La pen¨²ltima guerra de la prehistoria
Con las ruinas a¨²n humeantes y apenas mal contados los primeros muertos, algunos han sabido dominar su estremecimiento y aventurar que esta guerra es justa. Si se tratara tan s¨®lo de la r¨¦plica armada de la autoridad internacional a una ileg¨ªtima invasi¨®n de un pa¨ªs por otro, tal vez fuera discutible el grado de piedad, de esos apresurados opinantes, pero cabr¨ªa compartir su juicio. Otros, sin embargo, nos tememos que esta guerra ha revelado ya de su trasfondo bastantes m¨¢s problemas que, al tiempo que la explican, la condenan.?Por qu¨¦ no empezar por lo m¨¢s cercano? Estamos en guerra porque, desde su propio d¨¦ficit democr¨¢tico, los Estados occidentales no han sido capaces de detenerla. Tambi¨¦n entre nosotros, y no s¨®lo en las autocracias, crece la separaci¨®n entre el individuo y su Gobierno. Si ya en los asuntos dom¨¦sticos la voluntad del ciudadano queda mediatizada por la competencia entre partidos progresivamente ajenos e intercambiables, nada se diga en materias de pol¨ªtica exterior. Es en este campo, invadido por el secreto, -y la mala conciencia, como la censura muestra estos d¨ªas hasta la caricatura-, donde la raz¨®n de Estado brilla en toda su pure za. Se supone, con todo, que justamente ah¨ª (en la decisi¨®n acerca de participar en una guerra) se juega el Estado no tanto su ser o no ser, cuanto la vida o la muerte de sus ciudadanos.
La democracia no es incompatible con la guerra como ¨²ltimo recurso, pero ciertamente se aviene mal con ella. Y es que un control exhaustivo de los actos del Gobierno, si no imposibilitar¨ªa, s¨ª volver¨ªa al menos m¨¢s dificultosa la ruptura abierta de hostilidades. Rep¨¢rese asimismo en que un sistema democr¨¢tico, para no desmentirse, habr¨ªa de tratar a los otros de acuerdo con sus propios modales. A despecho de la pervivencia innegable de un Estado de naturaleza entre las naciones, un pueblo de ciudadanos y no de s¨²bditos ser¨¢ m¨¢s proclive en sus relaciones exteriores a aplicar en lo posible la disuasi¨®n antes que la fuerza. No es el mayor timbre de gloria de la Atenas cl¨¢sica el que, siendo democr¨¢tica hacia dentro, se comportara como un d¨¦spota con sus vecinos m¨¢s d¨¦biles. Podr¨ªa ser que tambi¨¦n ahora Las potencias aliadas occidentales hayan perdido la ocasi¨®n de mostrar ante Irak y el mundo ¨¢rabe, no su hegemon¨ªa econ¨®mica, tecnol¨®gica o militar, sino la pretendida superioridad moral de su organizaci¨®n pol¨ªtica y de su cultura. A fin de cuentas, ?acaso es la declaraci¨®n de guerra en el ¨¢mbito internacional algo tan diferente de la pena de muerte en el espacio nacional? Un homicidio legal, cuando es colectivo, no por aleatorio resulta menos atroz que el cometido contra un solo individuo. Al contrario, lo seguro es que castigar¨¢ a muchos m¨¢s inocentes. En ambos casos, los Estados vienen a confesar su impotencia o su pereza para servirse de otros medios de neutralizar a su contrario como no sea aniquilarlo.
Conviene a¨²n a?adir que hay guerra, parad¨®jicamente, porque hay comercio; para ser m¨¢s exactos, porque hay esta clase de comercio. Sobre este punto, los m¨¢s ilustres fil¨®sofos modernos de la pol¨ªtica erraron en sus pron¨®sticos. Lo mismo Kant, cuando se refiere al "esp¨ªritu comercial que no puede coexistir con la guerra y que antes o despu¨¦s se apodera de todos los pueblos", que Constant al vaticinar: "Hemos llegado a la ¨¦poca del comercio, ¨¦poca que necesariamente ha de sustituir a la de la guerra, como la de la guerra hubo necesariamente de precederle...". A casi dos siglos de distancia, los nuevos profetas de Occidente vuelven a incurrir en parecido error que los pasados, esto es, a considerar que el liberalismo econ¨®mico-pol¨ªtico constituye el fin ideol¨®gico de la historia y el requisito de la paz perpetua. Unos y otros quieren olvidar que el intercambio, en condiciones de desigualdad, es ya una guerra encubierta. Y que, justamente para mantener esas condiciones y prevenir su estallido, la guerra misma y los artilugios b¨¦licos se han convertido en la forma primera del tr¨¢fico mundial, en su objeto m¨¢s preciado.
