aquellos grandes y verdaderos derrotados.
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