Pasi¨®n helv¨¦tica
"Han llamado de la polic¨ªa y del rectorado", dijo el profesor Linder. "Parece que las paredes de la universidad est¨¢n llenas de pintas contra usted".Le respond¨ª que sent¨ªa de veras ser causante de un estropicio contra un local que imaginaba m¨¢s pulcro que una cl¨ªnica. Pero ¨¦l no sonri¨®. (Fue mi primer intento fallido, en ese d¨ªa lleno de sorpresas, de comunicar mi sentido del humor al pueblo suizo). M¨¢s bien, me pregunt¨® si estaba c¨®modo en el hotel de las Cig¨¹e?as. Lo estaba. Y la vista, sobre el barrio antiguo, el Liminat y los puentes de Z¨²rich, era bell¨ªsima. Ya en su coche, rumbo a las pintas, le pregunt¨¦ si cab¨ªa suponer que en este pu?ado de manzanas que recorr¨ªamos hab¨ªa representado m¨¢s dinero que en todos los pa¨ªses del Tercer Mundo juntos. ?l me repuso que no me preocupara, pues la polic¨ªa y el rectorado hab¨ªan tomado todas las precauciones debidas para que no ocurriera nada.
Le asegur¨¦ que no estaba preocupado en lo m¨¢s m¨ªnimo. M¨¢s bien, pasmado de ser tan popular en una ciudad para m¨ª ex¨®tica y herm¨¦tica. Aunque, probablemente, las pintas ser¨ªan obra de revolucionarios peruanos refugiados en esta fortaleza del capitalismo, ?no es verdad? Emiti¨® un gru?ido que pod¨ªa ser s¨ª, no o tal vez.
Para animarlo, le cont¨¦ que a?os atr¨¢s, en la Universidad de Estocolmo, otros revolucionarios peruanos hab¨ªan irrumpido en el auditorio donde iba a pronunciar una conferencia, repartido volantes y desaparecido en el instante mismo en que yo ingresaba al local. Y que estos precavidos compatriotas proced¨ªan con esta exactitud mani¨¢tica para no violar la ley, pues, si hubieran hecho lo mismo conmigo en el aula, corr¨ªan el riesgo de perder la condici¨®n de asilados pol¨ªticos, que les aseguraba, por cuenta del contribuyente sueco, alojamiento, clases de idioma y una pensi¨®n equivalente a algunos cientos de d¨®lares mensuales. Y le cont¨¦ tambi¨¦n que al funcionario que me hab¨ªa buscado para darme una vaga explicaci¨®n sobre lo sucedido yo le brome¨¦ dici¨¦ndole que mi venganza ser¨ªa divulgar por calles y plazas de mi pa¨ªs la hospitalidad que prodigaba Suecia a los perseguidos pol¨ªticos de esa tiran¨ªa que era el Per¨² y sentarme luego a ver pasar, en una estampida fren¨¦tica en pos de las nieves n¨®rdicas, a 10 millones de revolucionarios peruanos. (El funcionario sueco no se ri¨® y mi acompa?ante suizo tampoco).
Ya est¨¢bamos en la universidad. En efecto, la austera fachada decimon¨®nica del recinto estaba averiada de inscripciones en alem¨¢n, con pintura negra y roja, acus¨¢ndome de ser un agente del Fondo Monetario Internacional (acusaci¨®n que ten¨ªa algunos remotos visos de realidad) y proclamando que el pueblo suizo me repudiaba y apoyaba "la guerra del pueblo en el Per¨²" (proclamas que me dejaron algo esc¨¦ptico).
Era tempran¨ªsimo y no se ve¨ªa por los alrededores persona alguna, ni amistosa ni hostil. El profesor Linder, que sin duda hab¨ªa o¨ªdo hablar de la proverbial impuntualidad suramericana, me hac¨ªa llegar a todos los compromisos con una hora de anticipaci¨®n. De modo que yo result¨¦, en una primorosa salita del rectorado, recibiendo a los invitados a la recepci¨®n en mi honor.
Esperando que llegaran, volv¨ª a pensar en el sert¨®n bahiano y en mi amiga Adellilce. Es un recuerdo que me asalta fat¨ªdicamente cada vez que vengo a Suiza. Porque fue all¨¢, en ese perdido pueblo del noreste brasile?o que se llama Esplanada, y gracias a ella, que por primera vez consider¨¦ con seriedad a esa extra?a hechura del azar, la geograf¨ªa y la religi¨®n que es esta Confederaci¨®n Helv¨¦tica que precisamente ahora cumple 700 a?os.
