Entre Lefebvre y Francis Bacon
Que la gran cultura es patrimonio de todos constituye una de esas afirmaciones que hoy se han convertido en lugar com¨²n. Pero no por eso deja de ser verdadera: pese a la requisitoria de Walter Benjam¨ªn (no hay documento cultural que no lo sea a la vez de la barbarie), la cultura representa un instrumento privilegiado en la educaci¨®n de los cinco sentidos en que, seg¨²n Marx, consiste la historia universal. El mismo Marx, en quien puede fundamentarse esa afirmaci¨®n, se sinti¨® fascinado por la vigencia del arte griego, admir¨® sin paliativos a Shakespeare, al igual que Engels, y ambos se entusiasmaron con Balzac, no obstante su legitimismo.No sin pedir perd¨®n por las citas, tan escasamente liberales, debo decir que he recordado todo esto viendo hace s¨®lo unos d¨ªas en Sevilla el admirable documental que Manuel Guti¨¦rrez Arag¨®n ha dedicado a su Semana Santa: 40 minutos de im¨¢genes, sin palabras, con el fondo musical de las marchas procesionales m¨¢s c¨¦lebres, en la interpretaci¨®n de la Sinf¨®nica de Londres, bajo la direcci¨®n de Ant¨®n Garc¨ªa Abril. Una obra maestra que har¨¢ historia en el cine espa?ol y que a m¨ª me parece un ejemplo sumo de integraci¨®n cultural, esto es, de recuperaci¨®n y ensamblaje dentro de una sensibilidad de progreso de un discurso cultural tan complejo como el de la gran fiesta popular de Sevilla.
Sin duda que desde hace ya algunos a?os, superadas posiciones r¨ªgidas, esa recuperaci¨®n estaba ya consumada: identificar la salida de la Macarena el Viernes Santo con el cardenal Segura y otros fantasmones de nuestra historia representaba una extravagancia, incluso epistemol¨®gica. Pero lo que a m¨ª me interesa destacar es la valent¨ªa de Guti¨¦rrez Arag¨®n, que, pasando de las proclamaciones a los hechos, ha sabido condensar en im¨¢genes prodigiosas, trenzadas por la m¨²sica, inolvidable, una de las grandes fiestas populares de Espa?a. Y lo ha llevado a cabo sin molestar a nadie, incluso con el aplauso de sectores conservadores de la ciudad andaluza, pero tambi¨¦n dejando claro que la suya era una mirada conmovida ante un teatro vivo -una ¨®pera sacra- de subyugantes dimensiones. Es decir, orientando el discurso cultural en un sentido de futuro, porque futuro tiene, culturalmente hablando, cuanto. contribuye a la identificaci¨®n profunda de los hombres, a la potenciaci¨®n de su sensibilidad. Y aqu¨ª conviene tener en cuenta un punto sobre el que se suele resbalar hoy con alegr¨ªa: la dif¨ªcil, casi imposible, neutralidad ante el fen¨®meno cultural.
La cultura sigue desempe?ando funciones en nuestra sociedad (el adorno es tambi¨¦n una funci¨®n), y es simplificador apelar autom¨¢ticamente al poder de los mass media para afirmar que en ellos es donde se juega verdaderamente el discurso ideol¨®gico dominante. Necio ser¨ªa negar su trascendencia, pero es empobrecedor, adem¨¢s de falso, proclamar que la cultura m¨¢s can¨®nica, dig¨¢moslo as¨ª, se ha convertido en objeto de convergencia de todos, al margen de consideraciones sociales e ideol¨®gicas. No es cierto. Los girasoles, de Van Gogh, puede valer miles de millones de d¨®lares en el mercado, y quien paga ese precio sabe lo que paga: entre otras cosas, un valor de cotizaci¨®n segura. Por supuesto que los ojos multimillonarios tambi¨¦n saben gozar, y lo hacen, de la obra de arte. Pero Los girasoles no consiste en esos miles de millones que airean por todo el mundo sus delirios amarillos y el nombre de su creador.
