Reconocimiento y aceptaci¨®n
Con la claridad con que de ello somos ahora sabedores, por primera vez lo enuncia Hegel al narrar la aventura individual e hist¨®rica de la conciencia en su Fenomenolog¨ªa del esp¨ªritu: "La conciencia de s¨ª alcanza su satisfacci¨®n solamente en otra conciencia de s¨ª"; y a¨²n m¨¢s de ra¨ªz: "No hay conciencia sino en cuanto reconocida". O sea: no somos nadie sin el reconocimiento ajeno; no hay yo sin t¨²; yo soy porque t¨² eres; no es posible decir yo sin haber recibido de otro la confirmaci¨®n de la propia existencia e identidad personal. Toda conciencia es deseo y necesidad de ser reconocida y saludada por otras conciencias. Es m¨¢s, la conciencia personal nace en el espaldarazo del reconocimiento por otros.Es sabido c¨®mo luego se desarrolla la idea en el c¨¦lebre fragmento del amo y del esclavo: son ¨¦stos dos conciencias, dos identidades que se necesitan, se reconocen y, de ese modo, se generan una a otra en una dial¨¦ctica de dominio. Cada conciencia -la del amo y la del esclavo- necesita tanto de la otra y de su reconocimiento como de su aniquilaci¨®n. Tan a muerte se encaran tales dos conciencias para reconocerse, que llega Hegel a concluir que la muerte es el amo absoluto. Todo ello enlaza con la concepci¨®n de Hobbes: el hombre como un lobo para el hombre; la vida social como lucha de todos contra todos. Lo que es muy cierto. Por doquier cunde y arrasa la dial¨¦ctica del amo y del esclavo.
Hay, sin embargo, otra forma de reconocimiento humano, y otro modo de an¨¢lisis de c¨®mo surge y existe la conciencia. Es el an¨¢lisis de Feuerbach, quien recoge de Hegel el principio ("s¨®lo en los otros adquiere el hombre claridad y conciencia de s¨ª"), pero para darle un giro diferente, opuesto: "La conciencia del mundo es mediatizada por el yo mediante la conciencia del t¨²; as¨ª, el hombre es el dios del hombre". Al homo h¨®mini lupus, de Hobbes, opone el homo h¨®mini deus, toma el culto religioso como paradigma de relaci¨®n humana y de paso reduce la esencia de la religi¨®n a esencia humana. Para que la conciencia viva ya no hace falta que la otra conciencia muera. La relaci¨®n constituyente de la conciencia no es ahora la de reconocimiento m¨¢s negaci¨®n del otro, sino de reconocimiento m¨¢s afirmaci¨®n. Lo que equivale a acogida, a aceptaci¨®n incondicional y, en su m¨¢s plena realizaci¨®n, a amor. Es un an¨¢lisis -?hace falta decirlo?- que no tanto describe lo que sucede en las relaciones humanas, lo que el ser humano es, cuanto se?ala lo que, por esencia, por vocaci¨®n moral, est¨¢ llamado a ser. El caso es que, si vamos a los or¨ªgenes de la conciencia de s¨ª mismo, a lo que ocurrre en los albores de la conciencia personal del reci¨¦n nacido, el contexto en que ¨¦sta surge apoya la versi¨®n de Feuerbach m¨¢s que la de Hegel. La primera realidad que el ni?o reconoce en su mundo es la de la madre; ve su cara y sus ojos, experimenta el contacto de sus brazos y sus pechos. De ella es tambi¨¦n la primera voz que identifica, una voz que le llama por su nombre y que con eso le confiere identidad y conciencia; le hace saber qui¨¦n es. La conciencia nace, pues, no ante el mundo en general, ni tampoco ante el amo, sino ante una figura de persona, en principio, acogedora y ben¨¦vola: la figura de la madre, s¨ªmbolo aqu¨ª de aquella presencia humana primera, cualquiera que sea, femenina o masculina, que recibe al beb¨¦ en el mundo y que le despierta a la conciencia personal. En todo caso, en su orto, no es con el amo, sino con la madre, como aparece la conciencia.