Recorr¨ªa el sert¨®n tras las huellas de un terrible predicador, el Consejero, y la guerra que desat¨®, y me acompa?aba en mis correr¨ªas el marido de Adelhice, el fabuloso Renato Ferraz, quien despu¨¦s de haber sido antrop¨®logo y muse¨®logo en Salvador lo abandon¨® todo para dedicarse a la cr¨ªa de carneros en medio del sert¨®n. Sab¨ªa los nombres de todos los ¨¢rboles, plantas, animales y alima?as de la regi¨®n y sab¨ªa -sobre todo- romper la desconfianza de los sertaneros y hacerlos hablar como loros. Nuestro centro de operaciones era su casa en Esplanada, de donde sal¨ªamos y a donde volv¨ªamos en cada expedici¨®n.
Pero all¨ª, en Esplanada, el tema de conversaci¨®n era siempre Suiza y los suizos. Adelhice sent¨ªa por ellos una admiraci¨®n casi m¨ªstica, un respeto y un entusiasmo que yo no he visto nunca en nadie por ning¨²n pa¨ªs. De jovencita, hab¨ªa le¨ªdo en un peri¨®dico brasile?o un aviso solicitando dependientas para trabajar en el cant¨®n de Z¨²rich. Envi¨® su solicitud y fue aceptada. Trabaj¨® tres a?os en una pasteler¨ªa de una peque?a aldea de nombre impronunciable. All¨ª fue totalmente feliz. Se produjo, en su caso, uno de esos encuentros con el destino- de los cuentos de Borges. Descubri¨® en ese lugar unas formas de vida, unos ritos, una manera de pensar y de actuar que debieron dar cuerpo a algo que, oscuramente, desde mucho antes, la joven Adelhice present¨ªa y ambicionaba.
En las hermosas tardes de Esplanada, cuando el sofocante calor del d¨ªa deca¨ªa y el cielo se llenaba del oro y la sangre del crep¨²sculo, yo la escuchaba fascinado evocar los Alpes helados y hablar con qu¨¦ emoci¨®n y nostalgia de la limpieza y el orden de los suizos, de la seguridad y la puntualidad de su vida, de su diligencia en el trabajo, de su respeto a la ley, de su man¨ªa por hacer todo bien hecho. Adelhice hab¨ªa aprendido all¨ª a cocinar y sol¨ªa preparar unos platos deliciosos para demostrarme que la cocina helv¨¦tica iba m¨¢s all¨¢ de lafondue, el rosti y el m¨¹sfi, y que en verdad era variad¨ªsima y riqu¨ªsima.
Muchos pa¨ªses han encarnado para muchos seres humanos su idea de civilizaci¨®n, de sociedad mod¨¦lica. ?Alguno, fuera de la simp¨¢tica Adelhice, ha visto en los 24 cantones de la Confederaci¨®n Helv¨¦tica eso que tantos ven en Francia, Estados Unidos, Cuba o Pek¨ªn? Seguramente s¨ª, pero yo no he conocido sino a ella. ?Qu¨¦ pensar¨ªa ahora Adelhice de su reverenciado pa¨ªs si viera este noble local tan ignominiosamente humillado por los graffitti como cualquier universidad de su tierra o la m¨ªa?
?Y qu¨¦ hubiera pensado Adelhice si le hubiera ocurrido lo que a m¨ª, esa ma?ana, cuando, merodeando por el centro de Z¨²rich en busca de una exposici¨®n de Modigliani, desemboqu¨¦ en ese frondoso parque que los zuriqueses han rebautizado ahora needle park? Est¨¢ detr¨¢s de la estaci¨®n, a orillas del r¨ªo Limmat y ha sido convertido en una suerte de ciudadela de la drogadicci¨®n. Sus pobladores est¨¢n all¨ª, inyect¨¢ndose a la vista del p¨²blico, con unas agujas que las autoridades se han resignado a repartirles para frenar el contagio del sida, que tambi¨¦n hace estragos en esa colectividad. Muchos viven all¨ª mismo, en peque?as covachas armadas con trapos y tablas entre los ¨¢rboles. ?La ha-
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Viene de la p¨¢gina anteriorbr¨ªa deprimido el espect¨¢culo tanto como a m¨ª?
Pero ya hab¨ªan comparecido los invitados y era hora de volver al presente y a Suiza. A lo largo de la recepci¨®n trat¨¦ dos o tres veces de bromear sobre las pintas, pero todos, empezando por el rector, eludieron el tema, de modo que me jur¨¦ (en vano) no intentar una sola vez m¨¢s hacer un chiste en Suiza. S¨®lo al conducirme hacia el aula magna, el rector me susurr¨® cr¨ªpticamente al o¨ªdo: "Todo anda bien".
