Sobran tramposos
Ahora que est¨¢ a punto de celebrarse el quinto centenario del decreto de expulsi¨®n de los jud¨ªos (31 de marzo de 1492), bien pudiera plantearse un paralelo entre la actual campa?a de denuncia de la corrupci¨®n y el principal cargo extrarreligioso que el antisemitismo inquisitorial dirig¨ªa contra jud¨ªos y conversos, que era acusarles de usura y logro. En efecto, al igual que la denuncia del pecado de usura no lograba impedir la necesidad de recurrir a los prestamistas para obtener cr¨¦ditos (que mal podr¨ªan otorgarse sin recibir inter¨¦s a cambio), tampoco la denuncia del pecado de corrupci¨®n impide la necesidad de recurrir a maniobras especulativas para poder financiar actividades pol¨ªticas (a las que nadie estar¨ªa dispuesto a contribuir desinteresadamente sin recibir nada a cambio). Y este forzado paralelo no resulta demasiado aventurado si recordamos que, al igual que jud¨ªos y conversos se especializaron en financiar al fisco, tambi¨¦n hablamos de corrupci¨®n s¨®lo ante el lucro con el inter¨¦s p¨²blico (Administraci¨®n y partidos pol¨ªticos) y nunca con el privado (empresas y particulares), que parece leg¨ªtimo.?Quiere esto decir que estoy proponiendo la despenalizaci¨®n de la corrupci¨®n admitiendo la privatizaci¨®n del inter¨¦s p¨²blico? Nada m¨¢s lejos de mi intenci¨®n. Por el contrario, creo firmemente que uno de nuestros mayores problemas es ese mal entendido patriotismo de partido por el cual se confunde el desinter¨¦s personal y el inter¨¦s p¨²blico con el inter¨¦s particularista de partido: la prostituci¨®n no es menos prostituyente si el dinero cobrado se ?e entrega ¨ªntegramente al chulo o a su maflosa organizaci¨®n.
Sin embargo, esto no impide reconocer la naturaleza del problema, que es el de c¨®mo establecer una pactada estructura de incentivos que estimule la participaci¨®n de los particulares en los Oorganismos colectivos. ?Por qu¨¦ habr¨ªa nadie de renunciar a su ego¨ªsmo racional contribuyendo desinteresadamente al sost¨¦n o a la acci¨®n del grupo?: es ¨¦ste el olsoniano dilema del gorr¨®n que debe resolver toda organizaci¨®n pol¨ªtica que quiera persistir alcanzando sus objetivos. Y de ah¨ª la necesidad de establecer incentivos, para que al inter¨¦s privado le convenga y le compense coincidir
con el inter¨¦s colectivo. Pero ?acaso vale cualquier incentivo, y no hay forma de distinguir entre incentivos leg¨ªtimos (que son los que no lesionan el inter¨¦s p¨²blico) e incentivos corruptos (que privatizan o clientelizan mafiosamente los bienes p¨²blicos)? ?C¨®mo enjuiciar ¨¦ticamente las posibles estructuras de incentivos para poder pactar las m¨¢s leg¨ªtimas y eficaces?
Weber propuso la contraposici¨®n de dos ¨¦ticas racionales' entendidas como motor de la acci¨®n social: la ¨¦tica voluntarista de las convicciones (donde los actos obedecen al deber, guiados por principios inamovibles) y la ¨¦tica responsable de las consecuencias (donde los actos se eligen estrat¨¦gicamente en funci¨®n de sus resultados futuros m¨¢s probables). Tradicionalmente se sobreentiende que la primera (fundada en la raz¨®n intencional) es una ¨¦tica ideol¨®gica, fundamentalista o fan¨¢tica, mientras que la segunda (fundada en la raz¨®n instrumental) es una ¨¦tica econ¨®mica, racional o pragm¨¢tica. Sin embargo, el reciente triunfo metodol¨®gico del p¨²adignia de la elecci¨®n racional ha venido a demostrar que la ¨¦tica weberiana de la responsabilidad estrat¨¦gica puede degenerar en el oportunismo t¨¢ctico (Elster).
Hist¨®ricamente, la mayor parte de las organizaciones pol¨ªticas suelen apelar a los principios ideol¨®gicos para reclutar a sus miembros y movilizarlos: el compromiso con la causa es el incentivo que mueve a sus militantes a participar, considerando un deber moral el sacrificarse por sus convicciones. Y el caso extremo ser¨ªa el del jacobinismo revolucionario, aut¨¦ntica religi¨®n pol¨ªtica para la cual el fin justifica los medios. Sea cual fuere su color ideol¨®gico (fascismo, comunismo, nacionalismo, integrismo), siempre el incentivo ¨¦tico es el mismo: la convicci¨®n revolucionaria exige la entrega desinteresada a la causa, a la que se juzga como eximente y redentora.