Nada que objetar, por otra parte, contra la nobil¨ªsima instituci¨®n del mecenazgo, siempre que lo sea efectivamente. El arte no es reducible a su valor mercantil. Ni tampoco a su funci¨®n est¨¦tica. Hoy se insiste una y otra vez en esto ¨²ltimo, rozando a veces la redundancia: no deja de serlo repetir que en la creaci¨®n de belleza reside la misi¨®n del arte. Porque la belleza no es inocente, salvo que le otorguemos un valor puramente objetual. La f¨¢mosa finalidad sin fin kantiana en modo alguno admite ser convertida en categor¨ªa absoluta. Educar los cinco sentidos, por seguir con el cl¨¢sico, guarda relaciones evidentes con lo que se ha llamado tradicionalmente la funci¨®n moral del arte: esa educaci¨®n no se ejerce de modo as¨¦ptico.
Podemos leer o ver las obras del pasado desprovistas de la ideolog¨ªa que las nutri¨®, pero tal separaci¨®n obedece ya a m¨®viles ideol¨®gicos: una Virgen flamenca, por ejemplo, nos emociona por su cabellera rubia, su rostro marfile?o, el color amapola de su manto y por toda la composici¨®n, incluida en ella la figura de quien encarg¨® la tabla que aparece a veces en alg¨²n plano del cuadro. Dejamos a un lado los m¨®viles del donante (noble, comerciante deseoso de prestigio) y nos olvidamos de la dimensi¨®n eclesial. de la Virgen. Al hacerlo llevamos la obra a nuestro c¨®digo de valores y all¨ª la gozamos.
Mediante este movimiento de integraci¨®n podemos apropiarnos de toda la historia del arte. Apropiaci¨®n interesada. Echamos ese lastre ideol¨®gico por la borda: un lastre que no lo ser¨¢ quiz¨¢ para otras mentalidades m¨¢s inclinadas al respeto por la dimensi¨®n eclesial de la Virgen y por la figura socialmente destacada del donante. A esto cabr¨ªa llamarle la praxis de la obra art¨ªstica si no fuera porque el t¨¦rmino hoy es non sancto, qu¨¦ le vamos a hacer. Pero sin ella el arte se convierte en f¨®sil carente de todo inter¨¦s, salvo para historiadores y eruditos. Los pragmatistas norteamericanos han destacado esta finafidad pr¨¢ctica de la creaci¨®n literaria, mas cabe extenderla a todos los dominios de la creaci¨®n. Hablar de su utilidad no ha de significar necesariamente su instrumentalizaci¨®n. El poder cognoscitivo de la obra no se produce en el vac¨ªo, ni en su origen ni en su recepci¨®n.
En Espa?a vivimos en este y otros aspectos un creciente proceso de neutralizaci¨®n del arte. De golpe nos hemos hecho todos kantianos impenitentes, con desprecio del valor dial¨¦ctico de la creaci¨®n art¨ªstica y de su inserci¨®n en un proceso hist¨®rico y moral. Luis Cernuda, en un candente poema, Limbo, execr¨¦ esta concepci¨®n al evocar a un grande de este mundo que hab¨ªa adquirido la primera edici¨®n de un libro suyo y verla as¨ª convertida en "otro objeto vano, / otro ornamento in¨²til". Su conclusi¨®n fue lapidaria: "Mejor la destrucci¨®n, el fuego". No hay, en efecto, que confundir la integraci¨®n de la cultura, de toda la cultura integrable en una determinada sensibilidad, con su neutralizaci¨®n. El prestigio social puede incluso ser peligroso para el arte. Bien est¨¢ que gentes antes trogloditas hayan abandonado las cavernas y degusten los productos m¨¢s exquisitos del esp¨ªritu humano. Pero seamos cuidadosos con esta clase de reeducaci¨®n. Resulta sintom¨¢tico que discursos sustantivamente ultraconservadores se vistan con las sedas de la literatura y el arte de sus figuras m¨¢s s¨®lidas y avanzadas. Mas no se puede servir al mismo tiempo a monse?or Lefebvre -es un decir- y a Francis Bacon.
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