Qu¨¦ asco, c¨®mo crece la ci¨¦naga
Las pr¨¢cticas financieras ilegales conectadas con la vida pol¨ªtica constituyen la mas perniciosa -aunque no sea la de mayor volumen- de todas las corrupciones existentes.Es perniciosa, sobre todo, por su principal consecuencia: implica la negaci¨®n del car¨¢cter ejemplarizante que se le supone a lo p¨²blico en una democracia moderna. Los pol¨ªticos salpicados por las pr¨¢cticas fraudulentas no s¨®lo dejan de marcar pautas de conducta ciudadana, sino que devienen estandartes de lo contrario: incitan al fraude fiscal -o desmotivan a los contribuyentes- y refuerzan los falsos argumentos del absentismo electoral quintaesenciados en el dicho seg¨²n el cual todos los pol¨ªticos son iguales. Todo ello deteriora y desacredita al Estado democr¨¢tico, al minar sus bases de financiaci¨®n y resquebrajar el consenso social sobre el que se asienta.
Pero hay m¨¢s. La corrupci¨®n pol¨ªtica -concretamente, la financiaci¨®n irregular de los partidos- desencadena un c¨ªrculo de putrefacci¨®n que acaba impregnando toda la vida econ¨®mica. No es indispensable aducir casos como los de M¨¦xico e Italia. La propia experiencia espa?ola ofrece ejemplos de c¨®mo opera esta impregnaci¨®n. L¨®gicamente, los procedimientos irregulares se despliegan a trav¨¦s de circuitos subterr¨¢neos. De esta forma, la ilegalidad acaba conculcando cualquier atisbo de seguridad jur¨ªdica. Las empresas o instituciones que sobornan por vocaci¨®n o porque se ven compelidas a pagar -si pretenden conseguir determinado contrato o tratamiento. o no estar mal vistas- carecen de garant¨ªas sobre la representatividad y eficacia de los intermediarios. Y a partir de realizado el pago ilegal, resultan rehenes de su propia actuaci¨®n delictiva, que, por ende, debe cubrirse mediante nuevas infracciones -segundas contabilidades, falsificaci¨®n de documentos, anulaci¨®n de apuntes-, hasta el punto que la irregularidad entra en una din¨¢mica de au toso stenimiento. Por lo dem¨¢s, lo que empez¨® siendo una ayuda para el partido, en ausencia de todo procedimiento, suele acabar beneficiando al intermediario, si ¨¦ste es menos desprendido o m¨¢s golfo de lo que se le supone: no en vano el agua moja el cauce.
Pero la operatividad de esa impregnaci¨®n funciona con un elemento mucho m¨¢s funesto. Quienes a media voz justifican las conductas irregulares suelen arg¨¹ir que militantes, dirigentes o intermediarios no obran en beneficio propio, sino del partido que representan. Aceptar esta ruin falsificaci¨®n pseudomoral ser¨ªa catastr¨®fico para la conservaci¨®n del Estado democr¨¢tico. Cualquiera podr¨ªa colocar en el lugar del partido no importa qu¨¦ concepto, reputado digno y noble, para en su nombre cometer toda suerte de disparates. Santificar el delito con la excusa de una idea pol¨ªtica es, a la postre, santificar el delito. Y es ofrecer coartada a todo indeseable que precise de ella.
Pero se trata adem¨¢s de una coartada cuya argumentaci¨®n est¨¢ carcomida por la falacia. Aquellos dirigentes pol¨ªticos que -siempre en voz baja- lamentan pero justifican estas actuaciones insistiendo en que el beneficio de las mismas es colectivo -el partido-, olvidan que redundan tambi¨¦n en aprovechamientos personales en forma de s¨ªmbolos y situaciones: los de ellos mismos. Existe corrupci¨®n en muchos ¨¢mbitos de la vida privada, pero algo m¨¢s que un indicio apunta a que, en Espa?a, los poderes pol¨ªticos corrompen, y corrompen extorsionando.
El caso Naseiro, el caso Casinos, el caso Juan Guerra, y ahora, m¨¢s desnudamente, el caso Filesa, entre otros, vienen escandalizando la conciencia ciudadana, independientemente de cu¨¢les sean finalmente las resoluciones de la justicia. El ¨²ltimo de estos asuntos, de momento, ha engullido en pocos d¨ªas buena parte del margen de miciauva que ganaron los socialistas con el cambio de Gobierno -?de hace tan s¨®lo tres meses!-; ha instalado en una profunda -aunque ominosamente silenciosa- depresi¨®n a sus dirigentes m¨¢s sensibles, y, en ausencia de una reacci¨®n fulminante de la c¨²pula, ha posibIlltado que los dardos envenenados se dirijan con una frecuencia cada vez mayor hacia el objetivo ¨²ltimo, la cabeza del propio presidente. Muchos parecen estar, como en la obra de Samuel Becket, esperando la entrada en escena de Godot. Pero Godot-Felipe Gonz¨¢lez s¨®lo ha hecho hasta el momento apenas un amago de reacci¨®n al manifestar que est¨¢ "seriamente preocupado" por la cuesti¨®n.
