Sequ¨ªa lectora
Se da por sentado que las vacaciones son el tiempo de lectura por antonomasia: sea por la mayor disponibilidad de ocio, sea por la conveniencia de distraer las rutinas mediante su diversi¨®n por esos otros mundos paralelos que la lectura proporciona. Sin embargo, del dicho al hecho hay un buen trecho. Pues se dir¨ªa que tambi¨¦n los lectores se toman vacaciones, quiz¨¢ forzosas. Al menos, as¨ª cabe deducirlo de algunos indicios: la prensa disminuye dr¨¢sticamente sus p¨¢ginas y su tirada, los quioscos cierran, las librer¨ªas act¨²an bajo m¨ªnimos, las distribuidoras paran (o hacen huelga de celo) y resulta pr¨¢cticamente imposible hallar los libros que se desean (especialmente los escritos por quien los busca). Pero no desesperemos, pues siempre cabe atribuirlo no tanto al est¨ªo como al estiaje: a la pertinaz sequ¨ªa lectora que, a juzgar por las m¨¢s variadas encuestas, tan gravemente nos aqueja. En efecto, los espa?oles leemos mucho menos de lo que cabr¨ªa esperar, dado nuestro nivel de renta. ?Por qu¨¦?Debido a lo tard¨ªo de nuestro proceso de industrializaci¨®n, en Espa?a se invirti¨® el orden hist¨®rico en el acceso masivo a los distintos medios de comunicaci¨®n. En el norte de Europa, tempranamente industrializado, la lectura de libros y de prensa se extendi¨® y democratiz¨® durante el siglo XIX y comienzos del XX, es decir, mucho antes de la llegada de los medios de comunicaci¨®n de masas, que, cuando se produjo masivamente tras la Segunda Guerra Mundial, ya cogi¨® a las poblaciones industrializadas con unos s¨®lidos h¨¢bitos de lectura irreversiblemente interiorizados, a los que ya no se habr¨ªa de renunciar por mucho que creciera la seducci¨®n audiovisual. En cambio, en el caso espa?ol, la industrializaci¨®n sobrevino tan tard¨ªamente (tras 1950) que no dio tiempo a que se extendiesen y democratizasen s¨®lidos h¨¢bitos de lectura con anterioridad a la llegada de la televisi¨®n, que, cuando sucede (en 1957), encuentra a una poblaci¨®n indefensa, sin anticuerpos lectores capaces de inmunizarla y contrarrestar el virulento contagio audiovisual. As¨ª, excluida una fracci¨®n minoritaria que ostentaba sus virtudes lectoras como un signo de distinci¨®n, un gesto de esnobismo y un ritual elitista, la mayor¨ªa de los espa?oles aprendi¨® antes a consumir televisi¨®n que a soportar con avidez los placenteros costes de la lectura.
Sin embargo, la anterior argumentaci¨®n, si bien suele ser com¨²nmente aceptada, no parece suficiente para explicar toda la magnitud de nuestra sequ¨ªa lectora. As¨ª que debe haber algo m¨¢s. Como sucede con el resto de los mercados, la lectura efectiva es el resultado del ajuste entre la oferta y la demanda. Por tanto, si se lee poco, una de dos, o es por la mala calidad de la oferta, o es por el bajo tir¨®n de la demanda (sin descartar la veros¨ªmil combinaci¨®n de ambas carencias). En un art¨ªculo anterior, donde comparaba el abstencionismo electoral con el absentismo lector, suger¨ª que, tal y como atribuimos la baja participaci¨®n c¨ªvica de los espa?oles a la mala calidad de nuestra clase pol¨ªtica, otro tanto podr¨ªamos hacer con los h¨¢bitos de lectura: si en Espa?a se lee poco, bien pudiera ser por la baja calidad de la oferta publicada. ?Son ineficaces nuestros escritores y nuestros periodistas para excitar la atenci¨®n lectora de la audiencia?
Algo de esto debe haber, sin duda, dada la formaci¨®n improvisada y clandestina de nuestras clases intelectual y period¨ªstica. Al igual que hubo que habilitar pol¨ªticos democr¨¢ticos de la noche a la ma?ana, tambi¨¦n hubo que hacer lo mismo con redactores, escritores y columnistas. Y hoy se nota en ambos gremios la misma resaca de la transici¨®n democr¨¢tica, tras cuyo fin la saciedad de las ambiciones ha acabado por anidar en una est¨¦ril frustraci¨®n moral. As¨ª se explica el cansado malhumor de tantos buenos periodistas, ante el basto hedor que despiden quienes se amparan en la libertad de prensa para desplumar a los cr¨¦dulos con su oferta de carnaza. Pero peor todav¨ªa es lo que sucede en mi propio gremio de escritores e intelectuales, donde a la resaca del fin de la transici¨®n se sobre a?ade la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn y la subida del tel¨®n de acero, que han descolocado por completo a toda nuestra intelligentsia, priv¨¢ndola tanto de argumentos ret¨®ricos como de razones hist¨®ricas. ?C¨®mo articular hoy un progresismo cre¨ªble, y tratar de encender as¨ª el entusiasmo c¨ªvico? Ante semejante reto, la mayor¨ªa de nuestros escritores (excluida la fracci¨®n interesadamente antiamericana) se limita a desertar de su funci¨®n p¨²blica, esquivando cualquier compromiso y eludiendo su responsabilidad intelectual. Parece, pues, conveniente que surja una nueva generaci¨®n de autores, capaz de relevar a los dinosaurios que se cebaron en las crisis de los setenta y ochenta sin haber sabido olerlas, prevenirlas ni curarlas.
