Memoria del cine
Cada vez se acerca uno con m¨¢s recelo a las pel¨ªculas que hasta hace no mucho sol¨ªan depararle una emoci¨®n indeleble. Poco a poco se ha vuelto frecuente el desenga?o, y el lugar que antes ocupaba incondicionalmente el fervor va siendo invadido por el tedio, y hasta por una ¨ªntima sensaci¨®n de estafa y rid¨ªculo, no siempre destinada a la pel¨ªcula que tanto nos import¨® y que ahora se nos aparece postiza o trivial, sino a nuestro entusiasmo de entonces, a una cierta manera de vivir o de no vivir que tuvo primero sus lugares de culto en las salas oscuras y luego en el sal¨®n comedor donde el videocasette adquir¨ªa a menudo una presencia de sagrario. El casi fam¨¦lico cazador y copiador de cintas apenas mira ahora las de su colecci¨®n, y nota que muchas de las que grab¨® no ha vuelto a verlas. Por descuido, pero sobre todo por miedo: siempre es doloroso el reencuentro con alguien a quien quisimos mucho, y o¨ªr con indiferencia la antigua voz deseada y preguntarse el motivo ahora inexplicable de aquella devoci¨®n. Los amigos que llevaban mucho tiempo sin verse se abrazan y visitan de nuevo los bares a donde los afili¨® una querida costumbre y notan de pronto bajo las palabras un silencio vac¨ªo, una falta de resonancia mutua que vuelve simulacro la conversaci¨®n. Al Final de Gone with the wind, Scarlet O'Hara mira a Ashley Wilkes como si al cabo de tantos a?os lo estuviera viendo por primera vez y dice, con estupor y tal vez con remordimiento: "Me he pasado la vida amando algo que no exist¨ªa".Puede que hayamos amado en exceso las pel¨ªculas, con una desmesura dictada por el error y s¨®lo parcialmente ennoblecida por el instinto de admirar y la necesidad del asombro. La extrema cinefilia, como la meloman¨ªa sin sosiego, acaba provocando una forma muy peculiar de palidez que se parece mucho a la de los eclesi¨¢sticos descoloridos por el h¨¢bito de la genuflexi¨®n, el murmullo y la penumbra. Hemos amado algo que exist¨ªa sobre todo en nuestra imaginaci¨®n y en nuestro deseo, no en los resplandores blancos y grises de las pantallas de los cines. Y ese amor, como tantos otros, se fortalec¨ªa en el recuerdo y la ausencia, y dif¨ªcilmente sobrevive intacto a la confrontaci¨®n del regreso. En otro tiempo, las pel¨ªculas, como la mayor parte de los hechos de la realidad, nos suced¨ªan una sola vez, y apenas vistas y perdidas ingresaban en los rituales de la narraci¨®n oral y la memoria. Al d¨ªa siguiente de ver una pel¨ªcula, los ni?os de la calle se la contaban tumultuosamente unos a otros, y al hacerlo, sin darse cuenta, la modificaban y la volv¨ªan a inventar. Lo que el entusiasmo hab¨ªa iluminado lo magnificaba m¨¢s tarde la celebraci¨®n del recuerdo. La experiencia del cine era casi tan singular en el tiempo como lo es la de la pintura en el espacio: hay un solo lugar en el mundo donde est¨¢n los jugadores de cartas de Paul C¨¦zanne; hubo una sola noche en el pasado en la que yo vi, por ejemplo, El tigre de Singapur, que es una pel¨ªeula de la que casi no me acuerdo, pero que aliment¨® durante muchos a?os algunos de mis mejores sue?os y una parte de mis m¨¢s feroces pesadillas infantiles. Nadie en su juicio cree que pueda repetirse un instante: pero viciosamente hemos querido multiplicar y atesorar los dones m¨¢s precarios del cine, y s¨®lo algunas pel¨ªculas perduran y crecen al volver a verlas, y otras que nos parecieron menores adquieren un resplandor que antes no advertimos, y muchas de las m¨¢s veneradas se nos hunden como esos rascacielos derribados en silencio, entre nubes de polvo, que apenas ve¨ªa Burt Lancaster en Atlantic City, y que ven de soslayo en los televisores los personajes de Justo Navarro.
