Cautivo y desarmado
El follet¨ªn de Un esparadrapo le sellaba la boca; un c¨ªngulo de h¨¢bito le manten¨ªa las manos atadas a la espalda y le martirizaba las mu?ecas; un capuch¨®n de penitente le cubr¨ªa la cabeza, dificult¨¢ndole la respiraci¨®n por la nariz; otra cuerda m¨¢s ¨¢spera le ataba los tobillos; y todo ¨¦l era como un rudo embalaje tirado en la parte trasera de una ruinosa furgoneta que vibraba con un estr¨¦pito ensordecedor de chapas y junturas y con una pestilencia de gasolina que lo mareaba m¨¢s a¨²n, pero al menos borraba un luctuoso aroma de colonia de nardos. La cabeza encapuchada de Lorencito rebotaba contra una superficie de metal estriado, y a cada aceler¨®n, frenazo o curva violenta, todo su cuerpo rodaba chocando no s¨®lo contra las paredes, sino con otro fardo que compon¨ªa junto a ¨¦l mismo lo que Bocarrape hab¨ªa llamado irrespetuosamente "el porte", y en cuyo interior estaba, tan empaquetado como Lorencito Quesada, el cad¨¢ver insepulto de Mat¨ªas Antequera.Hab¨ªa firmado el papel que le present¨® Pep¨ªn Godino como firmar¨ªa un condenado a muerte la notificaci¨®n de su sentencia, despidi¨¦ndose de la vida por tercera o cuarta vez en menos de 24 horas, y notando que en la preparaci¨®n para morir, como en tantas otras cosas, se va mejorando con la pr¨¢ctica. Sinti¨® en la nuca un dolor muy agudo, que tom¨® por un balazo mortal, y un reblandecimiento de sus miembros que tiraba hacia abajo de ¨¦l como si el suelo lo chupara, pero cu¨¢l no ser¨ªa mi sorpresa, dijo luego, al despertarse no en la ultratumba, ni convertido en ¨¢nima del purgatorio o cuerpo astral, sino en el mismo s¨®tano donde lo abatieron y tan de carne y hueso como entonces, no sab¨ªa cu¨¢ndo, con un dolor espantoso en la nuca, con un moflete tumefacto y helado sobre el suelo de cemento y oyendo muy cerca las voces terrenales de Bocarrape y el Bimbollo, que conversaban con su caracter¨ªstico gracejo andaluz.
-Yo, pa m¨ª que ¨¦ste lo has dejao interfecto.
-Mira t¨², pues una cosa que ya tenemos hecha.
-?Y el rigor muerti ¨¦se, como dice Jota Jota? Si est¨¢ tieso cuando lo tiremos esta noche del Viaducto se lo conocen en la autopsia y no cuela lo del suicidio.
-Pues yo le oigo el vagio.
-?talo t¨², que a m¨ª me da escr¨²pulo.
Lorencito no se mov¨ªa y procuraba respirar en sfiencio: que lo supusieran desmayado le conced¨ªa, tal vez, una modesta ventaja, pero mientras le ataban las manos y los pies y lo amordazaban, haciendo chistes macabros sobre su pr¨®ximo suicidio y hablando de sus cosas con un desahogo de transportistas chapuceros, le era muy dificil contener la tentaci¨®n y el instinto de la resistencia. El Bimbollo tiraba rudamente de ¨¦l por la escalera met¨¢lica, y Bocarrape lo sosten¨ªa por los pies maniatados, como en ese trono del descendimiento que es de los m¨¢s reputados de nuestra Semana Santa y que en la imaginaci¨®n f¨²nebre de Lorencito se confund¨ªa ahora con el del santo entierro. Jadeando y maldiciendo lo arrastraron hacia lo que deb¨ªa de ser un almac¨¦n o un garaje, donde lo dejaron caer como a un saco de barro. Si no es porque el esparadrapo le sefiaba la boca, Lorencito habr¨ªa proferido un grito de dolor.
