Una vocaci¨®n de muerto
El teatro de la muerte, el teatro cero, el teatro imposible. O del vac¨ªo, o de la nada. Todos estos nombre y algunas calificaciones m¨¢s -la de degradaci¨®n, por ejemplo- ha ido poniendo Tadeusz Kantor a lo que no hay m¨¢s remedio que considerar, desde el plano real y objetivo, como todo lo contrario: posible y hecho, transmisor de una vida, concreto e incluso como una queja viva contra la degradaci¨®n por el mismo hecho de contarla. El verdadero hombre final guarda silencio.Este polaco del a?o 1915 ha visto pasar por su Europa todas las desgracias posibles, individuales y colectivas, y todas las rupturas de las esperanzas m¨ªnimas que se suced¨ªan entre cat¨¢strofes. Las traduc¨ªa al teatro. Cuenta ¨¦l que cuando era ni?o, en la Iglesia ve¨ªa ya un teatro donde se representaba cada d¨ªa no ya la misa, sino los distintos cambios lit¨²rgicos. La doble influencia: Kantor ve¨ªa, a su vez, en el escenario una iglesia donde se transmutaba la muerte en una vida quiz¨¢ polvorienta, quiz¨¢ rota o de seres como L¨¢zaro que volv¨ªan entre sudarios deshilachados para contarnos su mas all¨¢.
El oficiante de esa misa era ¨¦l. Aparec¨ªa en un rinc¨®n, barba en mano, como si los seres que poblaran la escena salieran solamente de sus recuerdos; les dirig¨ªa con gestos breves, adustos, dominantes. Dec¨ªan sus actores que en la vida era as¨ª: de pocas palabras y de una severidad inquietante. Les castigaba. La compa?¨ªa de Kantor es pobre, como su propio pa¨ªs; viajaba por los hoteles posibles y con las dietas posibles, pero com¨ªa frugalmente en las habitaciones, y apenas gastaba nada. Alg¨²n actor pod¨ªa quedarse encerrado en su cuarto, porque Kantor consideraba que se hab¨ªa portado mal, en la vida o en el escenario.
No parece que en el escenario pudiera portarse mal nadie. Los ensayos eran largu¨ªsimos, en intensidad y en extensi¨®n: todo estaba vigilado, medido, marcado. Pero Kantor sal¨ªa a cada representaci¨®n y lo vigilaba estrictamente. Desfiles, procesiones, cabalgatas; y muchas veces un inmenso vals -como en La clase muerta-, a todo sonido, que parec¨ªa recordar entre sus zombies la existencia de una Europa Central anterior, cuyos fastos hab¨ªan tra¨ªdo estos males.
El hecho de universalizar su biograf¨ªa, sus im¨¢genes y sus recuerdos, su pueblo - Wielopole, Wielopole...-, corresponde, precisamente, a la esencia del teatro. La primera vez que vi una obra suya, en el Ateneo de Caracas, el p¨²blico en torno -nunca mejor dicho: el escenario era como el fondo de un pozo rodeado de gradas- era exuberante, colorido, reidor, de voces altas y de dolores a gritos: sin embargo, todo lo gris de Kantor y su media palabra, y sus obispos leprosos -como los de los cuadros de nuestro Jos¨¦ Hern¨¢ndez, pero contra intenci¨®n final- entusiasmaron, como luego sucedi¨® en Madrid, como ha ido pasando en todo el mundo. Wielopole, su pueblo, como centro, resumen y compendio de la humanidad.
Por mucho que representase la culminaci¨®n del director, o con un galicismo mucho mas expresiva, del que mete en escena -introducir pensamientos, seres y vidas en un espacio comedido que se transforma en cosmos-, Kantor tambi¨¦n necesitaba de un autor. Lo ha sido, principalmente, Witkiewicz, revolucionario en la vida y en la forma: muerto en 1939, nunca pudo oponerse a la revoluci¨®n nueva que Kantor hizo con ¨¦l. Hizo, en fin, lo que con sus actores: un maniqu¨ª m¨¢s de su tribu, de su terrible escaparate de rastro.
Rebelde y her¨¦tico
Todo esto comenz¨® a suceder hacia 1956 y, los primeros sesenta, cuando Kantor se alej¨® no s¨®lo del teatro convencional que pudo practicar y aprender, sino tambien de la vanguardia -tan fuerte en Centroeuropa-, a la que consideraba demasiado institucionalizada; cuando fund¨® su teatro, auton¨®mo y totalmente propio, el Cricot 2. Est¨¢ claro que nada pod¨ªa contenerle que no fuese el ata¨²d cuyos clavos martille¨® ¨¦l mismo. Con palabras suyas, un "rebelde, un objetor, un her¨¦tico, libre y tr¨¢gico, por haberse quedado solo con su suerte y su destino".
Sin embargo, no puede decirse que est¨¦ solo en el panorama teatral europeo de su tiempo. Ni siquiera en el de su pa¨ªs, donde Grotowski practicaba el teatro pobre, aunque ninguna pobreza pudo igualar a la del teatro de Kantor. Estaba en la corriente del nuevo pesimismo, en la del rumano de Par¨ªs Cioran o en la del irland¨¦s tambien parisiense Beckett; m¨¢s all¨¢ de la desesperaci¨®n sin fin del Sartre de Huis clos y del existencialismo de todos. Mi personal manera de distinguir a Kantor es la de no encontrar en ¨¦l un sentido del humor, una salida o un punto de optimismo que puede haber en todos los citados, especialmente en Beckett, en cuya escatolog¨ªa puede encontrarse siempre una brizna del sentido de la vida. Otros han cre¨ªdo hallarlo, e incluso creen que todo lo que ha hecho es una inmensa burla.
Podr¨ªa decirse que Tadeusz Kantor no ha podido resistir la ¨²ltima oleada de esperanza que parece tratar de volcarse sobre su pa¨ªs, que el nuevo aire que transita entre lo posible se le ha hecho irrespirable. Pero esto no pasa de ser una especulaci¨®n de literatura mediana. No sabemos -o no se yo- nada de lo que Kantor ha dicho o vivido en estos ¨²ltimos tiempos, ni que ambici¨®n de desesperanza pod¨ªa tener. El sentido de su vida era la muerte: parece haberlo alcanzado. Una muerte que podr¨ªa ser absoluta: su teatro no seguir¨¢ sin ¨¦l, no prosperar¨¢, como el de otros grandes, a trav¨¦s del tiempo.
Babelia
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