Kant ten¨ªa al menos la excusa de su ingenuidad: "Como el poder del dinero es, en realidad, el m¨¢s fiel de todos los poderes (medios) subordinados al poder del Estado, los Estados se ven obligados a fomentar la paz... y a evitar la guerra con negociaciones...". ?Qui¨¦n se atrevena a sostener tal cosa del capital de nuestros d¨ªas? Pero entonar ditirambos al mercado, como se ha vuelto corriente, tampoco pasa de ser un ejercicio de hipocres¨ªa. Pues lo cierto es m¨¢s bien que los Estados democr¨¢ticos se han sometido, antes y durante el erribargo comercial a Irak, al poder de sus mercaderes nacionales y transnacionales. Tan cierto como el grueso- de las tropas (maravillas del profesionalismo) del campe¨®n llamado a preservar el sistema de mercado est¨¢ formado por quienes en su pa¨ªs son sus primeras v¨ªctimas: negros y chicanos.
Hay guerra, en fin, porque gozamos de esta paz. Nadie ser¨¢ tan iluso de creer que la anexi¨®n iraqu¨ª de Kuwail persiguiera instaurar un orden internacional m¨¢s justo. Pero tampoco pueden caber m¨¢s dudas de que aquella ocupaci¨®n y la respuesta b¨¦lica subsiguiente han sido, sobre todo, resultado necesario del presente orden internacional. De modo que defenderlo por ser legal y en nombre del derecho de gentes equivale a ocultar que ese mismo orden, que condena a cuatro quintas partes de la humanidad a la miseria, no puede ser leg¨ªtimo. Prometer un nuevo equilibrio en la zona s¨®lo cuando amenaza durrumbarse el viejo, e implantarlo de nuevo por las armas, apenas se hace cre¨ªble. Como garante ¨²ltimo de semejante statu quo, las Naciones Unidas representan desde luego el ¨®rgano supremo de la legalidad supranacional, pero dista mucho de contar con el suficiente poder (real) y la debida autoridad (moral). Su poder efectivo ser¨¢ el prestado por las naciones fuertes, es decir, el de aquellas mismas potencias que -m¨¢ximas beneficiarias del reparto vigente- se permiten vetar o incumplir toda resoluci¨®n que les contrar¨ªe. Que, bajo tales premisas, las Naciones Unidas encarnen una autoridad mundial no es ya por desgracia la mejor de nuestras utop¨ªas,sino un equ¨ªvoco.As¨ª que de momento, en esta guerra, Estados Unidos ha usurpado el papel de las Naciones Unidas. Ello s¨®lo bastar¨ªa para marcar el sesgo moral de una contienda que, en su desenlace m¨¢s previsible, obtendr¨¢ una paz por el imperio, pero no una paz por la ley. ?O cabe esperar otra cosa cuando se eleva una situaci¨®n de hecho -la supremac¨ªa norteamericana- a la categor¨ªa de derecho providencial? "S¨®lo Estados Unidos, entre todas las naciones del mundo, tiene tanto la estatura moral como los medios para establecer la paz", afirma mister Bush. A lo que herr Kant replicar¨ªa, por cierto, que resulta probable alcanzar un pacto de paz que ponga fin a una guerra, s¨®lo que al precio de encender la mecha de las siguientes. Lo que parece hoy por hoy imposible -por no ser ¨¦se el objetivo- es componer una federaci¨®n de paz que buscara term¨ªnar con todas las guerras para siempre.
?Que el c¨ªnico nos reprocha condenar una guerra de cuya victoria sin duda sabremos aprovecharnos? Sea. Eso mostrar¨ªa la pugna entre nuestro inter¨¦s y nuestra raz¨®n. Pero no har¨ªa a la guerra ni un gramo m¨¢s justa. Esa misma guerra seguir¨¢ ense?¨¢ndonos que las relaciones civiles entre los hombres en el umbral del segundo milenio de la historia tienen todav¨ªa, y precisamente en tanto que capitalistas, mucho de relaciones naturales; o sea, de inconscientes, forzosas, inhumanas. Que el orden mun.dial, al asentarse en un contrato perverso, es a¨²n esencialmente guerrero. Y a quienes as¨ª pensamos nos amarga la sospecha de que la humanidad presente ni siquiera haya atisbado el fin de su preffistoria. es profesor de Filosof¨ªa Pol¨ªtica de la Universidad del Pa¨ªs Vasco.
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