-?Y el santo? -dijo Bocarrape-. ?Habr¨¢n ido ya a entregarlo?
-Yo, pa m¨ª que lo guardan en el Rastro hasta que el t¨ªo gordo suelte la manteca.
-Como que est¨¢ el mundo pa fiarse de naide.
-Y que lo digas, Bocarrape. Y Bimbollo rompi¨® a cantar por fandangos: "Cada uno va a lo suyo, / ya no existe humanidad. / Nos tratamos con orgullo / sin pensar en la amistad".
-Pues el parque m¨®vil a ver si lo renuevan -dijo Bocarrape: las puertas de la furgoneta sonaban a latones viejos, y un poco despu¨¦s Lorencito tuvo ocasi¨®n de comprobar, a costa de sus quebrantados huesos, que el estado de la suspensi¨®n y de los frenos era tan achacoso como el de la carrocer¨ªa. Todo temblaba y cruj¨ªa en torno suyo. Rodaba de un lado a otro como un fardo mal estibado en la bodega de un buque al que sacude una tormenta. (Esta comparaci¨®n mar¨ªtima se le ocurri¨® alg¨²n tiempo despu¨¦s, y le gust¨® tanto que la anot¨® en seguida en su cuaderno, al objeto de usarla, Dios mediante, en la narraci¨®n de su aventura). Tuvo algo de alivio cuando la furgoneta abandon¨® las calles desiguales y estrechas del casco viejo de Madrid, y aument¨® poco a poco la velocidad por lo que parec¨ªa una avenida muy larga, bien asfaltada, rugiente de motores y cl¨¢xones. O¨ªa el petardeo del tubo de escape y se ahogaba oliendo gasolina mal quemada bajo el capuch¨®n de penitente. Pateaba en el aire con los pies atados, ca¨ªa boca abajo, lograba ponerse de rodillas y un frenazo o un aceler¨®n lo aplastaban de nuevo contra la chapa vibrante, cuando no contra el cuerpo r¨ªgido de Mat¨ªas Antequera.
Apocado como es, y extremadamente torpe para las dificultades manuales, ya ni siquiera intentaba desprenderse de sus ligaduras, suponi¨¦ndolas tan imposibles de deshacer como el famoso nudo gordiano de la mitolog¨ªa. De modo que fue obra de la casualidad, o de la providencia, y no m¨¦rito ni destreza suya (¨¦l, paladinamente, as¨ª lo reconoce) que en uno de aquellos virulentos vaivenes, que lo dej¨® en posici¨®n de dec¨²bito prono, se le soltara casi del todo la mano derecha, circunstancia salvadora en la que, sin embargo, tard¨® en reparar, ya que ten¨ªa el cuerpo entero abotargado y tundido y las manos tan insensibles como el corcho. Los dedos apenas le respond¨ªan, pero no le cost¨® mucho librarse del c¨ªngulo porque se escurr¨ªa f¨¢cilmente sobre la piel blanda y sudada. Respir¨® codiciosamente al quitarse la capucha, estuvo a punto de desmayarse otra vez cuando se arranc¨® de un tir¨®n el esparadrapo, pero lo m¨¢s laborioso de todo fue desatarse los pies, dado que no contaba con el auxilio de las ufias, pues tiene, y tambien lo reconoce, la fea costumbre de mord¨¦rselas, y sus chatos dedos, de almohadilladas falanges, carecen de la habilidad y de la fuerza precisas para desatar cualquier nudo que no sea el de los peque?os paquetes de tocino de cielo que compra puntualmente cada domingo, a la salida de misa, en la acreditada pasteler¨ªa Don Lope.
