Impresi¨®n fugaz de V¨¢clav H¨¢vel
Es m¨¢s bajo que alto, de cabellos y bigote muy rubios y unos ojos azules, apacibles, que miran con timidez. Parece medio perdido en ese inmenso palacio elegant¨ªsimo, entre la gente que lo cuida y lo escolta, inc¨®modo en el obligatorio atuendo de cuello, corbata y traje azul.Apenas cambiados los saludos protocolares, Patrik Poivre d'Arvor, de la televisi¨®n francesa, que ha maquinado este encuentro, nos coloca bajo los reflectores y las c¨¢maras e inicia la conversaci¨®n. Interroga primero a V¨¢clav H¨¢vel. Sobre los dram¨¢ticos cambios que ha experimentado su vida, esos grandes saltos; de la c¨¢rcel a la presidencia de la Rep¨²blica, de dramaturgo prohibido a figura p¨²blica reverenciada por doquier. Y sobre los desaf¨ªos y servidumbres del poder que ahora ejerce, en este momento fronterizo de la historia de su pa¨ªs.
?l escucha con atenci¨®n, medita un instante y luego contesta muy r¨¢pido, en largas frases directas, sin la menor vacilaci¨®n. Toda su timidez, e incluso su modestia, se evaporan a la hora de hablar. Y en la seguridad y la firmeza de sus respuestas hay como un atisbo del H¨¢vel juvenil, el del escandaloso discurso de Dobris, en 1956, ante los escritores oficiales, con el que iniciar¨ªa su larga carrera de oposici¨®n y resistencia al r¨¦gimen. 0 el de la no menos resuelta y valerosa intervenci¨®n de 1965, en la Uni¨®n de Escritores Checoslovacos, defendiendo a la revista Tvar y acusando a aquella instituci¨®n de intolerancia y servilismo ante el poder.
Polvre d'Arvor me pregunta, despu¨¦s, si es verdad que lo ocurrido aqu¨ª, en Checoslovaquia, en la primavera del 68, tuvo un gran efecto en mis ideas pol¨ªticas. S¨ª, lo tuvo. Pero m¨¢s todav¨ªa en mi conducta que en mis convicciones. Porque para entonces -desde que conoc¨ª la URSS, desde que hab¨ªa ido advirtiendo la verdad que yac¨ªa bajo los espejismos cubanos -ya no me hacia tantas ilusiones con el socialismo. Pero, como muchos otros, las dudas y cr¨ªticas no me atrev¨ªa a hacerlas p¨²blicas. Gracias a la intervenci¨®n armada de los pa¨ªses del Pacto de Varsovia contra Checoslovaquia me atrev¨ª.
Esta es la cuarta o quinta vez que estoy en Praga, pero la primera en que vengo de verdad. Todas las otras, en los a?os sesenta, fueron meras escalas, viniendo de o yendo a Cuba, pues, debido al bloqueo, el camino m¨¢s corto hacia La Habana para un latinoamericano pasaba por aqu¨ª. No nos sellaban el pasaporte, sino un papelito suelto, y deb¨ªamos pernoctar en un espantoso hotel de las afueras -el Internacional, ahora remozado-, en cuyo l¨²gubre comedor, a la hora de la cena, un viejecillo de otros tiempos, enfundado en un frac, tocaba el viol¨ªn.
En una de esas raudas escalas, en la primavera del 68, mi traductor checo me llev¨® a visitar las m¨²ltiples casas en las que vivi¨® mud¨¢ndose -todas en una misma manzana- la peripat¨¦tica familia Kafka y el cementerio jud¨ªo de la ciudad vieja, que parec¨ªa salido de una pesadilla g¨®tica. Pero lo que a m¨ª de veras me impresion¨® fueron las calles, ese espect¨¢culo de gentes esperanzadas y entusiastas, unidas en un gran sobresalto fraterno e idealista. Un espect¨¢culo, por lo dem¨¢s, muy parecido al que hab¨ªa visto en las calles de La Habana durante la crisis de los cohetes, en no viembre de 1962, y en el que, con id¨¦ntica ingenuidad, hab¨ªa cre¨ªdo tambi¨¦n apresar aquel fuego fatuo: el socialismo en libertad. Por eso, cuando los tanques sovi¨¦ticos entraron a Praga, y Fidel pronunci¨® su ver gonzoso discurso apoyando la agresi¨®n, escrib¨ª un art¨ªculo -El socialismo y los tanques- que tuvo dos efectos de largo al cance en m¨ª vida: enemistarme para siempre con los progresistas latinoamericanos y devolverme una independencia para pensar y opinar que, desde luego, no volver¨¦ a perder.
