La procesi¨®n del reencuentro
El ruido se fue por un tiempo de la ciudad y ahora vuelve en caravana como el sonido de una moto. Madrid ha sido estos d¨ªas una ciudad desva¨ªda por la que pase¨¢bamos unos cuantos esqueletos. Todo se qued¨® como si se hubiera producido una mudanza gigantesca y la ciudad fue por un tiempo la foto fija del silencio. Hubo alguna hora en que no hab¨ªa restaurantes, y esta ciudad, por perderlo todo, perdi¨® incluso el olor a gambas al ajillo, esa voluntad del arroz de parecerse al aceite.Fue, de nuevo, una ciudad entre corchetes. M¨¢s que los par¨¦ntesis, que se producen en verano y son largos y propios, las vacaciones leves de la primavera parecen corchetes que llevaran en su interior de aire la esperanza de prolongarse. Los que se quedaron rellenaron esas almohadas del vac¨ªo de la ilusi¨®n de seguir solos: no vendr¨¢ jam¨¢s el Domingo de Pascua; seguiremos sobre este asfalto de silencio caminando por las calzadas desiertas y vac¨ªas. Y los que se fueron tuvieron en la orilla plana de la playa el final del trayecto. En ese abismo de arena percibieron el v¨¦rtigo enga?oso del verano. Pero aquel domingo temido es ya hoy, domingo, y todos, los unos y los otros, padecer¨¢n juntos su lunes.
Vuelven el ruido y la furia. Madrid, como cualquier ciudad espa?ola, ha atesorado el ruido como una forma de combatir la soledad. Este lunes, los televisores del vecindario volver¨¢n a decirnos que los dem¨¢s han vuelto vivos. Las radiogramolas y los transistores volver¨¢n a llenar de sonido la lentitud de los parques y todo ser¨¢ otra vez la misma algarab¨ªa. Los chicos hablar¨¢n a voz en grito de las palabras que han descubierto, y los adultos se gritaran entre ellos cuatro verda des viscosas, como si estuvieran narrando el fin del mundo.
En esta ciudad desde la que escribimos hoy en silencio hab¨ªa el mi¨¦rcoles de madrugada una esquina solitaria en Cea Berm¨²dez. De pronto, a las cuatro de la madrugada, dos parejas s e dispusieron a esperar un taxi, y lo esperaron gritando: las chicas no quer¨ªan volver, y los chicos, seg¨²n ellas, eran unos hijos de puta. Chillaban tanto unos contra otros, y se re¨ªan de tal manera, que en lugar de esperar un taxi parec¨ªa que quer¨ªan tomar o una determinaci¨®n o un barco.
De pronto se iluminaron todas las ventanas de la esquina y mujeres con jarras de agua fr¨ªa aventaron aquel ruido gritando a su vez insultos contra las parejas transgresoras de la procesi¨®n del silencio que ha sido estos d¨ªas la madrugada. Ahora, mientras esper¨¢bamos que volvieran los que se han ido, Madrid ha parecido la esquina de un pueblo de Castifla, pringosa y solitaria, con un borracho de alcohol o ¨¢rnica. Los taxistas conduc¨ªan con la lentitud de los bueyes, y los ancianos que han permanecido en este solar del mundo han conservado como ¨²nico futuro la memor¨ªa de la nieve.
Una ciudad es como la posibilidad del olvido. De pronto, como los nudillos de un ni?o, el asfalto siente otra vez la vibrac¨ª¨®n de los que vienen, como los lobos escuchan en solitario la tormenta y a¨²llan. Bailamos con los lobos que escuchan ese ruido veloz que viene en caravana y se acerca irremisible a las puertas de los bares. Desayunaremos otra vez todos juntos. Ser¨¢ la procesi¨®n del reencuentro.
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