Los l¨ªmites de Europa
Un pa¨ªs de inviernos en gran medida insoportables y veranos tan agradables como breves. ?Estamos hablando de Suiza? No, hablamos de Europa, un territorio eminentemente fr¨ªo donde, incluso en sus ¨¢reas mediterr¨¢neas, a s¨®lo escasos kil¨®metros del litoral, en invierno se alcanzan cada a?o temperaturas que rondan los 20 grados bajo cero. Y, sin embargo, ese pa¨ªs de clima tan hostil se ha convertido -tambi¨¦n en eso a semejanza de Suiza- en sin¨®nimo de para¨ªso para millones de personas que viven en Asia, ?frica y Am¨¦rica Latina. En opini¨®n de El¨ªas Canetti, el factor fundamental de la unidad nacional suiza no es otro que la propia monta?a. Sin querer restar importancia a ese com¨²n denominador de car¨¢cter geogr¨¢fico propio de los cantones suizos, yo destacar¨ªa otro de car¨¢cter m¨¢s pragm¨¢tico: la prosperidad -tal vez desigualmente repartida- que tambi¨¦n es com¨²n a todos ellos. ?Ser¨¢ asimismo la prosperidad o el temor a no alcanzarla o a perderla el principal rasgo aglutinante de la Europa hoy en formaci¨®n? Si resulta discutible afirmar que es en efecto el principal, me atrever¨ªa a decir que, cuando menos, es el primero. O, si se prefiere, que el proceso de unidad europea se ha visto sin duda estimulado por la conciencia existente en los pa¨ªses que se unen de haberse convertido en objetivo codiciado por esos millones de africanos, asi¨¢ticos y latinoamericanos que parecen estar haciendo cola ante la puerta.?Resulta suficiente el grado de cohesi¨®n creado en torno a la prosperidad alcanzada y a su defensa ante terceros para empezar a hablar de Europa como de un todo distinto a la mera suma de sus partes? En Estados Unidos, donde tiene gran importancia ser de Connecticut o de Misuri o de Tejas, el sentimiento de ser ante todo estadounidense es la m¨¢s firme garant¨ªa de unidad: en cualquier rinc¨®n de cualquiera de sus Estados, nuestra vista se encontrar¨¢ indefectiblemente con la bandera barriestrellada ondeando de un m¨¢stil en cualquier peque?o jard¨ªn. No hac¨ªa falta el moment¨¢neo, rechazo dan¨¦s a los acuerdos de Maastricht para darse cuenta de que aqu¨ª, en Europa, las cosas van por otro lado. Y es que, ciertamente, ?qu¨¦ rasgo unificador podemos destacar, aparte de su com¨²n deseo de prosperidad y su no menos com¨²n afici¨®n al f¨²tbol, entre un italiano y un dan¨¦s, un espa?ol y un alem¨¢n, y un franc¨¦s y un griego? ?Qu¨¦ saben siquiera el uno del otro? Eso sin movemos de las 12 estrellas sobre fondo azul noche que representan a los actuales miembros de la Comunidad Europea. En definitiva, el l¨ªmite de mayor consideraci¨®n con que tropieza la uni¨®n europea, un l¨ªmite no externo, sino interno, m¨¢s relacionado con la conciencia individual y colectiva de sus pueblos que con la geograf¨ªa. Un tipo de l¨ªmite, por otra parte, que resulta imprescindible considerar en todos sus matices.
