Fragatas
Ahora que hemos aceptado el derecho de injerencia como doctrina, resulta que muy bien. Que intervengan. Una fragata, dos fragatas, mil fragatas (sin ni?os: con profesionales), lo que sea, con tal de impedir que siga adelante la carnicer¨ªa de Yugoslavia, prolongada en el tiempo y el espacio por la sencilla raz¨®n de que no tienen petr¨®leo y, por lo tanto, nadie pone firmes a los criminales, nadie mueve un dedo en favor de la desdichada poblaci¨®n civil.
Despu¨¦s de la fr¨ªvola alegr¨ªa con que acogimos el desmadre del Este, s¨®lo porque probaba que el fr¨ªo monolito anterior era reversible, se ha producido el embotamiento ante los muertos que est¨¢n junto a nosotros y nos parecen ajenos. Si ni siquiera nos conmueven los muchachos polacos que se achicharran en nuestros suburbios, es normal que esos cr¨ªos que tiemblan en la oscuridad del refugio mientras escuchan el trueno de las bombas no nos ericen el cabello. Y, sin embargo, en este verano del 92 tan lleno de alharacas y de lustres, resulta estremecedor irse a la cama sin que las noches de Sarajevo nos roben un solo pensamiento.
Yo no voy a protestar porque manden fragatas si se trata de poner fin a una guerra sanguinaria, injusta, brutal y sin destino: en definitiva, una guerra. No me gustan los soldados y detesto las armas, pero metidos en la l¨®gica terrible del ojo por ojo y el diente por diente, hay que quitarles los ojos y los dientes a quienes s¨®lo los usan para devorar al enemigo inventado.
Que ese pa¨ªs se deshaga en fragmentos ante nuestra indiferencia es una culpa m¨¢s a a?adir al largo rosario de delitos de Occidente. Tiene raz¨®n Solana: es una causa noble. Pero tarde, poco y mal. Como siempre.
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