Hay que dudar de que las lamentaciones jerem¨ªacas expresadas desde la sociedad civil o los llamamientos regeneracionistas -con ser inevitables- constituyan la respuesta adecuada. Este tipo de planteamiento suele desembocar -as¨ª ha ocurrido en la historia de Espa?a- en ofertas antidemocr¨¢ticas. Basta recordar los ejemplos de Chile o de la Uni¨®n Sovi¨¦tica para convenir en que la democracia es un r¨¦gimen degradable, pero, en todo caso, el menos corrupto de los sistemas posibles, ya que posibilita la denuncia de la irregularidad ante la opini¨®n p¨²blica, su persecuci¨®n ante los tribunales y el castigo de los culpables en la arena electoral.
Pues bien, de eso se trata. La sociedad espa?ola debe hacer o¨ªdos sordos a los cantos de sirena del abstencionismo o de la marginalidad nost¨¢lgica de la dictadura. De lo contrario, este r¨¦gimen acabar¨¢ desembocando al menos en el modelo bufo italiano, tragic¨®micamente atravesado en su estructura por la espiral mafiosa y el bloqueo de las instituciones. La ciudadan¨ªa debe pasar de la lamentaci¨®n privada o p¨²blica a una actuaci¨®n resuelta. Y ello, en un triple plano: la ley, la opini¨®n y las urnas.
La ley: la respuesta a la irregularidad corresponde en primer t¨¦rmino a los tribunales. Apl¨ªquese la ley en toda su extensi¨®n a quienes resulten infractores de la misma, aunque, parad¨®jicamente, hayan podido ser sus autores o coautores. Y ex¨ªjase al Tribunal de Cuentas la misma eficacia que a otros tribunales.
La opini¨®n: la opini¨®n p¨²blica y los afectados tienen la oportunidad de insistir, sin tremendismos apocal¨ªpticos, en la gravedad de la cuesti¨®n. Den¨²nciese, pues, a los pol¨ªticos que propicien o toleren los fraudes, se amparen o no en una tradici¨®n de honestidad, lo que en el primer caso resulta a¨²n m¨¢s pat¨¦tico. El enroque de silenclo que est¨¢ practicando la llamada clase pol¨ªtica es un esfuerzo vano: aumentan cada d¨ªa los empresarios y otros afectados que desean exorcizar su verg¨¹enza -que lo es y en qu¨¦ modo- y el periodismo serio, riguroso, responsable, no callar¨¢.
Las urnas: la respuesta corresponde, last but no least, al electorado. En un planteamiento maduro, el voto no se entrega, s¨®lo se presta. Resp¨®ndase a cada caso de corrupci¨®n en las urnas, jam¨¢s con la abstenci¨®n. ?C¨®mo? Cada uno sabr¨¢.
Al final a lo mejor procede estudiar un nuevo cambio en la legislaci¨®n sobre financiaci¨®n de los partidos. De hecho, ¨¦sta se ha modificado ya, y generosamente para sus arcas. Pero todo sugiere que su voracidad recaudatoria ante una campa?a electoral puede con cualquier disposici¨®n legal, no digamos con las m¨¢s elementales normas de prudencia. ?Sirven los l¨ªmites jur¨ªdicos de linimento a unas exigencias financieras crecientes ante la cada vez m¨¢s estrecha competitividad entre los partidos?
Hay que debatir esta cuesti¨®n, que, por otra parte, no es exclusiva de nuestro pa¨ªs, sino com¨²n con otras democracias occidentales. Porque al cabo, quiz¨¢ fuese m¨¢s pr¨¢ctico -aunque menos elegante y obviamente m¨¢s favorable al conservadurismo- un modus operandi similar al norteamericano, en que casi todas las actividades de recaudaci¨®n de fondos est¨¢n permitidas -notoriamente las pr¨¢cticas de los lobbies-, siempre que se ejerzan a la luz. Quiz¨¢ ¨¦se no sea un sistema tan inconveniente. Quiz¨¢ todo el problema se reducir¨ªa si la transparencia se convirtiese en norma de conducta principal en la vida p¨²blica. Lo que es seguro es que quienes depositaron sus ilusiones en el nuevo r¨¦gimen y quienes abrigaron luego la esperanza de que el cambio socialista no ser¨ªa, desde luego, a peor, se sienten asfixiados por el asco que produce contemplar c¨®mo crece la ci¨¦naga. Nos asfixiamos.
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