Pero tras la rutinizaci¨®n del carisma y el descr¨¦dito de las ideolog¨ªas, el fracaso de las religiones revolucionarias ha hecho que sus anteriores adeptos hayan ca¨ªdo en el extremo opuesto de un oportunismo exacerbado. Como quer¨ªan Nietzsche o Dostoievski, cuando Dios ha muerto todo est¨¢ permitido: el antiguo creyente falangista en la revoluci¨®n pendiente se toma corrupto funcionario del partido conservador, y lo mismo sucede con el antiguo creyente marxista en la revoluci¨®n proletaria al caer en la mafiosa corrupci¨®n clientelista del aparato del partido. Pues en pol¨ªtica, el descre¨ªdo es un pragm¨¢tico: un especulador oportunista para el que todo vale (gato negro, gato blanco) con tal de obtener ¨¦xito y alcanzar resultados.
Sin embargo, la transici¨®n desde la ¨¦tica fundamentalista de los principios ideol¨®gicos hasta la ¨¦tica oportunista de los resultados pr¨¢cticos admite su detenci¨®n moment¨¢nea en una estaci¨®n intermedia, que tiene tanto de fanatismo como de pragmatismo. Ser¨ªa ¨¦ste el caso de los partidos todav¨ªa comunistas (o, en el extremo, de HB), que sobreviven con pleno compromiso pol¨ªtico de su militancia a pesar de la p¨¦rdida de sus principios ideol¨®gicos. Si ya no son las convicciones ¨¦ticas las que les mueven (pues la realidad las ha desmentido), pero tampoco han ca¨ªdo (todav¨ªa) en la corrupta b¨²squeda oportunista del ¨¦xito, ?cu¨¢l es entonces el incentivo ¨¦tico que moviliza a sus niffitantes y les impulsa a participar? Sin duda, no tanto el patriotismo de partido como el propio placer de formar parte de una organizaci¨®n social eficaz, que tanto m¨¢s gratifica solidariamente a sus miembros cuanto m¨¢s influye sobre la realidad en la que interviene con su actividad. Esta es la ¨¦tica de la participaci¨®n presente, inmediata y espont¨¢nea, equidistante tanto de la ¨¦tica de los principios originarios como de la ¨¦tica de los resultados futuros esperados.
Pues bien, a partir de. aqu¨ª (pero, por supuesto, sin querer poner como ejemplo al PCE o HB, antes al contrario, pues son organizaciones que est¨¢n viciadas por su origen antidemocr¨¢tico o por su inductora complicidad con la coacci¨®n criminal) bien puede proponerse una superaci¨®n del modelo dicot¨®mico weberiano. Frente a la ¨¦tica de las convicciones (que degenera en el fundamentalismo, cuyos sacralizados fines justifican todos los medios por criminales que resulten) y frente a la ¨¦tica de las consecuencias (que degenera en el oportunismo pragm¨¢tico, para el que todo medio vale, con tal de que permita alcanzar ¨¦xito y obtener resultados), antepongamos la ¨¦tica de la participaci¨®n, que valora y enjuicia una acci¨®n (pol¨ªtica) no por los fines a los que sirve ni por los resultados que procura sino por procedimientos que utiliza (es decir, por sus medios y sus formas de participaci¨®n).
?sta es una ¨¦tica basada no en la raz¨®n intencional (pues el infierno est¨¢ empedrado de buenas intenciones) ni en la raz¨®n instrumental (pues las consecuencias no queridas de los actos producen efectos contraproducentes y perversos), sino en la raz¨®n formal, que juzga la coherencia l¨®gica y el rigor metodol¨®gico de los procedimientos de participaci¨®n. Y es a esta luz de la raz¨®n formal a la que hay que juzgar el grado de legitimidad o de corrupci¨®n de los incentivos pol¨ªticos utilizados. Las pr¨¢cticas pol¨ªticas (la financiaci¨®n de los partidos, el reclutamiento de su personal, la retribuci¨®n profesional de sus servicios) no pueden juzgarse ni por sus buenas intenciones ni por sus resultados pragm¨¢ticos sino s¨®lo por su estricta limpieza formal. Pues si la raz¨®n intencional es lo propio de la metaf¨ªsica (religiosa o m¨¢gica), y la raz¨®n instrumental lo propio de la estrategia (militar o econ¨®mica), la raz¨®n formal es lo propio del arte, la ciencia, el derecho y la democracia.
P¨¢ctense, pues, unas coherentes reglas de juego com¨²nmente aceptables por todos como incentivo leg¨ªtimo, y disp¨®nganse todos los actores pol¨ªticos a respetarlas con escrupulosa limpieza formal. Pues lo que est¨¢ en juego no es la limpieza de sangre de los pol¨ªticos (como suced¨ªa con la, persecuci¨®n inquisitorial de los judeo-conversos) sino su limpieza al jugar: sea cual fuere su desinter¨¦s o af¨¢n de lucro, los tramposos sobran y est¨¢n de m¨¢s.
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