A V¨¢clav H¨¢vel no le sor prende que la utop¨ªa comunista tenga a¨²n tantos secuaces entre los intelectuales de Am¨¦rica Latina. "Nadie que lo la haya vivido y padecido en carne propia puede saber de qu¨¦ se trata". Mucho menos ingenuo que yo, ¨¦l no se hac¨ªa la, menor ilusi¨®n con el hermoso espect¨¢culo que ofrec¨ªan las calles de Praga en los d¨ªas de Alexander Dubcek. Porque ¨¦l nunca hab¨ªa sido marxista y desde: muy joven hab¨ªa intuido la inc¨®moda certeza: que el ¨²nico socialismo no tiene m¨¢s que el nombre (por ejemplo, ese eufemismo llamado la socialdemocracia). Por eso a ¨¦l no le hab¨ªa llamado la atenci¨®n, tampoco, la llegada de los tanques ni el retorno al oscurantismo luego de la clausura brutal del intento democratizador.
Pero quien vio sucumbi¨® a las ilusiones pol¨ªticas del 68 y mantuvo los pies bien puestos sobre la tierra result¨®, a la pos tre, mejor defendido contra el des¨¢nimo y mejor preparado para enfrentar a un r¨¦gimen aparentemente invulnerable, todopoderoso, que quienes se jugaron enteros por la reforma del socialismo desde adentro y vieron brutalmente quebrados sus sue?os.
Como Milan Kundera, por ejemplo. La pol¨¦mica entre es tos dos grandes; escritores, el novelista y el dramaturgo, es una de las m¨¢s aleccionadoras de nuestro tiempo. Kundera, uno de los h¨¦roes intelectuales del movimiento reformador del socialismo checo, saca del fracaso de la experiencia unas conclusiones que, en su momento, pese a ser tan sombr¨ªas, parec¨ªan las m¨¢s l¨²cidas. Los pa¨ªses peque?os no cuentan en ese gran torbellino que es la Historia con may¨²scula; su suerte la deciden las grandes potencias, de las que son meros instrumentos y, tarde o temprano, v¨ªctimas. El intelectual debe atreverse a mirar cara a cara la horrible verdad y no enga?arse ni enga?ar a los otros, empe?¨¢ndose en acciones in¨²tiles -como firmar manifiestos o cartas de protesta-, que, muchas veces, s¨®lo sirven para autopublicitarse, o, en el mejor de los casos, autogratificarse con una buena conciencia pol¨ªtica. Cuando Kundera se exilia a Francia, en 1975, para entregarse por completo a la literatura, hab¨ªa perdido toda esperanza de que su pa¨ªs saliera alguna vez del despotismo y la servidumbre. Yo lo comprendo muy bien. Probablemente m¨ª reacci¨®n hubiera sido semejante a la suya.
Pero el que tuvo raz¨®n fue V¨¢clav H¨¢vel. Porque siempre se puede hacer algo. Por m¨ªnimo que parezca, un manifiesto, una carta con un pu?ado de nombres pueden ser las gotas que horadan la piedra. Y, en todo caso, esos gestos, intentos, amagos simb¨®licos, permiten ir viviendo con cierta dignidad y, acaso, ir¨¢n contagiando poco a poco a los otros la voluntad y la confianza que hacen falta para una acci¨®n colectiva. No hay reg¨ªmenes indestructibles ni Potencias indoblegables. Si la historia es absurda, todo puede ocurrir en ella, opresi¨®n y crimen desde luego, pero tambi¨¦n la libertad.
La inmensa autoridad moral de que goza en su pa¨ªs este hombre parco, al que repugna la sola menci¨®n de la palabra hero¨ªsmo -en la plaza del mercado de Praga vi a una viejecita que llevaba su foto en la cartera, como la de un padre o un hijo- se la gan¨® en esos a?os oscuros con su convicci¨®n nada estridente, pero obstinada, de que aun en las circunstancias m¨¢s dif¨ªciles se puede siempre hacer algo por mejorar la suerte de un pa¨ªs. As¨ª naci¨® la Carta de enero de 1977, que, suscrita inicialmente por 240 resistentes del interior, ser¨ªa un hito en la contraofensiva democr¨¢tica que 12 a?os m¨¢s tarde devolver¨ªa a Checoslovaquia su soberan¨ªa.
