Primera persona del singular
Si para escribir en libro un relato en yo de manera no hip¨®crita y convincente hace falta en unos casos mucho pudor y en otros completa falta de ¨¦l, en cine pues su condici¨®n de espect¨¢culo agudiza el lado exhibicionista- esto se multiplica en ambos casos: en el primero, el pudor del cineasta tras la c¨¢mara se cobija bajo un camuflaje cercano al hermetismo: el refugio en la objetividad; o bien, en el segundo caso, se hace pura y simple desverg¨¹enza: el yo creador se adue?a del filme y ¨¦ste le sirve para alcanzar el protagonismo de la pantalla sin aparecer en ella.Hay cineastas que jam¨¢s hacen otra cosa que hablar de s¨ª mismos y no se les nota: lo que cuentan est¨¢ hablado (es decir, filmado) por una primera persona invisible, solapada, metida dentro de un yo fuerte, pero tan pudoroso que se niega a mostrarse y prefiere quedar oculto. Entre esta especie de cineastas est¨¢n Alfred Hitchcock, John Ford y Charles Chaplin, por citar s¨®lo nombres sin los que el cine no se entender¨ªa, pues carecer¨ªa de norte y de origen. Y, en ese norte, pero m¨¢s cerca, ?se entender¨ªa la fuerza que emana de El padrino III sin el dolor de Francis Coppola por la muerte de un hijo, dolor que grita en silencio en el estruendo de sus im¨¢genes? ?No es filmar este filme una argucia del pudoroso Coppola para exhibir su intimidad y as¨ª librarse de ella?
Ocho y medio
Direcci¨®n: Federico Fellini. Gui¨®n: Fellini, Ennio Flaiano, Brunello Rondi, Tullio P¨ªnelli. Fotograf¨ªa: Gianni di Venanzo. M¨²sica: Nino Rota. Italia, 1963. Int¨¦rpretes: Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale, Anouk Aim¨¦e, Sandra Milo, Rosella Falk, Barbara Steele. Estreno en Madrid: Ideal.
Cineastas en yo menos pudorosos y cercanos a la primera persona expl¨ªcita son Orson Welles, Ingmar Bergman y Andrei Tarkovski, que ocupan un lugar intermedio en la alternativa antes expuesta, cuyo otro extremo est¨¢ en el desparpajo del italiano Federico Fellini, un cineasta tal vez sin equivalente, capaz de hablar (o de filmar) en clave de yo torrencialmente, sin recato, lo que a veces convierte a sus pel¨ªculas en exhibici¨®n cercana al exhibici¨®nismo: la m¨¢s bella desverg¨¹enza que ha dado el cine, mundo de escaparates en el que los creadores refinados prefieren, al contrario que Fellini, las sombras antes que los focos.
El destape sin barreras de contenci¨®n del yo de. Fellini ante las c¨¢maras tuvo lugar en Ocho y medio, una de las m¨¢s singulares pel¨ªculas que se han filmado y, con 28 a?os de existencia, due?a de un lugar entre las mejores. Carece de sentido a estas alturas hacer un comentario cr¨ªtico de este monumento del cine moderno. Cabe enunciar, entre las mil maneras de contemplarlo, una de ellas: el acceso a sus im¨¢genes en clave de yo, que renuncian a ser entendidas con independencia del entendimiento de la necesidad de desnudarse, y ocultarse detr¨¢s de su desnudamiento, de quien las imagin¨®.
Autoburla y megaloman¨ªa
Necesit¨®Fellini entrenarse en ocho largometrajes de apariencia objetiva y llegar a la tierra movediza de una segunda adolescencia (saberse enfermo incurable de la expansividad megalomaniaca de su yo y por ello abrirlo de par en par, a los 43 a?os), para vulnerar las reglas de la objetividad en esta su octava y media obra larga. Aun as¨ª conserv¨® las formas: se sirvi¨® de un actor m¨¦dium (Mastroianni) para calmar, a trav¨¦s de ¨¦l, su necesidad de convertir a su yo en espect¨¢culo. Y entr¨® a saco, con la carcajada y el llanto a flor de piel, en su memoria intransferible de las cosas, que desde entonces se convirti¨® en la materia de su cine. Hay que volver a ver, por ello, Ocho y medio: dejarse llevar por su mezcla de autoburla y megaloman¨ªa; percibir de nuevo que es un islote y que, como todo islote, es irrepetible, pero que, pese a serlo, o precisamente por serlo, hizo que nada volviese a ser lo mismo en el cine tras emerger de los recuerdos de quien le hizo emerger.
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