El aula magna estaba en el ¨²ltimo piso, al que se acced¨ªa por una escalera marm¨®rea, y en la pared, una placa recordaba que all¨ª hab¨ªa pronunciado Churchill su famoso discurso sobre Europa. El rector me la se?al¨®, levant¨¢ndome la moral. A¨²n no era necesario. Pues el p¨²blico, que llenaba el local, parec¨ªa educad¨ªsimo. Vi que despu¨¦s de entrar yo cerraban las puertas de una manera aparatosa, con barras y cerrojos, lo que me dio claustrofobia. "As¨ª no podr¨¢n entrar", murmur¨® el profesor Linder. A duras penas me contuve de decirle que si alguien quer¨ªa interrumpir la conferencia probablemente estar¨ªa ya sentado, con el aire m¨¢s benigno del mundo, en medio del p¨²blico.
Pero los revolucionarios suizos no practican esas sucias tretas. Llegaron despu¨¦s que yo y, como encontraron la puerta cerrada, no entraron. Se contentaron con gritar y hacer ruidos diversos, que atravesaban con facilidad las paredes del aula magna y serv¨ªan de fondo sonoro a mi conferencia. Mientras le¨ªa, yo observaba a hurtadillas, maravillado, la total imperturbabilidad del auditorio ante lo que ocurr¨ªa. Ninguna expresi¨®n de extra?eza, alarma o curiosidad. ?O¨ªan, como yo, que ven¨ªa de all¨ª afuera el rumor de una contienda o estaban todos sordos? Me acord¨¦ que en Z¨²rich hab¨ªa nacido el dada¨ªsmo y sent¨ª una sensaci¨®n de rid¨ªculo por seguir leyendo mi conferencia como si nada pasara. Interrump¨ª la lectura y ?ay de m¨ª! hice un chiste. Pregunt¨¦ al auditorio si cre¨ªan que aquel bullicio ten¨ªa alguna relaci¨®n conmigo y con lo que dec¨ªa. Ochocientas cabezas asintieron y ninguna sonri¨®.
A la media hora, lo que ocurr¨ªa afuera se calm¨®. Pero, al terminar el coloquio, el profesor Linder y el rector me retuvieron en el aula magna hasta que todo el p¨²blico saliera y "hubiera pasado el peligro". ?Qu¨¦ peligro? ?Qu¨¦ hab¨ªa sucedido afuera? Me lo explicaron sin emoci¨®n, con g¨¦lida objetividad. A poco de comenzar la conferencia hab¨ªan entrado al recinto los revolucionarios entre 15 y 20, no m¨¢s"-, armados con bolsas de huevos y tomates. Las dos personas enviadas por la polic¨ªa para mantener el orden fueron bombardeadas con dichos proyectiles y tuvieron que pedir refuerzos. Llegaron 10 m¨¢s, cinco uniformados y cinco de civil, con los que hab¨ªa habido un confuso entrevero. Pero la situaci¨®n estaba controlada y los revolucionarios se hab¨ªan retirado. De todos modos, para evitar sorpresas, saldr¨ªamos rumbo al restaurante -hab¨ªa una cena final por una salida secreta de la universidad.
Cercado por media docena de polic¨ªas, como cualquier candidato del subdesarrollo, abandon¨¦ el aula magna. Me preced¨ªa un caballero de civil, al parecer el jefe del destacamento, que no s¨®lo llevaba las solapas y la espalda manchadas de huevo y tomate, sino un huevo entero colgando grotescamente de sus pelos sobre su pescuezo.
Bajamos a un s¨®tano laber¨ªntico e interminable que nadie parec¨ªa conocer. D¨¢bamos vueltas y vueltas sin que apareciera la salida. La luz se apagaba a cada rato y nos qued¨¢bamos en tinieblas, oliendo a cosas h¨²medas y sintiendo unas carreritas aterradoras. Le dije a la persona que nos conduc¨ªa, pero de modo que oyeran el rector y el profesor Linder, que yo prefer¨ªa enfrentar a los revolucionarios que a las ratas, que me inspiraban un miedo cerval, as¨ª que, en vista de que nadie parec¨ªa saber d¨®nde est¨¢bamos, suger¨ªa que regres¨¢ramos a la puerta principal y sali¨¦ramos de la universidad como ciudadanos pac¨ªficos y no escondi¨¦ndonos como ladrones. Y que, adem¨¢s, esos revolucionarios suizos no eran serios, porque eso de lanzar huevos y tomates -art¨ªculos de lujo para el pueblo peruano- los delataba como unos ni?os de pap¨¢ maleducados. Y que estaba seguro de que todos terminar¨ªan de eficient¨ªsimos empleados en los bancos de la Banhofstrasse. Alguien crey¨® que hac¨ªa un chiste y se ri¨®. Pero el rector defendi¨® el honor nacional asegur¨¢ndome que uno de los huevos hab¨ªa reventado en el ojo de un oficial, al que hab¨ªan tenido que llevar a la asistencia p¨²blica.
