Modesta propuesta para mirar hacia abajo
Las ventajas de mirar hacia abajo en una gran ciudad son irrelevantes. En el asfalto de Madrid, por citar un caso, s¨®lo hay ahora c¨¢scaras de ¨¢rboles, hojas secas que te golpean el cuello y van contigo y con el viento. A veces, sin embargo, compensa que miremos a la altura del hombre, m¨¢s o menos. El lunes pasado, sin ir m¨¢s lejos, vimos desde la ventanilla veloz de un taxi un espect¨¢culo que s¨®lo se aprecia si uno est¨¢ muy atento a lo que florece en el asfalto: un hombre de edad a¨²n juvenil, medianamente calvo y extremadamente piloso, se exhib¨ªa desnudo en la parada del autob¨²s.La escena se desarrollaba a las siete en punto de la tarde, cuando Radio Ochenta Serie Oro daba esa hora y dec¨ªa que la temperatura en el centro de Madrid era de cuatro grados bajo fr¨ªo. El hombre paseaba lentamente por la esquina que forman las calles de Mar¨ªa de Molina con la de Vel¨¢zquez y que recibe el nombre com¨²n de edificio de Iberia. Se frotaba con parsimonia sus partes pudendas, y no se sab¨ªa si lo que hac¨ªa con ellas era simplemente ocultarlas o cualquiera de las otras cosas posibles.
Al lado de este hombre tan perfectamente desnudo hab¨ªa caras diversas. Un peat¨®n se aprestaba a cruzar el paso de cebra contiguo y lanzaba mientras lo hac¨ªa una carcajada nerviosa que deb¨ªa desconcertar a los que no estuvieran avisados. Parecida conducta desplegaban las se?oras que aguardaban el autob¨²s. Mientras tanto, el desnudo, en silencio, como una estatua de Antonio L¨®pez, avanzaba con la mano inm¨®vil en el lugar exacto en el que todo el mundo espera fijarse.
De pronto, aquella visi¨®n total del desnudo urbano, al que uno lleg¨® por mirar a la altura de los dem¨¢s, se esfum¨® como el humo que lanza la polic¨ªa cuando dispersa. Aparentemente, el hombre protestaba contra Iberia porque no le dejaban hacer no s¨¦ qu¨¦ vuelo. O al menos eso fue enseguida lo que se corri¨® por las bocas asombradas de los que hab¨ªan vislumbrado la lenta exhibici¨®n. Quiz¨¢ hubo otros motivos. Lo que es cierto es que en la fracci¨®n de minutos que dur¨® su paseo el hombre consigui¨® dejar en la memoria de los otros la indeleble apariencia de su cuerpo. Luego se lo llevar¨ªa a otro lado menos fr¨ªo, pero ya ninguno de los presentes ser¨¢ capaz de pasar por ese sitio sin tener en cuenta que alguna vez un hombre lo pis¨® desnudo.
Eso es lo que pasa cuando uno mira hacia abajo en ciudades como Madrid. Lo corriente es que no ocurra nada, porque la gente se desnuda en su casa, o en las playas, o en los burdeles y en las saunas. Nadie est¨¢ dispuesto a alegrar la marcha de tierra de una ciudad en oto?o con el cuerpo que Dios le da, porq ae todos somos muy reservados para hacerlo.
As¨ª que lo que se nos propone cuando nos dicen que elevemos la mirada acaso es consecuencia del temor que existe por parte de los que nos dan tal consejo a que suframos cualquier sobresalto nuevo y de la misma clase. Mirando hacia el suelo uno e bserva la verdadera temperatura urbana, y asiste con la pasi¨®n de los perplejos al encefalograma creciente de la locura. Madrid, a las siete de la tarde de un d¨ªa cualquiera en oto?o, es el recuerdo g¨¦lido del sol de mediod¨ªa y es un grupo de personas que se api?an dentro de un metro que los mide a todos por el mismo rasero.
Madrid es tambi¨¦n, si se mira hacia ?abajo, un lugar com¨²n lleno de tapas de cerveza y de fritura de gambas que no se han dejado comer. A cierta hora es un hombre que bosteza junto al armario donde guarda sus corbatas suc¨ªas. Y acaso junto a sus corbatas usadas estaba la ma?ana de aquel lunes el hombre que a las siete de la tarde, en Mar¨ªa de Molina, decidi¨® alegrar la vida al viandante que cruzaba con malet¨ªn su en¨¦simo paso de peatones.
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