La historia se repite
Creo que Oscar Wilde exageraba al afirmar que el lenguaje serv¨ªa s¨®lo para ocultar los pensamientos, pero no hay duda de que hay palabras que a fuerza de usarlas, y no en la forma debida, sufren la misma erosi¨®n que las piedras en los arroyos. Pierden sus aristas definitorias y se convierten en cantos rodados. Ahora la palabra pacifismo est¨¢ en todas las bocas y en todas las linotipias, y uno no acaba bien de entender ni su significado ni lo que quieren aquellos que la invocan. En principio hemos de entender que ser pacifista es amar la paz, sentimiento que supongo es compartido por todo el mundo, incluso por los que no necesitan clasificarse como tales. El amor a la paz est¨¢ muy bien como declaraci¨®n de principios, y luce que da gusto en el campo abstracto de las ideas. Ahora bien, aplicado al reciente conflicto del Golfo, y dado que el pacifismo se revel¨® totalmente in¨²til para detener la guerra, hay que pensar que son otros los objetivos que persegu¨ªan los agitadores de las blancas banderas de la paz. ?Se quer¨ªa obtener un premio para el agresor, ostentar resignaci¨®n cristiana ante la violencia, optar por la acci¨®n diplom¨¢tica indefinida o simplemente incordiar al Gobierno?Extra?a tambi¨¦n que las manifestaciones a favor de la paz no sean permanentes. En este ¨²ltimo decenio se vienen produciendo guerras en el mundo en n¨²mero no menor de una treintena y en medio de la indiferencia general. No se vio ning¨²n apoyo a la paz cuando la URSS invadi¨® Afganist¨¢n ni se oyeron las voces de intelectuales y de partidos pacifistas cuando Sadam Husein irrumpi¨® a sangre y fuego en Kuwait y el informe de Amnist¨ªa Internacional denunci¨® las torturas y asesinatos cometidos contra resistentes y disidentes kuwait¨ªes.
No vamos a presuponer que la dureza y la intransigencia sean siempre la v¨ªa id¨®nea para resolver los conflictos internacionales. Hay veces en las que la templanza y el di¨¢logo dan ¨®ptimos frutos, pero en el caso de Irak mucho me temo que las apelaciones a la paz hayan sido como predicar en el desierto, y nunca mejor dicho. Curiosa situaci¨®n ¨¦sta en la que se pretend¨ªa tender puentes de entendimiento pac¨ªfico entre unos pueblos que consideran la paz como un bien social y otros para los que la guerra es santa y el morir matando infieles es seguro acceso a la gloria eterna de las hur¨ªes y los r¨ªos de leche y miel.
Es posible que para los j¨®venes de hoy este movimiento contra la guerra s¨®lo haya sido una peripecia m¨¢s en sus reivindicaciones, pero a los que vivimos los proleg¨®menos de la II Guerra Mundial y los interminables lustros de la guerra fr¨ªa, la reciente situaci¨®n nos aportaba las turbadoras sensaciones de la repetici¨®n de la historia. Al principio de los a?os treinta, coincidiendo con la paulatina toma del poder por los nazis y el renacimiento de una fuerza militar germana que iba a ser durante a?os el azote de Europa, en el Reino Unido y en Francia, por el contrario, se extend¨ªa una ola de pacifismo sostenida por un conjunto estimable de intelectuales, y en el segundo de dichos pa¨ªses, por el partido comunista. La necesidad de un rearme para estas dos potencias que impidiera la supremac¨ªa militar de Alemania tropezaba a?o tras a?o con la oposici¨®n frontal de estas fuerzas pol¨ªticas. Cahiers du Bolchevisme, bolet¨ªn del Partido Comunista Franc¨¦s, dec¨ªa en febrero de 1933: "Reforzar la seguridad francesa es reforzar el militarismo en Francia, gendarme del orden europeo... As¨ª es como se aumenta el peligro de guerra". Al mismo tiempo, el Comit¨¦ de Vigilancia de Intelectuales Antifascistas, en el que figuraban, entre otros, Romain Rolland y Andr¨¦ Malraux, consideraba "que el fascismo era la guerra, por lo que prepararse para ella era hacerle el juego a las potencias fascistas", y este extra?o silogismo lo mantuvieron hasta 1938. Lo mismo ocurr¨ªa en el Reino Unido. Cuando la delegaci¨®n alemana en la Conferencia de Desarme de 1932 exigi¨® la abolici¨®n de todas las restricciones impuestas a su rearme, The Times encontr¨® que ello era "una oportuna ocasi¨®n de rectificar desigualdades", y The New Statesman hablaba del "reconocimiento del principio de igualdad de los Estados". Esta generosa -e inocente por dem¨¢s- posici¨®n inglesa no hizo m¨¢s que alentar los planes expansionistas alemanes. "Debieron de creer", comenta Churchill en sus memorias, "que nuestra debilidad se deb¨ªa a la flaqueza impuesta a una raza n¨®rdica por la democracia y el parlamentarismo".