Por fin encontramos la salida, la calle, los autos. Pero un diplom¨¢tico peruano y su familia quedaron extraviados en esas catacumbas l¨®bregas y s¨®lo aparecieron una hora despu¨¦s, extenuados y risue?os, en el restaurante de la cena. All¨ª nadie mencion¨® lo ocurrido ni, por supuesto, esboz¨® una sonrisa cuando, a la hora de agradecer, se me ocurri¨® decir que el recibimiento zuriqu¨¦s me hab¨ªa hecho sentir como en mi casa. No dije, pero s¨ª lo pens¨¦, que me hubiera gustado saber si aquellos que hab¨ªan embadurnado la Universidad de Z¨²rich con lemas a favor de Ia guerra del pueblo en Per¨²" estar¨ªan enterados de que una de las proezas llevadas a cabo por sus hermanos revolucionarios peruanos hab¨ªa sido asesinar a cuatro t¨¦cnicos agropecuarios suizos de un programa de cooperaci¨®n que hab¨ªan ido a trabajar con las comunidades campesinas de la sierra central de mi pa¨ªs.
De regreso al hotel de las Cig¨¹e?as, y ya solo, decid¨ª perpetrar el m¨¢s t¨ªpico de los actos capitalistas: tomarme un whisky. La terraza junto al r¨ªo estaba cerrada, pero me indicaron que el bar segu¨ªa abierto. Sub¨ª y me sent¨¦ en el solitario local. Y entonces -los ojos como platos, el coraz¨®n acelerado- vi a Adelhice. No al fantasma aquel de mi memoria, sino a una Adelhice tangible, real, de carne y hueso, para la que casi no hab¨ªan pasado los 12 a?os corridos desde la ¨²ltima vez que la vi. All¨ª estaba, siempre esbelta y risue?a y vivaz, y con esa simpat¨ªa exuberante a flor de piel. Parec¨ªa tan descomunalmente sorprendida como yo.
Cuando recuper¨¦ el habla, la interrogu¨¦. Se hab¨ªa separado de Renato y con sus tres hijos hab¨ªa emprendido el camino de Suiza, donde viv¨ªa desde 1988. Hab¨ªa sido dur¨ªsimo al principio, tenido que aceptar los trabajos m¨¢s ingratos para no sucumbir. Pero con su voluntad de quedarse y de educar aqu¨ª a sus hijos y de no volver nunca m¨¢s all¨¢, una voluntad inquebrantable, para siempre jam¨¢s, ya empezaba a salir adelante. Ten¨ªa alquilado un par de cuartos donde los cuatro se acomodaban mal que bien y, ahora, las crian?as la ayudaban mucho. Su trabajo aqu¨ª en el bar no estaba mal remunerado. Le pagaban el taxi hasta su casa y, en las horas libres, estudiaba un curso de reposter¨ªa y cocina con la idea de poner alguna vez un restaurante. Y, adem¨¢s, todas las dificultades ten¨ªan sus compensaciones, aqu¨ª, en Suiza. Sus hijos iban a un colegio estatal magn¨ªfico en el que.. . Pero yo no la dej¨¦ embarcarse en esa previsible apolog¨ªa de su patria de adopci¨®n -era evidente que su pasi¨®n helv¨¦tica no hab¨ªa disminuido un ¨¢pice- y con ma?as la obligu¨¦ a que habl¨¢ramos de los amigos de Salvador y del sert¨®n.
Esa noche di muchas vueltas en la cama, sin poder dormir -hac¨ªa un calor bah¨ªano en Z¨²rich-, filosof¨¢ndo sobre lo afortunado que era este pa¨ªs, al que, cuando los aburridos hijos de sus privilegiados hijos se empe?aban en arruinarlo con entretenimientos como la hero¨ªna y la solidaridad con el terror, ven¨ªan gentes del otro lado del mundo, como Adelhice, a salvar lo mejor de esa herencia de siete siglos de historia suiza.
, 1991.
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SA, 1991.
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