Un c¨¢lido refugio
De la cocina ven¨ªa un olor suave y penetrante a infusi¨®n. En el tocadiscos sonaba una m¨²sica de piano tenue, acariciadora, como la de una de esas pel¨ªculas en las que dos enamorados caminan de la mano por una playa a la hora del crep¨²sculo. T¨ªmidamente, Lorencito Quesada sali¨® del cuarto de ba?o -muy coqueto, pero de dimensiones tan reducidas como las de una alacena-, teniendo cuidado de que al moverse no se le abriera m¨¢s de lo debido el espeso y c¨¢lido albornoz que lo cubr¨ªa. S¨®lo ahora, ya duchado y repuesto, reci¨¦n afeitado, oliendo a gel y a polvos de talco, pues es muy propenso a las escoceduras en las ingles y nada m¨¢s que la higiene permanente y el talco lo alivian, se detuvo a mirar la habitaci¨®n donde estaba: ten¨ªa el techo inclinado, y una ventana que daba a un paisaje nocturno de tejados y campanarios. Una escalera port¨¢til sub¨ªa hac¨ªa un altillo donde deb¨ªa de estar el dormitorio, tapado por una cortina, y en las paredes hab¨ªa fotos enmarcadas de hombres y mujeres de raza negra, as¨ª como un cartel de tela en el que estaba impresa una poes¨ªa de un tal Benedetti. Sus pies, calzados con unas dulces pantuflas, pisaban sin ruido una alfombra blanca como de sogas entretejidas. Frente a la estufa de hierro hab¨ªa un sof¨¢ cubierto por una manta alpujarre?a: faltaban los copos de nieve en la ventana para que el lugar se pareciese extraordinariamente al decorado de la zarzuela Bohemios.Lorencito dudaba si ser¨ªa correcto sentarse en el sof¨¢, teniendo en cuenta la incertidumbre de si los faldones del albornoz lo tapar¨ªan decorosamente una vez sentado. Prefiri¨® quedarse de pie, escuchando el rumor de platos y cucharillas que proced¨ªa, como la m¨²sica, del otro lado de una cortina de cuentas, tras la que vio, no sin una mezcla de arrobo y temor, la silueta de la bailaora rubia, atareada en la cocina con una bandeja y un servicio de t¨¦. Al menos ya sab¨ªa su nombre: Olga. Se lo dijo mientras lo tra¨ªa a su casa conduciendo temerariamente un todoterreno de color rojo, en el que, seg¨²n le cont¨®, llevaba todo el d¨ªa dando vueltas por Madrid en busca suya. Tem¨ªa por su vida: hab¨ªa ido a la pensi¨®n y le negaron que ¨¦l se hospedara all¨ª. A ¨²ltima hora se acord¨® del antiguo manager de Mat¨ªas Antequera, y como le constaba que tambi¨¦n era de M¨¢gina supo que Lorencito hab¨ªa podido dirigirse a ¨¦l. "No creo en las corazonadas", le dijo, con una sonrisa embriagadora, "pero desde las bases de la psicolog¨ªa m¨¢s emp¨ªrica no puede descartarse por completo la teletransmisi¨®n no verbal".
Lorencito se mostr¨® apasionadamente de acuerdo, envidiando en secreto la riqueza de vocabulario que manifestaba la muchacha, fruto indudable de sus estudios superiores. Le confes¨®, todav¨ªa en el coche, que ¨¦l era un autoridacta, palabra que le gustaba mucho, por sonarle a lat¨ªn. Ella lo mir¨® con ojos brillantes de dulzura tras sus gafas redondas: "No se fatigue hablando", le dijo, "ahora lo primero es descansar. Despu¨¦s tendr¨¢ tiempo de cont¨¢rmelo todo". Dejaron el coche en un aparcamiento subterr¨¢neo situado en una plaza grande, fea y sombr¨ªa que se llamaba V¨¢zquez de Mella. Olga viv¨ªa cerca, en un quinto piso sin ascensor de la calle de Pelayo. "Es lo mejor de Madrid", le explic¨®, "aqu¨ª todav¨ªa puede hacerse vida de barrio". La llegada al quinto piso fue tan extenuadora para Lorencito como si hubiera recorrido una por una las estaciones del Calvario. En¨¦rgicamente mientras Lorencito se duchaba, Olga le recogi¨® toda la ropa y la puso en la lavadora sin reparar en las manchas de sangre: ¨¦l a¨²n no le hab¨ªa dicho nada sobre los asesinatos de Mat¨ªas Antequera y de Pep¨ªn Godino.
