Martina
Hasta ahora el maldito retrovirus apenas asomaba en alguna esquela valiente o en los breves de imprevistos cad¨¢veres de artistas. Se conoc¨ªa su existencia, eso s¨ª, pero sin aplicarla a los nombres y a los apellidos, tal vez porque siempre da menos miedo el Diablo que el asesino. Le llam¨¢bamos simplemente SIDA, con esa fascinaci¨®n de las siglas lejanas que nunca prenden en la gente de palabras enteras, como un estigma de raros que en el pecado encontraban su penitencia. Hasta que lleg¨® Magic a decir que ¨¦l tambi¨¦n, y la mercadotecnia de la sinceridad hizo que el retrovirus casi cotizara en bolsa.Los profetas ya no son aquellos sabios que nos advert¨ªan de peligros posibles. Occidente es un mundo de santotomases que s¨®lo creen aquello que quieren ver. Los m¨¦dicos nos hab¨ªan advertido, pero fue el jugador quien nos convenci¨® y casi nos hace abrazar la causa de la abstinencia. El promiscuo se hace casto de la misma manera que Tita o Brigitte lucen abrigos de pl¨¢stico despu¨¦s de haber tenido todos los visones del mundo en sus armarios.
Pero Magic y su coro de pla?ideros, obcecados por la estafa de la estad¨ªstica, destilaban un discurso temible: s¨®lo en la normalidad est¨¢ la salud y en la anormalidad, el riesgo. Y cuando alguien rompe esa regla de oro de la moral social, el mundo se nos hunde. Por suerte ah¨ª estaba Martina Navratilova para recordar que hace tiempo que otros virus intangibles y dolorosamente humanos hab¨ªan hecho del amor at¨ªpico un sentimiento cargado de riesgos y de temores, de disfraces y de verg¨¹enzas, donde las l¨¢grimas eran tomadas a risa y la muerte era un ajuste de cuentas del pecado. Ahora, cuando la enfermedad nos devuelve a la condici¨®n de cuerpos despistados, es cuando la norma se desvanece en los laboratorios y todos somos m¨¢s vulnerables y menos inquisidores.
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