Pero para leer hacen faltados, y a la coyuntural baja calidad de la oferta hay que sobre a?adir la actual ca¨ªda de la demanda: ?por qu¨¦ leen hoy tan poco los espa?oles, con independencia de cu¨¢l sea el nivel profesional de escritores y periodistas? Ante todo, claro est¨¢, por la misma resaca de la transici¨®n, que tanto est¨¢ afectando a toda nuestra cultura c¨ªvica. En efecto, en un primer momento, y al comp¨¢s de la incertidumbre generada por las sucesivas crisis, el inter¨¦s por la lectura creci¨® sobremanera. Coyunturalmente, entre 1973 y 1983, los ¨ªndices se dispararon, y pareci¨® que nos aproxim¨¢bamos en h¨¢bito lector a los niveles de Europa. Pero cuando la incertidumbre pol¨ªtica y econ¨®mica ces¨®, y la transici¨®n se fue consolidando, el espejismo empez¨® a desvanecerse y el p¨²blico se fue desinteresando de la lectura. ?C¨®mo sucedi¨®? Varios factores lo han hecho posible. Primero, la falta misma de necesidad de leer: no habiendo ya incertidumbre, ni problemas preocupantes que resolver, ?por qu¨¦ molestarse en interesarse por la cosa p¨²blica? Despu¨¦s, la propia resaca propiamente dicha: tras el previo exceso de politizaci¨®n y radicalismo, se produjo la sobrecarga, la saturaci¨®n, el cansancio, el retraimiento, el desencanto, la apat¨ªa y, sobre todo, la frustraci¨®n de unas descabelladas expectativas de cambio desmesuradamente encendidas. Y, por ¨²ltimo, la p¨¦rdida de prestigio de la actividad lectora: si en los setenta estaba de moda presentarse con libros bajo el brazo, hoy, en cambio, s¨®lo parece indicio de malhumor, aburrimiento, pesadez y antig¨¹edad. ?Qu¨¦ ha pasado?
Tres razones me parece que pueden explicarlo. Ante todo, la lectura ha perdido prestigio porque antes era una actividad rebelde, radical, subversiva y transgresora (dado que el orden social vigente desconfiaba de quienes le¨ªan, por temor a que se hiciesen demasiadas preguntas), mientras que hoy resulta por completo inocente, usual, prosaica e inofensiva: ?c¨®mo sentirse atra¨ªdo por algo tan poco excitante como la lectura? En segundo t¨¦rmino, la lectura, al democratizarse tanto con la extensi¨®n masiva de la escolarizaci¨®n secundaria y universitaria, ha dejado ya de ser un signo de distinci¨®n elitista (y, por tanto, una muestra de esnobismo mim¨¦tico) y ha pasado a convertirse en algo corriente y moliente, al alcance de cualquiera: de ah¨ª que ya no pueda resultar envidiable, al revelarse como un signo de vulgaridad. Y, en fin, la lectura, que antes era un privilegio varonil (como rito de educaci¨®n sentimental reservado a los varones de familia cultivada), ha pasado a feminizarse sobremanera. En efecto, debido a que la escolarizaci¨®n femenina ya ha sobrepasado con creces a la masculina, las mujeres tambi¨¦n han superado a los hombres en su ¨ªndice de lectura (excepci¨®n hecha de la prensa diaria): y as¨ª lo revelan tanto las encuestas como el ¨¦xito sorprendente de la nueva narrativa espa?ola. Hoy, las chicas leen mucho m¨¢s que los chicos: justo al rev¨¦s de lo que antes suced¨ªa. Por tanto, al igual que sucede con el resto de actividades que se feminizan (como fumar, ser funcionaria o dedicarse a la ense?anza), la actividad lectora ha resultado inmediatamente devaluada por el vigente machismo de nuestra sociedad. En suma, no se trata tanto de que haya ca¨ªdo la demanda social de lectura como de que sobreviva entre nosotros la sobrevaloraci¨®n de los signos masculinistas de arrogancia elitista: y la lectura ha dejado de serlo ya.
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