Se lo cont¨® todo despu¨¦s, sentado junto a ella en el sof¨¢ de la manta alpujarre?a, que era algo rasposa, frente a una mesa baja, con t¨ªpicas taraceas moriscas, donde humeaba una tetera de plata. El t¨¦ con hierbabuena, tan caliente y tan dulce, le gust¨® mucho a Lorencito, que no lo hab¨ªa probado nunca. Los pastelillos artesanales de almendra y de s¨¦samo que ella lo animaba a comer le resultaron deliciosos, y de vez en cuando ten¨ªa que interrumpir su narraci¨®n y beber un sorbo de t¨¦ para que no se le apelmazaran en el cielo de la boca. Hablaba como envarado, muy derecho en el sof¨¢, con las rodillas juntas, sin mirar casi nunca los ojos tan atentos de la muchacha, avergonz¨¢ndose de sus carnosas pantorrillas blancas, sujetando en el regazo los filos del albornoz. Le cost¨® sudores contar con la debida delicadeza su visita al sex shop, aunque omiti¨® toda referencia a la mujer que se introduc¨ªa entre los muslos aquel aparato a pilas. Pero lo m¨¢s dif¨ªcil de todo fue atreverse a confesarle a Olga que Mat¨ªas Antequera, por el que ella manifestaba tanta admiraci¨®n como cari?o, hab¨ªa sido asesinado.
-No es posible -dijo ella, consternada-. No me lo puedo creer.
-He visto su cad¨¢ver con mis propios ojos.
Olga ocult¨® la cara entre las manos y rompi¨® a llorar amargamente. Sollozos espasm¨®dicos le agitaban el pecho, seg¨²n pudo apreciar desde una turbadora cercan¨ªa Lorencito mientras inclinaba la mirada, con expresi¨®n de pesar, hacia el pico del escote. Olga se ech¨® sobre ¨¦l, abatiendo la cabeza rubia justo en su regazo. Lorencito, a quien el llanto se le contagia enseguida, ten¨ªa un nudo en la garganta, y notaba que a ¨¦l tambi¨¦n las l¨¢grimas empezaban a humedecerle los ojos. Pudorosamente deposit¨® una mano en los hombros de Olga, diciendo a duras penas algunas palabras de consuelo, y como el llanto de la muchacha arreciaba se atrevi¨® a pasarle las yemas de los dedos por la melena lisa, dorada y reluciente en la luz de la l¨¢mpara con pantalla de mimbre que hab¨ªa en un rinc¨®n, dando a la escena ese ambiente ¨ªntimo que ¨¦l comparar¨ªa luego, con inconsolable nostalgia, al de los anuncios televisivos de una conocida marca de caf¨¦ instant¨¢neo.
El calor de la ducha reciente se sumaba en su organismo apaciguado al de las tazas de t¨¦ y a la temperatura palpitante del cuerpo femenino cobijado en el suyo. A despecho de su sincera aflicci¨®n, o alimentado por ella, Lorencito sent¨ªa una envolvente dulzura que era a¨²n m¨¢s poderosa porque no recordaba haberla conocido nunca. Sin darse cuenta, las caricias en el pelo rubio y sedoso que le rozaba los muslos y se los desbordaba iban extendi¨¦ndose hacia la frente y el cuello de Olga, y los ancestrales apetitos de la especie, que ignoran, cuando se desatan, los frenos de la moralidad y de la conveniencia, reanimaban en ¨¦l ciertas particularidades fisiol¨®gicas largo tiempo dormidas sobre las que en ese momento hab¨ªa preferido correr, pensaba angustiosamente, un tupido velo: m¨¢s tupido, en cualquier caso, o m¨¢s holgado, que los faldones del albornoz, ya de por s¨ª escaso para cubrir en circunstancias normales las amplitudes de su anatom¨ªa. Entonces Olga se incorpor¨® bruscamente, y ¨¦l temi¨®, no sin motivo, que le recriminara su lujuria.