Al describir los momentos por los que atraviesa la construcci¨®n de la conciencia y de la identidad personal, Erikson ha postulado que es en la lactancia cuando se establece el elemento b¨¢sico que constituye y fundamenta -para toda la vida y en los distintos aspectos de la vida- una relaci¨®n de confianza y no recelo. Se adquiere esta confianza en el contacto con la madre, en la experiencia de recibir, de ser aceptado y de aceptar lo que a uno le es dado sin hacer nada por su parte. Desgraciadamente, la experiencia infantil puede haber sido negativa: no experimentar que se recibe, que se es aceptado; o tambi¨¦n negarse a ello, a recibir, y rehusar, en consecuencia, ser destinatario de ese don. Por otra parte, la experiencia temprana, haya sido positiva o negativa, puede ser confirmada o, al contrario, contrarrestada por la experiencia del resto de la vida, que acaso modifique a aqu¨¦lla para bien o para mal.
Llama la atenci¨®n la coincidencia de lo que Erikson supone en el inicio de la vida con ciertas descripciones de la fe religiosa. Con eso de ver a la humanidad como culpable, te¨®logos luteranos han cifrado en ello el n¨²cleo de la fe evang¨¦lica: en creer que se es aceptado por Dios, y no condenado, aunque las propias culpas le hacen a uno inaceptable y condenable. Bajo ese principio luterano, pasado por filtro existencialista, Paul Tillich sostiene que la culminaci¨®n del "coraje de ser" est¨¢ no en el coraje necesario para ser uno mismo, sino m¨¢s bien en el de aceptar ser aceptado, en la confianza de serlo pese a ser uno inaceptable. Al propio Erikson no le ha pasado inadvertida la coincidencia; y no duda en valorar la religi¨®n como la instituci¨®n ordenada a confirmar o restituir la confianza en la vida, en lo real. Lo que no significa que la religi¨®n entra?e necesariamente infantilizaci¨®n, pues se apresura a destacar, por el contrario, que "la gloria de la infancia sobrevive tambi¨¦n en la edad adulta".
De todas formas, Hegel no estaba equivocado. No hay necesidad de la experiencia de un incondicional ser aceptados para alcanzar conciencia de nosotros mismos. Para esto, basta haber tenido un amo o un esclavo, lo que casi es seguro, porque abunda. Ahora bien, para llegar a adquirir confianza en la vida, s¨ª que es precisa aquella experiencia, a la que importa atender tambi¨¦n por el otro cabo, no ya como sujetos aceptados, sino como aceptadores, sujetos activos capaces de proporcionarla a otros. Desde este otro cabo, consiste en la actitud y el acto -sea amor, acogida o amparo- de aceptar incondicionadamente al otro en su identidad actual y potencial, en lo que es y en lo que puede llegar a ser, en lo que est¨¢ llamado a ser, con la tensi¨®n irresignada y fecunda que esta potencialidad siempre suscite frente a la realidad actual, a veces triste.
A diferencia de la dial¨¦ctica del amo y el esclavo, donde cada uno quiere la muerte del otro y necesita destruirlo, aunque tambi¨¦n tiene necesidad de ser reconocido por ¨¦l mientras a¨²n vive, en la aceptaci¨®n, sobre todo en la de amor, se necesita y quiere que el otro permanezca vivo, inmortal. En eso amar es decirle a alguien: t¨² mereces no morir, ?ojal¨¢ vivas para siempre!
Tampoco se equivocaba Hegel en que incluso las m¨¢s pac¨ªficas relaciones de aceptaci¨®n rec¨ªproca llevan mordiscos de la lucha por destruir al otro. Tambi¨¦n con la persona m¨¢s querida, y, desde luego, en la ambivalencia del "amor pasi¨®n" -Freud y Sartre lo desvelaron con singular crudeza- resurgen el amo y el esclavo en apasionado encuentro a muerte. Pero aun entonces -sobre todo entonces- persiste el Ideal de una vida pacificada, conciliada, sin amo y sin esclavo (o esclava). Tan de vuelta nos hallamos de todo, tan adultos y trajinados, presuntos sabios y, m¨¢s bien, resabiados, suspicaces, que el ideal nos suena a cuento para ni?os. Para vencer la suspicacia sin regresar al relato infantil, pero s¨ª rescatando la sustancia perenne de las promesas de la infancia, hace falta aquel g¨¦nero de sabidur¨ªa que trasciende a la edad y que Nietzsche recogi¨® en Af¨¢s all¨¢ del bien y del mal: "La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar lo serio de cuando se era ni?o". S¨ª, esto est¨¢ m¨¢s all¨¢ de todo bien. Feliz quien en la edad adulta vuelve a hallar la seria, incondicional aceptaci¨®n que le acogi¨® de ni?o y quien ahora tiene el valor de acoger a alguien de manera tan incondicionada.
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