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No le pregunto a H¨¢vel por los seis y pico de a?os que, sumando sus tres detenciones, pas¨® en la c¨¢rcel, porque he le¨ªdo sus ensayos y conozco sus sobrias reflexiones sobre el tema. M¨¢s bien le digo que una de las m¨¢s mortificantes experiencias que tuve, en mi tr¨¢nsito por la pol¨ªtica, fue descubrir que casi inevitablemente el pol¨ªtico degrada la lengua en que se expresa, que su discurso incurre tarde o temprano en el estereotipo y el clis¨¦, que rara vez es aut¨¦ntico, personal, porque en ¨¦l lo que conviene decir termina siempre primando sobre lo que se deber¨ªa decir. ?No le ha ocurrido, a veces, sentirse como el mu?eco del ventr¨ªlocuo, diciendo cosas que parec¨ªan proferidas por otro?S¨ª, le ha pasado algunas veces. Y es algo que, por supuesto, le preocupa y sobre lo que procura estar alerta. Por eso ¨¦l mismo escribe sus discursos. De otro lado, hay que tener en cuenta que una cosa es el lenguaje literario y otra el discurso pol¨ªtico. Aqu¨¦l puede ser todo lo que el escritor quiere que sea. Este, en cambio, tiene la obligaci¨®n de ser claro, sencillo, directo, capaz de llegar a toda la gran variedad de p¨²blicos que forman una sociedad.
Otra inquietante ense?anza de la pol¨ªtica fue para m¨ª, le digo, el maquiav¨¦lico conflicto, a veces latente y a veces explicito, pero inevitable, entre eficacia y verdad. ?Es posible ser un pol¨ªtico eficaz sin hacer pasar gato por liebre, sin enga?ar a. la gente? Yo lo intent¨¦ y creo que fue una de las razones -no la principal- de mi fracaso. Decir siempre la verdad, en pol¨ªtica, significa dar al adversario no constre?ido por bridas morales, un arma devastadora. ?No le ha ocurrido a ¨¦l, en este a?o de gobierno, tener que resignarse algunas veces a decir las famosas mentiras piadosas de los pol¨ªticos?
"Las presiones para que lo haga las he sentido muchas veces", dice. "Pero hasta ahora las he resistido. Por supuesto que hay que hacer un gran esfuerzo, siempre, para que las verdades impopulares resulten aceptables. Explicarlas al detalle, matizarlas. Puede haber ocasiones excepcionales en que ciertas cosas no se digan. Pero s¨ª puedo asegurar que en el ejercicio de este cargo no he mentido nunca".
Estoy seguro de que est¨¢ diciendo la verdad tambi¨¦n ahora. No puedo juzgar si todos sus actos pol¨ªticos han sido acertados desde que lo eligieron presidente. En los dos d¨ªas que llevo en Praga he o¨ªdo, por ejemplo, algunos juicios adversos sobre su intromisi¨®n (temeraria, por lo dem¨¢s) hace unas semanas en una manifestaci¨®n de separatistas eslovacos, en Bratislava, donde fue insultado y estuvo a punto de ser golpeado. Pero he le¨ªdo sus discursos y en todos ellos me ha admirado siempre (adem¨¢s de su elegancia) lo impol¨ªticos que eran, en su af¨¢n permanente de subordinar la acci¨®n a la moral.
Cuando termina la entrevista apenas queda tiempo para conversar de cosas serias. Hablamos, m¨¢s bien, de nimiedades. Los cigarrillos que ¨¦l fuma y los que yo dej¨¦ de fumar hace 20 a?os. De que nacimos el mismo a?o y de que ambos tuvimos, de j¨®venes, dos a?os de vida militar. Y de que, como toda nuestra generaci¨®n, bebimos, con desigual provecho, las aguas existencialistas.
Est¨¢ con ¨¦l un viejo amigo: P¨¢vel Tigrid. Es uno de sus asesores pol¨ªticos. "No s¨¦ para qu¨¦ ha llamado a trabajar a su lado a un viejo como yo", me dice. Yo, en cambio, s¨ª lo s¨¦. Cuando yo era presidente del PEN Internacional, P¨¢vel Tigrid -expatriado en Par¨ªs y director de una revista del exilio checoslovaco, Svedectvi (Testimonio) prisid¨ªa el Comit¨¦ de Escritores en el Exilio, del PEN, y era un batallador incansable por esos colegas que, en su pa¨ªs o en Argentina, en la URSS o en Chile, en Cuba o en Polonia, o en cualquier parte del mundo, estaban encarcelados, acosados o censurados. Yo s¨¦ que la presencia de P¨¢vel Tigrid en este hermos¨ªsimo palacio desde cuyas ventanas veo caer la nieve sobre el barrio de la Mala Strana -vaya primaveras las de este pa¨ªs- tiene por objeto recordar a cada instante al presidente aquello por lo que luchaba cuando era un don nadie, esas metas que parec¨ªan entonces tan dif¨ªciles de alcanzar.
En uno de sus ensayos, H¨¢vel recuerda la terrible afirmaci¨®n de Eugene O'Neil: "Hernos luchado tanto contra las cosas peque?as que terminamos por volvernos peque?os". Conf¨ªo en que ahora que ya no tiene que enfrentarse a las formidables adversidades de anta?o, sino a las menudas y s¨®rdidas del arte cotidiano de gobernar, el presidente de los checoslovacos siga siendo el discreto y limpio hombre que todav¨ªa es.
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