Pues, con todo, aunque no estemos hablando de l¨ªmites geogr¨¢ficos, no deja de ser ¨²til se?alar la existencia de diversas ¨¢reas diferenciadas en ese relativamente vasto territorio que se extiende del Atl¨¢ntico a los Urales llamado Europa. A grandes rasgos, tales ¨¢reas afloran en el presente desde el pasado, y no resulta dif¨ªcil definir sus ¨¢mbitos respectivos merced a una radiograf¨ªa de car¨¢cter temporal, a una imagen diacr¨®nica antes que sincr¨®nica. El primero de esos ¨¢mbitos corresponde con notable precisi¨®n al espacio antiguamente ocupado por el Imperio Romano de Occidente, y va desde Italia hasta Inglaterra y los Pa¨ªses Bajos; destacar que a ¨¦l pertenecen la pr¨¢ctica totalidad de las potencias mar¨ªtimas que en siglos pasados se derramaron por el mundo entero: Espa?a, Inglaterra, Portugal, Francia, Holanda. El segundo, la Europa central, de predominio germ¨¢nico, es perfectamente identificable con el espacio comprendido entre el Rin y el Danubio, que los romanos optaron por dejar de lado, debido tanto a la hostilidad de su clima como a la de sus gentes. El tercero, referido a la herencia greco-ortodoxa del Imperio Bizantino, se ha visto ampliado a la pr¨¢ctica totalidad del mundo eslavo. Por ¨²ltimo, ese conjunto de pueblos navegantes de Escandinavia, a los que, pese a hallarse algo descolgados del resto, s¨®lo la inferioridad de su desarrollo cultural respecto al t¨¦cnico les impidi¨® jugar, a partir del norte, un papel equivalente al que los fenicios hab¨ªan jugado desde el sur milenio y medio antes. Dentro de esas cuatro ¨¢reas que forman el espacio europeo, el grado de afinidad ser¨¢ en principio mayor entre los habitantes de cada uno de esos sectores que entre los de un sector y los de otro, por m¨¢s que frecuentemente sucedajusto lo contrario. Por otra parte, la historia no tiene por qu¨¦ supeditarse a la geograf¨ªa, y si bien De Gaulle prefiri¨® considerar a los Urales como l¨ªmite oriental de Europa, es perfectamente razonable extender la Comunidad Europea hasta Karritchatka, es decir, desde el Atl¨¢ntico hasta el Pac¨ªfico; Siberia, en definitiva, es Rusia en la misma medida en que Alaska y hasta California son Estados Unidos. Tal planteamiento no incluye, en cambio, a las antiguas rep¨²blicas sovi¨¦ticas del RAU Asia Central, hoy rep¨²blicas isl¨¢micas independientes. Y ello no porque haya motivo alguno para que sean excluidas, sino porque ellas mismas encontrar¨¢n sin duda otros modelos -Turqu¨ªa, Ir¨¢n, Arabla Saud¨ª, Pakist¨¢n- m¨¢s acordes con sus tradiciones religiosas y culturales.
En realidad, es esa definici¨®n por exclusi¨®n, m¨¢s que la geograf¨ªa, lo que mejor delimita el llamado espacio comunitario europeo. Siempre ser¨¢ m¨¢s sencillo se?alar lo que decididamente no es Europa que lo que lo es, tanto si se trata de sociedades altamente desarrolladas -caso de Jap¨®n- como de ¨¢reas hundidas en el subdesarrollo, caso de la mayor parte del continente africano. De cualquier forma, resulta fundamental evitar que esa diversidad de modelos revista el car¨¢cter antag¨®nico susceptible de ser generado por la competencia industrial o comercial -sur y sureste asi¨¢tico- o por diferencias religiosas, culturales o ¨¦tnicas -nuestros vecinos del Magreb-; la uni¨®n de determinado n¨²mero de pueblos en una entidad superior jam¨¢s debiera realizarse a costa de terceros. Hay, no obstante, dos ¨¢reas que merecen una especial atenci¨®n de los europeos por ser, en cierto modo, una prolongaci¨®n de Europa. Y ello hasta tal punto que el ex canciller Genscher propuso recientemente en Barcelona la conveniencia de empezar a plantearse la adhesi¨®n de una de esas dos ¨¢reas a la Comunidad Europea. Se refer¨ªa, claro est¨¢, al bloque formado por Canad¨¢, Estados Unidos y -aunque se le olvid¨® mencionarlo- M¨¦xico, el tercer miembro de ese mercado ¨²nico recientemente creado en Am¨¦rica del Norte. Con ello, la Comunidad Europea cruzar¨ªa el estrecho de Bering, saltar¨ªa de VIadivostok a Vancouver, y empezar¨ªa y terminar¨ªa a orillas del Atl¨¢ntico. Hoy por hoy, las razones que desaconsejan semejante paso son de dos clases: una, de imagen -?cabe ilustraci¨®n m¨¢s descarada del enfrentamiento Norte-Sur?