Ciudades
Alguien construy¨® alg¨²n d¨ªa ciudades junto al mar para guardar all¨ª las toallas y los ocios. Eran ciudades de yeso y salitre, con paredes troqueladas y ventanas de seda que acog¨ªan cuerpos mojados en verano y gaviotas agoreras en invierno. Conviene ir a esas ciudades sin nombre en los d¨ªas laborables del invierno para leer los rastros de nuestra arqueolog¨ªa sentimental, ese tiempo en el que los gatos son los ¨²nicos centinelas que entienden la densidad de la sombra: casi mineral cuando el sol aprieta, un trazo de mercurio sobre la piel del fr¨ªo.En esas ciudades sin nombre la persona ha desaparecido y s¨®lo se la intuye por la huella de sus posesiones abandonadas: el peri¨®dico que amarillea bajo una puerta que no se volvi¨® a abrir, el bal¨®n deshinchado en el alcorque, la piscina reba?ada y las helader¨ªas selladas como garitas ciegas. A veces en esas calles que ya son s¨®lo arquitectura se deslizan los pasos de otro ser humano y las miradas se escrutan con el temor del hombre ante s¨ª mismo. Ciudades para perros libres y recuerdos cautivos, y en la tenue l¨ªnea de la espuma esas conchas alineadas, como los dientes de leche de un mar que s¨®lo puede renacer en cuanto nos devuelve los ¨²ltimos ahogados.
Despu¨¦s regresamos a nuestras otras ciudades en la tierra firme y comprobamos que ya no quedan ni metro ni autobuses atenazados por huelgas y por cifras. Ah¨ª las buenas gentes vagan por las aceras como en los tiempos antiguos y se despiden de sus familias por la ma?ana para emprender la larga traves¨ªa de las calles hasta los tajos lejanos y las praderas de papel y de facturas a muchas lunas de sus casas. Hemos hecho ciudades sobrehumanas y s¨®lo las pr¨®tesis del transporte nos las hacen nuestras. Quisimos vivir juntos y en los mismos meses. Ahora, en la soledad, el hombre se da miedo. Y en la multitud se da tristeza.
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