-Lo vengaremos -dijo ella, con gran alivio de Lorencito Quesada-. Usted y yo juntos. La c¨¢rcel es poco castigo para esa gentuza...
-Pero yo no puedo ir a polic¨ªa -Lorencito aprovecho para subirse tanto como pudo los faldones, sujet¨¢ndolos con las dos manos, cuyas palmas ya empezaban a sudarle-. Aqu¨ª donde me ve, soy sospechoso de dos asesinatos, incluso de tres, si encuentran en el cad¨¢ver de Pep¨ªn Godino mis huellas digitales.
-No hablo de la polic¨ªa -Olga se hab¨ªa quitado las gafas, y sus ojos bellos y miopes miraban a Lorencito con una fijeza nada tranquilizadora-. En Madrid es muy f¨¢cil conseguir una pistola. Ahora mismo, ah¨ª abajo, en la plaza de Chueca... Ojo por ojo.
-Venga, mujer, ser¨¦nese -Lorencito volvi¨® a pasarle una mano por el hombro-. Tan pecado es la venganza como el asesinato. Tengo la llave del almac¨¦n, y usted sabr¨¢ decirme d¨®nde est¨¢n esas Galer¨ªas Piquer donde guard¨® Pep¨ªn Godino la imagen. La mejor venganza ser¨¢ devolver a M¨¢gina el Santo Cristo de la Gre?a y restituirle su buen nombre a Mat¨ªas Antequera.
Tiempo despu¨¦s a¨²n repet¨ªa Lorencito palabra por palabra aquella exhortaci¨®n, asombr¨¢ndose de su propia elocuencia. Se recuerda de pie, digno y sobrio a pesar del albornoz y las pantuflas, recibiendo noblemente en sus brazos a la muchacha, que era un poco m¨¢s alta que ¨¦l y le apoyaba la cabeza en el hombro al estrecharlo, moj¨¢ndole otra vez la cara con sus l¨¢grimas, introduciendo uno de sus muslos, con disculpable aturdimiento, entre los faldones del albornoz, mientras el cintur¨®n, ya flojo, amenazaba con soltarse.
-Eso est¨¢ en el Rastro -Olga irgui¨® la cabeza, se apart¨® el pelo de la cara, se limpi¨® las l¨¢grimas, mirando tan cerca a Lorencito que ¨¦l ve¨ªa su propia cara en las pupilas dilatadas-. En la Ribera de Curtidores. V¨¢monos ahora mismo.
-Ma?ana -dijo ¨¦l, reteni¨¦ndola-. Ahora los dos estamos muy cansados, y ya s¨¦ por experiencia lo peligroso que es salir de noche en Madrid.
-Pero no ir¨¢ a dejarme sola, ?verdad? -la voz de Olga ten¨ªa un quiebro suplicante.
-No se preocupe -Lorencito, para sorpresa suya, se crec¨ªa-. V¨¢yase tranquilamente a dormir. Yo velar¨¦ toda la noche en el sof¨¢.
-Pero est¨¢ muy cansado -susurr¨® ella, pasando sus largos dedos por la solapa del albornoz-. Deber¨ªa verse las ojeras...
-No importa -Lorencito retroced¨ªa hacia una distancia prudencial, pero ella volv¨ªa a atraerlo suavemente-. Tengo costumbre de velar. Ya sabe, por la Adoraci¨®n Nocturna...
-Venga conmigo -Olga caminaba hacia atr¨¢s, en direcci¨®n a la escalera del dormitorio, sin desprenderse de ¨¦l-. Si duermo sola esta noche, me morir¨¦ de miedo.
Pero quien ya estaba muri¨¦ndose de miedo era Lorencito Quesada.
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