Logr¨® soltarse, sin embargo, maravill¨¢ndose de las facultades que el riesgo de perder la vida despierta en un hombre. Y estaba empezando a pensar que incluso con las manos libres su situaci¨®n no era menos desesperada, cuando la furgoneta dio un brutal aceler¨®n, seguido por un esc¨¢ndalo de cl¨¢xones, y antes de que se diera cuenta fue despedido contra las portezuelas posteriores por las inapelables leyes de la inercia, y su cuerpo nada liviano, actuando como un ariete, golpe¨® y rompi¨® con la fuerza de un b¨®lido las ya maltratadas cerraduras. Durante menos de un segundo Lorencito Quesada sinti¨® que volaba como empujado por un vendaval; despu¨¦s rod¨® sobre una ¨¢spera gravilla que le desollaba la cara y las palmas de las manos, mientras pasaban vertiginosamente a su lado rel¨¢mpagos de metal, silbidos de viento y bocinazos y motores de coches.
Hab¨ªa ca¨ªdo en el arc¨¦n de una autopista, y tan s¨®lo por unos cent¨ªmetros se hab¨ªa librado de que lo arrollaran las ruedas tremendas de un cami¨®n. Cuando abri¨® los ojos, a gatas sobre la gravilla que le laceraba las palmas de las manos, ya no pudo ver la furgoneta de sus raptores. Al pasar junto a ¨¦l a una velocidad de cat¨¢strofe, los camioneros soltaban pitidos tan poderosos como sirenas de barcos que le retumbaban en el est¨®mago, y el viento que los segu¨ªa casi lo tiraba de espaldas hacia la cuneta. Apenas pod¨ªa sostenerse en pie, y ten¨ªa el cuerpo entero tan magullado que el menor movimiento, hasta el de la respiraci¨®n, le costaba suspiros quejumbrosos. Un n¨¢ufrago que vuelve en s¨ª en una playa desierta y batida por las olas no habr¨ªa estado m¨¢s perdido que ¨¦l: se vio en medio de un paraje de vertederos y desmontes que parec¨ªa prolongarse indefinidamente a ambos lados de la autopista, sin una casa ni un ¨¢rbol, un p¨¢ramo est¨¦ril y como aplastado bajo la extensi¨®n luminosa del cielo. Junto a ¨¦l hab¨ªa un puente inmenso de hormig¨®n sobre el que discurr¨ªa otra autopista, y de cuya baranda colgaba un letrero azul con indicaciones y flechas que a Lorencito le resultaron incomprensibles: M 40 Sur.
En Madrid lo desconsolaba sentirse tan lejos de M¨¢gina: en aquel arc¨¦n, junto a los pilares del puente y la marea del tr¨¢fico, rodeado por terraplenes y zanjas de tierra ocre en los que a¨²n se ve¨ªan las huellas colosales de las excavadoras, se sinti¨® no ya lejos de su a?orada M¨¢gina, sino a una distancia insalvable de cualquier otro lugar habitado del mundo. Sin la menor idea de hacia d¨®nde iba ech¨® a andar, apart¨¢ndose de la autopista, por una ladera de tierra suelta y polvorienta en la que se le hund¨ªan los pies. En su cima pelada hab¨ªa un gran cartel publicitario con una sola frase: "Bienvenidos a Madrid, capital europea de la cultura". El viento silbaba entre las armazones met¨¢licas que lo sosten¨ªan, como en los pueblos fantasmas que aparecen con tanta frecuencia en las pel¨ªculas hispanoitalianas del Oeste. Desde lo alto del cerro vio muy lejos el perfil azulado de los edificios de Madrid, borroso por las columnas de humo pestilente que ven¨ªan de un muladar tan vasto como una cordillera. Demasiado tarde advirti¨® Lorencito que aqu¨¦l no era un desierto inhabitado: a sus pies se extend¨ªa una miserable poblaci¨®n de chabolas, y sin que ¨¦l se hubiera dado cuenta, unas figuras tan lentas y p¨¢lidas como muertos en vida lo estaban rodeando.
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