"No estamos en manos de Dios"
El escritor portugu¨¦s Jos¨¦ Saramago, conocido internacionalmente por su libro Memorial del convento, se suma a la conmemoraci¨®n del tercer aniversario de la condena de muerte de Salman Rushdie que ya han realizado G¨¹nter Grass, Nadine Gordimer, Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n, Paul Theroux y Kazuo Ishiguro. ?sta es la sexta carta de apoyo al escritor indoeuropeo que publica EL PA?S junto con otros diarios europeos.
enero de 1992Estimado Salman Rushdie:
Algunas veces, durante estos tres largos a?os que usted lleva oculto de quienes le quieren matar, he pensado que, al contrario que los frailes, que se retiran del mundo para estar m¨¢s cerca de Dios, usted se vio obligado a dejar el mundo para huir de Dios. Lo condenaron los hombres precisamente en nombre de Dios, pero despu¨¦s de haber pasado tanto tiempo sin que ?l (utilizo la may¨²scula tradicional) haya dado muestras de estar de acuerdo con la sentencia, ni mucho menos se?al alguna de pretender aplicarla por sus propias manos (siendo, como es, todopoderoso), me parece l¨ªcito empezar a dudar de que Dios tenga realmente algo que ver con este asunto. En primer lugar, un Dios que aceptase dejar en manos del caprichoso deseo de los hombres la aplicaci¨®n de sentencias que no profiri¨®, con el pretexto de que las ha pronunciado en su defensa, ser¨ªa un Dios, m¨¢s que irresponsable, absurdo, y Dios solamente puede ser, como es evidente y por definici¨®n, el m¨¢s responsablemente l¨®gico de todos los seres (si se le puede considerar como tal) que pueblan el universo. En segundo lugar, comoquiera que Dios, por dificultades ling¨¹¨ªsticas y de comunicaci¨®n, no podr¨¢ (y ni siquiera me planteo si querr¨ªa) ratificar con su firma, ni proclamar por s¨ª mismo en voz audible, la condena decidida contra usted, est¨¢ claro que nos encontramos simplemente ante un crimen de los hombres contra los hombres, como todos los que en Su nombre se cometieron en el pasado y prometen continuar en el futuro. Su conversi¨®n al islam, estimado Rushdie, fue in¨²til, como ya hab¨ªa sido in¨²til la abjuraci¨®n de Galileo, pues Dios, dondequiera que est¨¦, no se ocupa de nuestras insignificantes historias, a pesar de que, debido a las diferencias de Su identidad, en nombre, n¨²mero y atributos, hemos matado a millones en este mundo inferior.
Habr¨¢ notado que hasta ahora no hice alusi¨®n ninguna, y ahora apenas si la hago, a los habituales y redundantes t¨®picos sobre la libertad de pensamiento y expresi¨®n, al sagrado respeto a la vida, a la bondad y la tolerancia, al perd¨®n de las ofensas y a la remisi¨®n de las faltas, a la responsabilidad y a la culpa, y, finalmente, a la conciencia que, aproximadamente, vamos teniendo de todo esto, por no hablar de la necesidad social urgente de algunos valores ¨¦ticos aceptados que no sean solamente el resultado del ejercicio de una autoridad, sea ¨¦sta celestial o terrenal. Supongo que usted, estimado Rushdie, estar¨¢ cansado de o¨ªr semejantes discursos, por eso le voy a contar una peque?a historia popular, una breve y edificante f¨¢bula de mi infancia que conserv¨¦ durante todos estos a?os en la memoria sin imaginar que alg¨²n d¨ªa me ser¨ªa necesaria, sobre todo en un acto como ¨¦ste, tan serio e inesperado, de escribirle una carta que adem¨¢s, al ser abierta, puede leer cualquiera, y Dios sabe qu¨¦ opini¨®n de m¨ª se formar¨¢n aquellos lectores que sobre las formas de manifestar respeto por una situaci¨®n como es la suya tengan ideas distintas. Vayamos, pues, a la historia (que de historias se hace el pan que comemos), y los maledicentes, que se callen.
Hab¨ªa una vez un hombre que le pegaba todos los d¨ªas a su mujer. Por mucho cuidado que ¨¦sta pusiera, por m¨¢s que se mostrase sumisa obedeci¨¦ndolo en todo, cumpliendo sus m¨¢s santas voluntades, no pronunciando una palabra m¨¢s alta que otra ni para decir "esta boca es m¨ªa", el marido siempre acababa encontrando un motivo para, como decimos en Portugal, arrimarle la ropa al pelo (zurrarle la badana). En cierta ocasi¨®n, no obstante, la pobre mujer consigui¨® ser tan cuidadosa, llev¨® su habitual prudencia a extremos tales que el marido ve¨ªa acercarse la hora de acostarse sin poderle aplicar el castigo diario. Me olvid¨¦ de comentar, estimado Rushdie, que este caso sucedi¨® en una aldea, en el campo, y que era verano y hac¨ªa calor. Estaba nuestro hombre tan acostumbrado a inventar razones cuando faltaban motivos que de inmediato resolvi¨® la dificultad. Dijo a la mujer: "Hace mucho calor, ser¨¢ mejor que durmamos en la huerta, al aire libre". La mujer no tard¨® ni un minuto, en menos de lo que cuesta contarlo ten¨ªa la cama hecha, y qu¨¦ bonita estaba con su magn¨ªfico dosel de estrellas, ni m¨¢s ni menos que la V¨ªa L¨¢ctea en pleno. Se acost¨® el hombre y se acost¨® la mujer, maravillada por haber pasado un d¨ªa libre de golpes, cuando de repente el marido le pregunt¨®: "Mujer, ?qu¨¦ es aquello?". Y ella, con toda la inocencia del mundo: "?Aquello qu¨¦?". Dice ¨¦l: "Todas aquellas estrellas de un extremo a otro del cielo". Y dice ella: "Hombre, ?es que no sabes que es el Camino de Santiago?" (Camino de Santiago es el nombre que damos en estas ib¨¦ricas y cristian¨ªsimas tierras a la V¨ªa L¨¢ctea.) Nunca tal hubiera dicho, pues exclam¨® el marido: "?Ah, malvada, entonces me has hecho la cama debajo del camino para ver si me ca¨ªa un carro encima!". Y acto seguido, sin piedad ni consideraci¨®n, le dio la paliza que hab¨ªa estado a punto de evitar.
Usted, estimado Rushdie, no precisa que le explique la moraleja de esta historia portuguesa. Hace 10 a?os, en una novela que anda por ah¨ª, escrib¨ª estas palabras: "Queriendo el Santo Oficio, son malas todas las razones buenas y buenas todas las razones malas, y cuando unas y otras faltan, est¨¢n los tormentos del agua y del fuego, del potro y de la estrapada para hacerlas brotar de la nada". Nunca estuvimos en las manos de Dios, en las que estaremos siempre es en las manos del poder. No s¨¦ si llegaremos a encontrarnos nunca, o si usted estar¨¢ condenado a reclusi¨®n perpetua. Tanto la llamada comunidad internacional como la opini¨®n que llamamos p¨²blica, a quienes, en el fondo, por el simple hecho de seguir vivo, usted no ha dejado de incomodar, hacen cuanto pueden por olvidarlo, preocupadas como andan ahora, aun encima, con los problemas del planeta y sus posibles acuerdos futuros. No quiero pensar que quiz¨¢ tenga que volverle a escribir otra carta dentro de un a?o, pero me temo que s¨ª, tan total es la locura de esta mierda de mundo en que vivimos.
Un abrazo.
Traducci¨®n de Leopoldo Rodr¨ªguez Regueira.
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