La grey de Loyola en su desaz¨®n
Es bastante probable que ??igo L¨®pez de Loyola naciera en 1491: la historia de la Compa?¨ªa de Jes¨²s empieza ya con una ambig¨¹edad menuda. ?Es ello justicia po¨¦tica? Lo que s¨ª es seguro es que nuestra man¨ªa conmemorativa marca rituales p¨²blicos seg¨²n un pitagorismo asaz vulgar: cinco siglos obligan. Obligan ciertamente hasta al soberano a rendir homenaje a esa orden tantas veces desterrada del mismo solar atormentado que la pari¨®. A los dem¨¢s, mucho menos: pero rara es la persona que no se pare a pensar alguna vez sobre la singular criatura ignaciana, sus avatares, su influjo sobre el mundo y sobre las vidas de tantas gentes, su decisivo peso, nada menos, en la evoluci¨®n de los tiempos modernos.Muy raro es el movimiento ideol¨®gico, pol¨ªtico o religioso que no sucumba, andando el tiempo, a las servidumbres de su propio triunfo. Los jesuitas fueron, hasta el siglo XIX, en que se pasaron con armas y bagajes al conservadurismo y a la reacci¨®n m¨¢s militantes, capaces de evitar el hado de su propia desnaturalizaci¨®n, el estrangulamiento por el ¨¦xito. Consiguieron el milagro a trav¨¦s de una f¨®rmula ¨²nica, ciertamente presente en san Ignacio, y asumida con cegadora fuerza por sus m¨¢s estrechos compa?eros de combate, los jud¨ªos conversos La¨ªnez y Polanco, y tambi¨¦n, aunque con menos elucubraci¨®n, por el m¨¢s noble y generoso de todos ellos, san Francisco Javier. Se trata de la combinaci¨®n simult¨¢nea de la entrega al desvalido (al leproso, al pobre de solemnidad, al desesperado), del cultivo asiduo de las gentes de poder (pr¨ªncipes, prelados, gentilhombres, damas nobles, ricos) y de la dedicaci¨®n plena a la ense?anza, entendida sobre todo como formaci¨®n de un ser dotado a la vez de albedr¨ªo y de obediencia absoluta a una fe esencialmente eclesi¨¢stica y pr¨¢ctica.
Lo primero, las obras de la caridad, ejecutadas con un celo s¨®lo igualado por los franciscanos, confiri¨® a la Compa?¨ªa las credenciales necesarias para combatir los ataques de la Reforma protestante donde m¨¢s da?o hac¨ªan: su justa acusaci¨®n de que la Iglesia hab¨ªa abandonado su amor evang¨¦lico hacia los humildes. Lo segundo, causa de la inmensa antipat¨ªa de que los jesuitas se han visto rodeados a trav¨¦s de los tiempos por parte de los tirios de fuera (agn¨®sticos, protestantes, masones, ateos, ortodoxos rusos, comunistas, liberales y laicos en general) y de los troyanos de dentro (las dem¨¢s ¨®rdenes y facciones de su propia Iglesia), les dio el poder que a¨²n hoy m¨¢s les agrada: el indirecto, es decir, la influencia. En cuanto a lo tercero, la pr¨¢ctica institucional de la educaci¨®n como formaci¨®n jesu¨ªtica, les proporcion¨® el pleno acceso a la modernidad. Se hicieron por ello indispensables: en plena Contrarreforma, y sin nadie que pudiera competir con ellos, los jesuitas ense?aron y educaron a diestro y siniestro. Su vasto movimiento educativo no alcanz¨® s¨®lo a nobles y ricos, como propalaron sus enemigos librepensadores, sino que se extendi¨® m¨¢s all¨¢: fue la espina dorsal de la participaci¨®n cat¨®lica en la nueva civilizaci¨®n, la basada en la distribuci¨®n ordenada del conocimiento a trav¨¦s de la escuela. Y lo hicieron asumiendo t¨¦cnicas y saberes nuevos y enmarc¨¢ndolos en una fe por ellos mismos codificada en la intrincada pero coherente casu¨ªstica tridentina. Cargaron as¨ª el armaz¨®n invariable y firme de la fe con el instrumental de conocimientos necesarios, al igual que cargaron sus monumentos barrocos de adornos e ilustraciones p¨ªas.
Hab¨ªan descubierto la versi¨®n cat¨®lica de la devotio moderna. Los dem¨¢s cl¨¦rigos contemplaban, especulaban o cultivaban su saber sin d¨¢rselo a los no iniciados. Para los jesuitas, en cambio, era imperativo multiplicar iniciados, y mantenerlos luego en el redil de la fe y en la disciplina de la obediencia. En los pa¨ªses cat¨®licos, en las inmensas tierras de misi¨®n y aun en territorio enemigo, los jesuitas, siempre lejos del coro, de la celda y del recogimiento permanente, se la hubieron con el mundo tal cual, con lo que se daba. No es de extra?ar que santa Teresa sintiera indiferencia ante los Ejercicios espirituales de san Ignacio. Ni ella ni san Juan de la Cruz eran de ese mundo.
Suele decirse que su obediencia absoluta al Papa fue lo que no s¨®lo los hizo distintos, sino lo que explica tanto su triunfo espectacular como sus frecuentes tribulaciones con la propia Iglesia. Ello es indudable. La ca¨ªda en desfavor del padre Arrupe en los ¨²ltimos tiempos de su generalato confirma una vez m¨¢s lo acertado de esa opini¨®n. No obstante, es la f¨®rmula de la ambivalencia mundana que acabo de exponer (fe a trav¨¦s de las obras de ense?anza moderna y de caridad cristiana simultaneada con el cultivo asiduo del poder mundano en cada pa¨ªs, lugar, partido o instituci¨®n) lo que confiri¨® a la grey de san Ignacio su particular perfil y su lugar en la historia moral y pol¨ªtica (y trat¨¢ndose de jesuitas, tambi¨¦n econ¨®mica) del mundo moderno. En efecto, lo que explica su historia es su ambivalencia permanente, negada s¨®lo por sus enemigos, cat¨®licos o anticat¨®licos, que no la entend¨ªan y la reduc¨ªan a hipocres¨ªa, duplicidad, maquiavelismo O, como se?alan todos los diccionarios, a jesuitismo. Tales fallas, a las que no parecen ser ajenas otras piadosas o pol¨ªticas organizaciones de las que uno tiene noticia, fueron sin duda cultivadas en el seno de la Compa?¨ªa con barroco refinamiento. La ambivalencia fue de hecho una plurivalencia: los jesuitas eran misioneros, predicadores, universitarios, maestros, bur¨®cratas, confesores y consejeros de pr¨ªncipes, colonizadores, abogados de los pobres, defensores de los ricos, azote de herejes, amigos de herejes y colaboradores suyos. Todo ad majorem gloriam. Si uno pudiera aplicar sin simplificaciones la noci¨®n de progresista y la de reaccionario a los jesuitas, ambas cosas eran ciertas. La esencia del jesuitismo no fue la duplicidad, sino la ambivalencia.
Fue, porque la radicalizaci¨®n pol¨ªtica de la era de las revoluciones puso fin por largo tiempo a la f¨®rmula ignaciana. Desde la Revoluci¨®n Francesa hasta el fin de la II Guerra Mundial (y con todas las matizaciones y salvedades que sea menester hacer), la Compa?¨ªa sigui¨® combatiendo con sus armas tradicionales y consolidando su actividad principal, la
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