De pronto empiezan a aburrir las argucias m¨¢s admiradas de Hitchcock, y la piel de sus heladas hero¨ªnas rubias se nos vuelve tan indiferente como el papel satinado de una revista de modas. Donde antes dllucid¨¢bamos sabidur¨ªas y misterios ahora sospechamos trampas mezquinas de tah¨²r. Y a uno se le ocurre que ya est¨¢ bien de juzgar las pel¨ªculas seg¨²n la l¨®gica del cine, y las novelas, seg¨²n la l¨®gica de la literatura. ?No dec¨ªa Jaime Gil de Biedma que un poerria ha de contener al menos la dosis de sentido de una carta comercial? La est¨¦tica es una coartada peligrosa: s¨®lo el gran arte se mide victoriosamente con la l¨®gica de la vida y del sentido com¨²n. Y tal vez por eso lo que nos sucede es que ya no nos creemos lo que nos cre¨ªamos antes, y vemos figuras de cart¨®n o de plomo donde antes vimos h¨¦roes, y sombras planas y fugaces que nunca m¨¢s podremos tocar. El Humphrey Bogart de Tener y no tener, tan engrandecido en el recuerdo, resulta ser un le?oso maniqu¨ª vestido de mar¨ªnero de zarzuela, con su gorra azul, su pa?uelo al cuello, su camiseta a rayas, su pelliza de viejo lobo de mar, su cigarrillo esc¨¦ptico en los labios. Los personajes de El sue?o eterno se dedican tan exhaustivamente a explicarse los unos a los otros las complicaciones de la trama que casi no les queda tiempo de intervenir en ella. Que una organizaci¨®n criminal regida por un malvado tan solvente como James Mason necesite para eliminar al zascandil de Cary Grant una avioneta de fumigaci¨®n, una ametralladora de la Primera, Guerra Mundial, una llanura san orillas del Medio Oeste, en lugar de un callej¨®n oscuro y un simple y expeditivo rev¨®lver es, bien mirado, una tonter¨ªa. Ya s¨¦ que a Hitchcock no le importaba la verosimilitud del argumento, y que gracias a la avioneta y a la llanura a mediod¨ªa y a Cary Grant despavorido Y casi despeinado nos es posible asistir a tina secuencia memorable en la historia del cine, y, que en el fondo se trata de una alegor¨ªa sobre la vulnerabilidad del hombre solo en el mundo moderno. Pero a pesar de todo, la antigua y solicitada ernoci¨®n no revive, y el milagro deja de multiplicarse en el tiempo. Ser¨¢ que, si a un director de cine o a un novelista le importa m¨¢s la belleza del estilo que el destino de sus personajes, tambi¨¦n uno tiende a desinteresarse de ellos.
Poco a poco, el museo imaginario de las pel¨ªculas se parece a una casa demasiado grande en la que se notan dolorosamente o con alivio los espacios vac¨ªos, las habitaciones donde ya no vive nadie. Hasta hace poco iba uno al cine como si fuera a misa, y hab¨ªa pel¨ªculas de precepto y cinefillas agudas que predispon¨ªan a la comunion diaria, y severos directores espirituales que impon¨ªan como edificaci¨®n y penitencia novenarios de Ingmar Bergman, de Bertolucci, de cine negro, de nuevo cinema coreano. Un santoral beato de detectives tristes, de boxeadores derribados, de g¨¢nsteres injustamente perseguidos, de mujeres fatales, de pistoleros mis¨¢ntropos, de fumadoras enigm¨¢ticas, de hacendosas rubias sin escr¨²pulos, nos trastorn¨® de tal modo la inteligencia que cuando no est¨¢bamos en el cine o embobados en un sof¨¢ frente al televisor and¨¢bamos furtivamente por nuestra propia vida, parpadeando ante el desconcierto de la luz del d¨ªa, con los horribros vencidos por una pesadumbre cinematogr¨¢fica y la voluntad obnubilada por la ¨¦pica casposa de los perdedores.
Pero a medida que la memoria se limpia de fantasmas y la lucidez o el saludable aburrimiento deshacen sombras que pesaron demasiado durante demasiados a?os, las im¨¢genes que permanecen cobran una intensidad acrecida en la prueba del reconocimiento, y al ser menos numerosas resaltan con m¨¢s vigor sobre el espacio vac¨ªo que ahora las circunda. King Kong deshoja con delicadeza el vestido de la mujer que ama; el se?or Verdoux mira el claro de luna junto a la puerta del dormitorio conyugal, donde unos minutos m¨¢s tarde estrangular¨¢ a su esposa; la criatura de Viktor Frankenstein ve una cara desconocida en el agua; con la boca contra la hierba manchada de sangre, Sterling Hayden agoniza mirando a unos caballos; en un hotel de Dubl¨ªn, desde la ventana de la habitaci¨®n donde su mujer se ha quedado dormida, un hombre llamado Gabriel Conroy ve caer la. nieve; en la batalla de Anzio, Richard Burton ve alejarse la nave de Cleopatra; sentado en una silla de ruedas, Jack Lemmon acepta el desamparo y la humillaci¨®n del amor; en Viena, Joseph Cotten descubre que su mejor amigo est¨¢ vivo y es un asesino y merece morir; figuras aisladas, fragmentarias im¨¢genes que cada cual va eligiendo y guardando como fotograf¨ªas de las mejores horas de su vida, que siguen latiendo en el presente porque han vencido la prueba inflexible del tiempo.
es escritor.
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