En 1933, Alemania se retiraba de la Sociedad de Naciones para tener en lo sucesivo las manos libres de rearme. Incluso todav¨ªa, laboristas y liberales siguieron aconsejando el desarme. Los que ve¨ªan claro el abismo al que se precipitaba la Europa democr¨¢tica eran llamados "explotadores de la guerra", pero la realidad es que el vivo deseo de paz de los ingleses, adecuadamente utilizado, comenz¨® a representar votos para las fuerzas pol¨ªticas que agitaban la bandera del pacifismo. Las debilidades del Gobierno conservador, coaccionado por la presi¨®n popular, no merecieron ninguna compasi¨®n por parte de Winston Churchill, quien pronunci¨® en tal ocasi¨®n una frase, tambi¨¦n premonici¨®n de la que poco m¨¢s o menos acaba de pronunciar Felipe Gonz¨¢lez. "Para un partido o un pol¨ªtico", dijo, "vale mucho m¨¢s perder el poder que poner en peligro a la naci¨®n".
La agitaci¨®n antib¨¦lica lleg¨® tambi¨¦n a las universidades. Los estudiantes de la Uni¨®n de Oxford, jaleados por la izquierda pacifista, aprobaron la resoluci¨®n siguiente: "En ning¨²n caso esta entidad luchar¨¢ por el rey y por la patria...". No sab¨ªan que al cabo de muy poco tiempo habr¨ªan de pagar con su propia sangre el error de oponer a los ca?ones de Hitler inanes prop¨®sitos pacifistas.
En Francia, la derecha m¨¢s cerril, codo a codo con el partido comunista, contribu¨ªa tambi¨¦n al descr¨¦dito del Gobierno, al que se empecinaba en responsabilizar del peligro de guerra. Al fin y al cabo, ve¨ªan en Hitler un colaborador en su antisemitismo visceral y un martillo para los rojos. Cuando en 1935 el Gobierno franc¨¦s se decidi¨® a elevar a dos a?os el servicio militar obligatorio -Hitler ya lo hab¨ªa hecho poco antes-, socialistas y comunistas votaron en contra del proyecto. Thorez, aplaudido por sus correligionarios, dijo: "No toleraremos que las clases trabajadoras sean arrastradas a una supuesta defensa de la democracia contra el fascismo". E, iron¨ªas de la historia, ayer Georges Marchais clamaba por la vuelta a casa de los buques de guerra desplazados al Golfo, y L?Humanit¨¦ esparc¨ªa a los cuatro vientos la buena nueva de la paz a toda costa, mientras los verdes alemanes confirmaban su antinorteamericanismo militante, que los llev¨® a combatir la instalaci¨®n de los misiles Pershing en su territorio cuando nunca se preocuparon de los que la URSS ten¨ªa al lado. Y siguen las iron¨ªas. En Francia juntaron sus voces contra la reciente guerra el ultraderechista Le Pen y el partido comunista, y en nuestro pa¨ªs, Anguita y la Conferencia Episcopal.
El periodista Michel WinockI, en el semanario franc¨¦s L'Ev¨¦nement du Jeudi, del 6 de septiembre de 1990, intentaba hallar una explicaci¨®n al ambiguo papel del pacifismo, y se?alaba: "La funci¨®n hist¨®rica del pacifismo es debilitar su propio campo. Se dirige generalmente contra Gobiernos democr¨¢ticos -¨²nicos que permiten manifestaciones de este tipo- con vistas a hacerles perder la confianza p¨²blica, disuadirlos de ejercer medidas de presi¨®n y, finalmente, desarmarlos". Creo que esto es asignar al antibelicismo objetivos en demas¨ªa trascendentales y maquiav¨¦licos. Posiblemente se trate s¨®lo de "continuar la pol¨ªtica (electoral) por otros medios", inesperada aplicaci¨®n de la tesis de Clausewitz que hubiera asombrado al propio autor. O quiz¨¢ se trate de un tic, como dice V¨¢zquez Montalb¨¢n, de los marxistas militantes tras los largos a?os de la guerra fr¨ªa.
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