- y otra de modelo, un modelo-elestadounidense- que por popular que aqu¨ª sea, especialmente entre los j¨®venes, no acaba de encajar con las formas de vida propias de Europa. Hasta para los ingleses, los estadounidenses son los primos, y no solamente en las novelas de John Le Carr¨¦. La otra ¨¢rea es, por supuesto, Hispanoam¨¦rica o Am¨¦rica Latina, como ellos prefieren llamarla. Ah¨ª el problema es m¨¢s espec¨ªficamente espa?ol que europeo, ya que si un ingl¨¦s o un alem¨¢n se sienten probablemente m¨¢s ajenos a Hispanoam¨¦rica que a la Am¨¦rica angl¨®fona, para nosotros no es as¨ª. Los pueblos hispanoamericanos no son nuestros primos, sino nuestros hermanos. Unos y otros pertenecemos en definitiva a lo que John Elliot con tanto acierto -y clara voluntad de rescatar el t¨¦rmino de sus antiguas resonancias imperiales- denomina mundo hisp¨¢nico. Somos europeos, desde luego, pero no por ello dejamos de pertenecer a ese mundo hisp¨¢nico transcontinental con el mismo dere
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cho que el que asiste a un jud¨ªo de Sal¨®nica para considerarse sefard¨ª -espa?ol- a la vez que jud¨ªo. Una peculiaridad sin equivalencia en ning¨²n otro pa¨ªs europeo.Las piezas de ese puzzle llamado Comunidad Europea son demasiadas para no dar juego a opciones no ya diversas, sino encontradas. Tanto m¨¢s cuanto que la inestabilidad de fronteras que se aprecia en los pa¨ªses pertenecientes al antiguo bloque comunista da pie a toda clase de incertidumbres y propicia fantas¨ªas hist¨®ricas de todo g¨¦nero. Para la Comunidad Europea no es bueno que Yugoslavia se fraccione en seis Estados y Checoslovaquia en dos aunque s¨®lo sea por la impresi¨®n de ef¨ªmera reversibilidad que introduce en todo tratado pol¨ªtico. Eso facilita retracciones como la danesa, similares a la de esa persona que ante un inminente matrimonio se consuela pensando en que siempre queda el recurso al divorcio. Nada m¨¢s equivocado en este sentido que creer que una Europa construida a partir de las regiones ser¨ªa m¨¢s s¨®lida que la construida a partir de los pa¨ªses ya existentes. Junto a cada regi¨®n hay siempre otra u otras regiones, y sus planteamientos hist¨®ricos respectivos suelen ser excluyentes; basta ver, puestos a buscar un ejemplo que nos sea pr¨®ximo, el grado de aceptaci¨®n de las tesis catalanistas entre la poblaci¨®n de sus colindantes Pa¨ªses Catalanes, Baleares, Valencia y el Rosell¨®n, por ya ni hablar de Arag¨®n. Se podr¨¢ arg¨¹ir que a lo largo de la historia mayor ha sido a¨²n el antagonismo existente entre los pa¨ªses que hoy constituyen la Comunidad Europea, y as¨ª es en efecto. Pero las guerras tambi¨¦n unen, y la tradicional enemistad de la actual Espa?a con Francia, Inglaterra o los Pa¨ªses Bajos ha gravitado en este sentido por lo menos con igual peso que la tradicional -y para Espa?a catastr¨®fica- alianza con la Alemania imperial. La verdadera dificultad estriba, precisamente, en establecer v¨ªnculos entre pa¨ªses que ni siquiera han llegado a conocerse a trav¨¦s de la guerra. Eso significa, en otras palabras, que cuanto m¨¢s extenso sea el ¨¢mbito comunitario, menor ser¨¢ su cohesi¨®n y m¨¢s d¨¦biles los lazos entre pa¨ªs y pa¨ªs. De ah¨ª las dos principales estrategias hoy en juego: la de extender al m¨¢ximo el espacio europeo, a fin precisamente de debilitar su vertebraci¨®n y poner el acento sobre esa triple E que supone el Espacio Econ¨®mico Europeo, y la que defiende Espa?a -Gobierno y oposici¨®n-, al insistir en la necesidad de profundizar ante todo en la cohesi¨®n entre los pa¨ªses que actualmente son miembros de la Comunidad y, s¨®lo a partir de esa cohesi¨®n, ampliar paulatinamente la extensi¨®n de su marco pol¨ªtico y econ¨®mico. Espa?a puede y debe forzar al m¨¢ximo la cohesi¨®n en todos los ¨®rdenes de un n¨²cleo europeo que permita posteriormente extender sus l¨ªmites exteriores de manera estable; el futuro apunta inequ¨ªvocamente en esa direcci¨®n. Pero, hoy por hoy, los d¨¦biles lazos socioculturales existentes entre los actuales miembros de la Comunidad convierten por desgracia en m¨¢s realista el planteamiento propuesto por los brit¨¢nicos, tendente a crear un espacio preferentemente econ¨®mico, susceptible de ser ampliado indefinidamente. Un vasto espacio econ¨®mico falto de esa cohesi¨®n que, seg¨²n Canetti, otorga a Suiza la monta?a, ya que no de sus objetivos materiales como principal factor aglutinante.
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